Secuelas de una derrota

El apabullante triunfo de la oposición venezolana en las elecciones parlamentarias del llamado 6-D esconde varias sublecturas que vale la pena poner de relieve. Una es la de la firme respuesta ciudadana, que se opone al uso clientelar del concepto pueblo; otra es la recuperación de la voluntad republicana, que se diferencia de la noción desvencijada de patria; otra es la clara voluntad de cambio, que no se concibe por fuera de medios pacíficos y reglas jurídicas. Ha hablado la sociedad venezolana en su conjunto —y no el Gobierno, que siempre se apresura a interpretarla—, y lo ha hecho en voz alta, dándole además a la nueva Asamblea un mandato claro, el de las dos terceras partes del hemiciclo, que la habilita tanto para convocar asambleas constituyentes y referendos revocatorios como para destituir o nombrar magistrados del Tribunal Supremo o rectores del Consejo Electoral. Insisto en el imperio de la sociedad sobre los desmanes del Gobierno, porque con su voto masivo esta sociedad también está diciendo: yo me quiero diferenciar claramente del engaño, del insulto, del lenguaje procaz y de la violencia. Ciertamente quiero un cambio, y lo quiero ya, pero en paz y por medios específicamente constitucionales.

Hasta ahora, y por extensión del Gobierno, la opinión pública internacional ha visto al venezolano común como un ser anodino, débil, inculto, en parte reflejo de este régimen por haberlo sustentado y reelegido. Hay quien sostiene que el país tiene lo que se merece, y que su desgracia ha sido inducida por la propia población. Pero incluso admitiendo que este equívoco fuese verdad, la realidad de ahora es otra: habla de una población madura, que no ha olvidado sus fueros democráticos, y que exige un cambio radical en la conducción gubernamental. Esta mutación, por supuesto, no fue de un día para otro; habla más bien de añejamiento, de una tenacidad, de un aprendizaje sobre los errores cometidos, de mucho sacrificio, de cárcel y muertes. Lo que algunos dirigentes tildaron de “senda democrática” se ha recorrido como un viacrucis hasta llegar al 6-D, fecha en la que después de 17 años se obtiene un triunfo rotundo, y en gran medida gracias a una estrategia que, al postularse como democrática, prefirió padecer los ataques, los insultos o las amenazas del Gobierno antes que caer en provocaciones.

Frente a esta mutación social, el Gobierno no sabe cómo responder. Trata de apelar al “pueblo”, entendiendo por ello más bien un vasallaje, sin pensar que es ahora una ciudadanía la que le habla y le exige. Esa noción que en algún momento pudo tener contenido, hoy en día es un concepto hueco. Las voces de la derrota lo llaman a gritos sin sospechar que alborotan a fantasmas: el pueblo que añoran sólo está en sus mentes. En elecciones democráticas, hay perdedores y ganadores, pero los jerarcas de Venezuela creen que el pueblo ha sido engañado, martirizado por la “guerra económica”, sometido a los designios del imperio. No hay un mínimo ápice de examen de conciencia, una sospecha de que se gobierna mal, un indicio de que el rechazo social es amplio. El obstáculo para entender los nuevos tiempos quizás radique en que la “Revolución” no admite derrotas, es un designio eterno, y por lo tanto no cabe en el campo de la vida democrática, que es sinónimo de diversidad, variedad y cambio. Los conceptos absolutos resbalan en el espejo cambiante que es toda experiencia democrática.

Cabe esperar un tiempo más para que la razón democrática termine de cubrir todo el territorio de Venezuela. El avance que ha permitido la conquista de la Asamblea ya es muy significativo, pero todo indica que la estrategia política que ha llevado a la oposición a ser primera mayoría nacional debería mantenerse: firmeza, perseverancia y objetivos claros, pero también paciencia, diálogo y manos extendidas a los derrotados, que son tan venezolanos como cualquiera. Hay que llevar la flexibilidad a los inflexibles, hay que hacer entender que el pensamiento único es contrario a la democracia, hay que hacer ver que la unidad nacional siempre es superior a las partes y a los intereses particulares. El destino de la nación está en juego y quien primeramente debería entenderlo así son las autoridades. La sociedad venezolana ha hablado claramente y sólo bastaría escucharla para entender que la senda democrática pasa por la Constitución y las leyes.

Antonio López Ortega es escritor y editor venezolano.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *