¡Sea usted positivo!

La modernidad tardía ha inventado un nuevo imperativo: la obligación de ser feliz. O mejor dicho, de ser «positivos», vocablo más científico y menos filosófico, más dinámico y democrático, menos teórico y más casero. En las revistas de psicología, en las femeninas de moda y cotilleo, en las masculinas de tendencias y estilos de vida, en las secciones personales de la prensa seria, en los manuales de empresa, en la publicidad y, sobre todo, en la literatura de autoayuda, se ha impuesto un nuevo dictum: «¡sé positivo!». El mandato cultural del nuevo grito sigue la tendencia del popular de «don´t worry, be happy» de hace algunos decenios, que recomendaba la relajación dentro del contexto cultural del optimismo americano. El mandato de no preocuparse y ser feliz se aplicó en el ámbito de la empresa y al sector servicios, pero no contribuyó a la relajación, sino, paradójicamente, a la rigidificación de las relaciones por la coacción que contiene. Hoy a los empleados de los supermercados y otras grandes superficies se les exige no solo sonreír, sino también decir a cada cliente «have a good day» en un tono impersonal. Aquí ya ha llegado el «buen día», en mala traducción y fiel asimilación del saludo yanki.

¡Sea usted positivo!«Positivo» ha destronado términos como «optimista», «constructivo» o «esperanzado». Se identifica con «feliz», pero carece de la densidad filosófica e histórica de la felicidad. Pretende sumar a los conceptos anteriores un plus de cientifismo: ser positivo, se insiste, fortalece el sistema inmunológico, entre otras bondades del buen ánimo. Tal valor añadido se encuentra en los textos de psicología positiva y. sobre todo, en la psicología popular, esto es, en los libros de autoayuda, que constituyen hoy el medio de difusión estelar de las creencias y normas sobre las emociones. Equivalentes de los antiguos manuales de conducta, que orientaban los rituales –en mesas y ceremonias–, el subgénero de la autoayuda pretende no ya educar las maneras en el espacio público, sino sobre todo dictar normas sobre el yo. Prescribe buenas y malas emociones, y recomienda prácticas para mejorar el interior y la interacción. La literatura de autoayuda constituye un negocio floreciente en una modernidad carente de otra certeza que no sea uno mismo.

La explosión de la autoayuda de los últimos quince años alrededor del imperativo de ser felices viene de la mano de la llamada psicología positiva. Esta se presenta como «la nueva ciencia de la felicidad» y dice trascender el determinismo trágico de la tradición freudiana y el peso de la familia y el pasado. La psicología positiva abraza el evangelio psicoterapéutico, que afirma que la felicidad es el objeto principal de la vida (algo solo propio de la modernidad), que nuestros males tienen causas psicológicas, y que la dicha se puede alcanzar abrazando la forma correcta de pensamiento. Es decir, que el sentido de la vida es perseguir la felicidad individual, que nuestros estados emocionales no tienen causas sociales, sino que son resultado de interpretaciones y no de circunstancias externas, y que la felicidad –o la «positividad»– se alcanza siguiendo un conjunto de técnicas.

Dicha psicología promete una salvación afín a la sociedad individualizada: la de un yo nuevo que controle sus emociones y sus relaciones (sobre todo las de los próximos, ya que en el trabajo se recomienda el conformismo «positivo») para ser menos infeliz y lograr una sensación de control interior. Puesto que la modernidad tardía es el marco de la incertidumbre (barrio, familia, iglesia y Estado son instituciones «zombi»), la psicología positiva ofrece la salvación. Se trata de cambiar el estilo de pensamiento, de «negativo» a «positivo» a través de la voluntad. Y de seguir unas técnicas que van desde la meditación al voluntariado (que ha de ser «variado» para no aburrirse y de implicación emocional limitada), pasando por «invertir en contactos sociales» entendiendo a los otros como «palancas» para estimular la positividad.

El buen yo es dueño de sus estados de ánimo, gestor de sus emociones, emprendedor de sí mismo. Debe deshacerse de «amistades tóxicas» –negativas, críticas y demandantes– que requieran excesiva atención y cuidado. La repetición de mantras positivos y la visualización de estados futuros buenos logra el cambio interno. Y se sitúa por encima de la incertidumbre de lo social, del desempleo y la desigualdad. El corolario de este conglomerado cultural es que quien no alcance el estado positivo es por culpa suya. Suspendidas las «circunstancias» sociales, la infelicidad se explica como consecuencia de una voluntad débil, de un esfuerzo insuficiente. Así, el sujeto «negativo» se transforma, con la cultura emocional de la felicidad obligatoria, en un nuevo tipo humano del fracaso, en un paria emocional digno de desatención y de desprecio.

La psicología positiva y la autoayuda en general van estigmatizando ciertas emociones. Así, la tendencia a la preocupación y la indecisión: se critica al worrier, y se identifica preocupación y al tipo humano poco resolutivo. También la capacidad crítica –ser judgamental es emocionalmente incorrecto– porque la crítica se opone al conformismo que predica el «positivismo». Se critica incluso el dolor. El imperativo de ser feliz entiende el sufrimiento como un gasto inútil para uno mismo y como una amenaza para los demás, que se convierten en «tóxicos» si se quejan o demandan atención en demasía. Los libros de autoayuda contienen un código frío que no contempla el cuidado al prójimo, e insisten en el valor de la autosuficiencia, necesidad de una sociedad de solitarios hecha virtud.

La cultura emocional de la felicidad instaura una intolerancia hacia los worriers, los débiles emocionales, los críticos y quejicas, los «negativos». Los seguidores de la «religión de la mentalidad sana» (como los llamaba William James) creen que los pensamientos son fuerzas que atraen pensamientos, gentes y situaciones de pareja índole. Mejor, pues, rodearse de gente positiva que de «tóxicos» que «contagien» sus desdichas. La intolerancia cultural contra el pesimismo (hasta en esta época de crisis se atiza con el positivismo como una suerte de resistencia mágica, sorda a las condiciones sociales) redefine el buen individuo. El yo correcto no es ya un carácter moral que se templa en la adversidad –según el modelo puritano y victoriano– sino un yo puramente psicológico que oculta la cara oscura de la naturaleza humana –la tristeza– y la necesidad –la soledad, la enfermedad y la muerte–.

El pensamiento positivo está amparándose del sentido común contemporáneo porque hace de la elección, el marcador cultural del capitalismo emocional, la clave de las vidas modernas. Elegimos nuestro «estilo de pensar», decidimos ser optimistas; optamos por apartar a quienes demandan demasiada energía con sus quejas. Con esta amalgama de postulados los seguidores de esta ideología de la cultura psicoterapeútica creen que domeñan la incertidumbre, que gobiernan la fatalidad.

Ya no necesitamos el soma de El mundo feliz. Seguir obedientemente las normas culturales es más barato y eficiente que la ingesta de antidepresivos. Si continuamos creyendo en el imperativo de ser felices, en la obligación de ser positivos (aceptando creencias mágicas como que la positividad nos defiende de enfermedades), daremos un paso más en el avance del autocontrol interior y de la intolerancia social. La cultura emocional que condena la duda, la preocupación, el dolor, el desgarro, la debilidad, arrasa con las complejidades de la condición humana. Y contribuye a crear una sociedad psicologista y conformista: sea usted positivo, no critique, no se queje, no sufra, aguante solo su suerte. La positividad es una nueva cara de la coacción. Ya lo sabía Aldous Huxley.

Helena Béjar, profesora de Sociología y autora de «Identidades inciertas»

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