¿Se ríe Franco desde su caballo?

Por Félix Bornstein, abogado (EL MUNDO, 20/07/06):

El excelente historiador Gabriel Cardona, terciando en la polémica suscitada por la estatua ecuestre del general Franco en la Academia Militar de Zaragoza y por la presencia de autoridades oficiales españolas en la inauguración en Nador (Marruecos) del museo dedicado al general Mizziam, no oculta su indignación. Cardona (El País, 24/6/2006) pone el colofón a su razonado artículo con estas palabras: «Ambos hechos hacen improcedentes esos símbolos extemporáneos. Muchos marroquíes y españoles creemos en los Derechos Humanos, la Justicia, la democracia y la decencia. Nos duele que Mizziam, desde su museo, y Franco, desde su caballo, se rían de nosotros».

A primera vista, las cosas están suficientemente claras y Cardona, como tantos otros demócratas, tiene derecho a sentirse vejado y a exigir que se despeje de los espacios públicos la parafernalia franquista que aún nos acompaña. Cardona tiene razón respecto a Nador. Uno no acepta invitaciones de anfitriones molestos. La vida doméstica es otra cosa y tengo mis dudas de que la retirada del caballo y de su rechoncho jinete pueda borrar la risa retrospectiva de Franco. Dudo de que necesitemos eliminar esa mueca siniestra para que permanezca indemne nuestra creencia en «los Derechos Humanos, la Justicia, la democracia y la decencia». Si algo nos sobra, son los dinamiteros.

Una cuestión preliminar: a veces los signos enmascaran una realidad que, supuestamente, ha sido derrotada, y no son las formas completas de un mundo nuevo. En la Alemania de los años 50, o en Austria por las mismas fechas, no existía una sola estatua de Hitler y la exhibición de la simbología nazi se castigaba con el Código Penal. Toda la representación icónica en las ciudades del antiguo Reich exaltaba ahora los logros democráticos del milagro alemán. Pero, de forma subterránea y con gran discreción, el pasado alemán seguía viviendo. Muchos jerarcas del aparato nazi, así como numerosos empresarios de la etapa nacionalsocialista, desempeñaban ahora puestos decisorios en las instituciones políticas y en la vida económica de la Alemania de Bonn. La postguerra -la guerra fría- impuso una liturgia democrática como estandarte de una realidad nueva -pero dirigida en gran parte por personalidades del inmediato pasado-, que fue sancionada por las necesidades urgentes del momento. Ni los alemanes ni sus aliados norteamericanos se atrevieron a denunciar hasta sus últimas y lógicas consecuencias los crímenes imprescriptibles de algunos albaceas del presente democrático.

En 1960, el austriaco Hans Lebert publicó en Alemania su novela La piel del lobo, acogida con un elocuente mutismo. Se trata de una metáfora de los desmanes perpetrados por muchos de sus compatriotas en los tiempos del Anchluss y de la guerra posterior. La acción atraviesa 1952 en un bucólico pueblo de campesinos en el que, al compás de una serie de misteriosos asesinatos con los que los criminales intentan sellar la memoria del pasado reciente, los vecinos desertan de la actualidad -ninguno es testigo de esas muertes violentas- y tampoco conservan recuerdos de lo que había sucedido unos pocos años atrás. El pueblecito, significativamente, se llama Schweigen, es decir, Silencio. Lebert le dio una buena oportunidad a su paciencia: sólo la reedición austriaca de su novela en 1991, desaparecidos ya los protagonistas reales de su historia y las férreas condiciones políticas, encontró a un público extenso dispuesto a leerla. Lebert, fallecido dos años más tarde, halló una satisfactoria venganza que le redimía de su historia personal, el guión de una vida escrito por otros. Pero, aunque sea mucho suponer por mi parte, creo que los interlocutores de Hans Lebert eran los individuos, no los ciudadanos austriacos. La historia de Austria no la modifica Hans Lebert, ni los hijos que procreó, y me imagino que el gran escritor austriaco se habría divertido con la idea de que su novela se transformase en un libro de texto para estudiantes, a modo de manual para la asignatura de ciudadanía democrática.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿se ríe Franco de nosotros a lomos de su caballo? Imposible saberlo, pero en todo caso la pregunta alude a un momento que hace innecesaria, por inútil, cualquier respuesta que no se formule apelando al juicio, siempre provisional, de la Historia; no al mecanismo, ex post y arbitrario, de la memoria.

Franco, en vida, se rió de todos los demócratas porque una mayoría de nuestro país, más o menos nutrida a lo largo del prolongado periodo en que fue jefe del Estado, se lo permitió. La crueldad de Franco sólo admite parangón con el carácter ruin de un Fernando VII. Pero su astucia política fue muy superior a la de este Borbón feo y deforme. La muerte del general, que fue una consecuencia socialmente cedida a la estadística de la biología, coincidió con el auge cobrado en la época por la expresión franquismo sociológico. Bajo su régimen prosperó una clase social más preocupada por la seguridad y el bienestar económico que por las libertades civiles. Esta mayoría -en parte silenciosa y en otra parte agresiva-, que a diferencia del caballo famoso no era de piedra y, por tanto, no se la puede suprimir del escenario histórico, fue uno de los protagonistas esenciales de la Transición democrática e impuso muchas de sus condiciones a la izquierda opositora al franquismo, fundamentalmente, la intangibilidad y legitimación del pasado en la que intervino como agente político de apoyo a la dictadura.

Es natural el malestar que arrastra desde entonces la izquierda por buscar una salida a la oscura noche del franquismo mediante un sistema de pactos con los beneficiados por Franco a trueque, entre otras cosas, de la amnesia del pasado. Ésa es nuestra historia reciente, que, se quiera o no, desvela las limitaciones políticas de la oposición democrática a la dictadura. Estas insuficiencias ya están escritas en la Historia y no se evaporarán con las supuestas reparaciones de la memoria histórica.

Además, el tiempo transcurrido desde 1975, con sus luces y sombras, encarna la obra política de las generaciones que se han sucedido desde entonces, y no parece que les haya ido tan mal como para que necesiten imperiosamente girar la cabeza.

Algunos caballos pagan muy caros los crímenes de sus amos y no tienen la oportunidad de convertirse en estatuas de piedra. Entonces, la Historia no deja resquicios al ensueño de la memoria porque es superfluo para el domador de caballos buscar su consuelo. Relata E. N. van Kleffens, ministro de Negocios Extranjeros de los Países Bajos durante los años 1939-40, una asombrosa anécdota ocurrida el día en que las tropas de Hitler invadieron Holanda. En un esfuerzo desesperado para resistir a la ocupación nazi, las baterías artilleras derribaron numerosos aviones enemigos en el cielo neerlandés. Al inspeccionar las aeronaves, los soldados holandeses encontraron en uno de los aparatos abatidos el cadáver de un militar alemán -el general von Sponeck- con su uniforme de gala embutido en una maleta. Al lado, un cartapacio que contenía las instrucciones de su misión expedicionaria: a cambio de un buen trato para el país, Hitler exigía la rendición incondicional de la reina Guillermina y de sus ministros; en otro caso, era inminente su traslado a Berlín en las condiciones que todos podemos imaginar. Mientras tanto, a escasa distancia del cadáver de von Sponeck yacía también otro aparato derribado por la artillería holandesa. Entre los restos calcinados de su bodega, todavía era reconocible el cuerpo sin vida de un hermoso caballo enjaezado para la ocasión, los restos de la cabalgadura inocente sobre la que el imbécil y despiadado general von Sponeck había soñado hacer su entrada triunfal en La Haya. La Historia impidió que el caballo y su engolado caballero se perpetuaran en una efigie de piedra.

Nosotros también prescindiremos de las piedras cuando tengamos una hermosa historia común.