¡Sed felices!

En estas fiestas pasadas es muy frecuente el envío de mensajes en los que se desea felicidad. Por cierto, en estas fiestas hemos celebrado el nacimiento de Jesús de Nazaret, el Cristo, el Hijo de Dios. Su mensaje es, sin duda, sublime, pero, si no resucitó, fue un farsante. Esa es la alternativa: O Dios o farsante. Pero no es posible un Cristo laico que sólo predica una moral mundana.

El locutor de un programa de radio se despedía hace unos días de sus oyentes con un «¡sed felices!». Y no es un caso único. Quizá se emplee con frecuencia esta fórmula con intención ingeniosa, irónica o paradójica. Claro; la felicidad no puede ser mandada bajo la forma de un imperativo, sino solo deseada. ¿Cómo habría de sernos mandada la felicidad o siquiera propuesta como un objetivo posible? Ojalá lograrla dependiera de nuestra voluntad. La felicidad, parece, no depende de la voluntad humana. ¿O tal vez sí? Acaso la fórmula citada encierre una profunda e ignorada verdad.

Todos los hombres desean ser felices. Así lo afirma, por ejemplo, san Agustín, en La Ciudad de Dios, X, 1. Sócrates anduvo ocupado con el problema de la felicidad, y la identificó con la sabiduría y la bondad. Solo el sabio es bueno, y solo el bueno es feliz. La felicidad, como la sabiduría, reside en la bondad. Sabiduría, bondad y felicidad viajan siempre juntas. Entonces, si esto es así, la búsqueda de la felicidad no es otra cosa que la búsqueda de la sabiduría, es decir, de la bondad. La felicidad reside en la búsqueda de la verdad. Así, la felicidad puede ser obtenida por uno mismo y, por lo tanto, mandada bajo la forma de un imperativo. Decir «sed felices» sería lo mismo que decir «sed sabios, esto es, buenos». Y la meta está al alcance, aunque no sea fácil, de todos.

También en el budismo, por poner otro ejemplo, la felicidad está al alcance de la voluntad, más bien de la renuncia a la propia voluntad. Puede ser también, por lo tanto, recomendada mediante un imperativo, o, al menos, un consejo.

Kant decía que ni en el mundo ni fuera de él puede decirse de algo que sea bueno sin restricciones, salvo de la voluntad. Pero si la voluntad puede ser errónea, estar equivocada, entonces la felicidad no puede consistir en obtener lo que se desea, sino en desear lo que se debe desear. Pero eso depende solo de la propia voluntad. Es más, buscar solo la propia felicidad es un medio bastante seguro para no obtenerla. John Stuart Mill afirmó en su «Autobiografía» que solo alcanzan la felicidad quienes no la buscan directamente, sino que ponen sus vidas al servicio de otros fines distintos del logro de la propia felicidad.

En la entrada de su «Diario filosófico», de 8 de julio de 1916, escribe Wittgenstein: «Quien es feliz no debe sentir temor. Ni siquiera ante la muerte. Solo quien no vive en el tiempo, haciéndolo en el presente, es feliz… Para vivir feliz tengo que estar en concordancia con el mundo. Y a esto se llama “ser feliz”. Estoy, entonces, por así decirlo, en concordancia con aquella voluntad ajena de la que parezco dependiente. Esto es: “cumplo la voluntad de Dios”. El temor a la muerte es el mejor signo de una vida falsa, esto es, mala». Y concluye la entrada de esa fecha: «¡Vive feliz!».

La vida feliz es la vida en el presente, es decir, la vida eterna. Para la vida en el presente no hay muerte. «La muerte no es un acontecimiento de la vida». Para vivir feliz hay que vivir en concordancia con el mundo, es decir, cumplir la voluntad de Dios.

Escribe Wittgenstein en el «Tractatus»: «El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices» (proposición 6.43). La vida feliz es buena, y la infeliz, mala. Luego la felicidad consiste en la bondad. Y en la entrada de fecha 13 de agosto de 1916, la cosa se aclara aún más: «Suponiendo que el ser humano no pudiera ejercer su voluntad, pero se viera obligado a sufrir la entera miseria de este mundo, ¿qué podría hacerle entonces feliz? ¿Cómo puede el ser humano aspirar a ser feliz si no puede resguardarse de la miseria de este mundo? Por la vida del conocimiento, precisamente. La buena conciencia es la felicidad que procura la vida del conocimiento. La vida del conocimiento es la vida que es feliz, a pesar de la miseria del mundo. Solo es feliz la vida que puede renunciar a las amenidades de este mundo. Una vida para la que esas amenidades no son sino otros tantos regalos del destino». Una vez más, la vieja enseñanza socrática: el bueno es feliz. Si la felicidad residiera en el placer, el imperativo «sé feliz» sería irónico o paradójico. La felicidad es la compañera inseparable de la bondad. Por eso nos parece que, por ejemplo, Teresa de Calcuta era feliz. Sin duda, lo era. Lo es.

El hombre feliz dice sí, a pesar de todo, al mundo y a la vida. Porque la felicidad no depende de ningún acontecimiento del mundo exterior, sino de la pura (buena) voluntad. La felicidad es la prueba de la vida buena. Naturalmente, eso significa que la felicidad no reside en los éxitos de la vida mundana. Ni, por supuesto, en el placer, la riqueza, el poder o la fama. Quien es feliz lo sabe. Por eso, quizá no constituya una buena interpretación del cristianismo la tesis de que hay que ser desgraciado en esta vida para ser feliz en la otra. Quien cumple la voluntad de Dios ya es feliz en este mundo. No solo espera ser feliz. El bueno es feliz en esta vida (lo que no quiere decir, ciertamente, que no sufra). La felicidad ultraterrena es solo una gracia eterna sobrevenida, no una compensación justiciera. Y el budismo encierra una verdad, pero limitada (y, en ese sentido, falsa), y superada por el cristianismo. Pues la felicidad no reside en la pura renuncia, sino en la acomodación de la propia voluntad a la de Dios. Decir «¡hágase tu voluntad!» es hacer un acto de voluntad. No hay renuncia, sino asunción como propia de una voluntad infinita, eterna y perfecta. Por esto mismo, no es posible sostener cristianamente que el mundo esté mal hecho, a pesar de sus miserias. ¿Cómo habría de estar mal hecho si ha sido creado por la infinita bondad de Dios? El problema de la teodicea solo es insoluble para una extraviada mirada mundana.

Al cabo de este metafísico rodeo, podemos concluir. Sí; la felicidad puede ser propuesta como un objetivo para la voluntad. La verdad nos hace libres, y la bondad nos hace felices. Así, la invitación ¡sed felices! tiene pleno sentido y dista de ser una sutil paradoja o una extravagancia ingeniosa. El locutor, lo supiera o no, estaba en lo cierto. Sí. De ti depende. ¡Vive feliz!

Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho.

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