Ségolène Royal, la política de la vida

Por Gerard Grunberg y Zaki Laïdi, especialistas en Ciencias Políticas y su último trabajo, titulado Sobre el pesimismo social. Ensayo sobre la identidad de la izquierda, verá la luz en los próximos días (EL MUNDO, 23/11/06):

Acontecimiento histórico en la vida política de la V República de Francia: una mujer, moderadamente implicada en la vida partidista y no programada para la magistratura suprema, es designada por su partido, cuando nadie se lo esperaba, como candidata a las elecciones presidenciales.

Por mucho que se quiera explicar el éxito de Ségolène Royal por la influencia de los medios de comunicación y por la victoria de la democracia de la opinión pública sobre la democracia de los partidos, las cosas no son tan sencillas. Si bien la democracia de la opinión pública influyó en la decisión de los militantes, también reforzó al Partido Socialista francés, gracias a la aportación de nuevos simpatizantes. De hecho, el voto por Royal integra dos tipos de apoyos: el de los nuevos militantes ávidos de renovación y el del aparato del partido, preocupado por la eventualidad de una nueva derrota.

Ségolène Royal entendió a la perfección que, para representar a los franceses, ante todo tenía que identificarse con ellos, aportarles la prueba de que podía encarnarlos más allá de las divisiones partidistas. Pero lo hace de una forma nueva. En efecto, asienta sutilmente su autoridad, no tanto de una forma impositiva («Síganme, porque soy la mejor») sino de una forma intersubjetiva («Síganme, porque me reconozco en ustedes»).

No se trata ya del poder conquistado por un principio de autoridad, sino por el de la interactividad. Esta capacidad de encarnar a la gente reenvía más a una simbología que a una realidad tangible, la simbología del enraizamiento y de la autoridad.

Defendiendo las regiones, Ségolène Royal, como antes François Mitterrand, intenta identificarse con una Francia rural, en la que no es necesario encerrarse, pero a la que hay que conquistar para poder ganar las presidenciales. La defensa del mundo rural, a finales de los años 80, parecía algo incoherente, sobre todo realizada por una diputada de izquierdas «joven y moderna». Pero quizás Ségolène Royal estaba poniendo entonces, sin saberlo, los cimientos de su campaña.

Sobre este terruño simbólico, Ségolène Royal enraizó el árbol de su autoridad. Pero, en vez de declinarla de una forma abstracta («el respeto hacia la República»), lo hizo de una forma concreta, partiendo de la autoridad de los padres. Puede que se encuentre en este llamamiento a los valores «de la tierra y de la autoridad» un relente conservador muy alejado de los ideales de la izquierda. Pero es algo que parece conectar perfectamente con los franceses.

Desde el año 2002, el PS dudaba entre tres caminos: la ambigüedad magistralmente representada por François Hollande; la modernización socialdemócrata defendida con retraso por Dominique Strauss-Kahn, y el retorno, también tardío, al programa común de 1972, preconizado por Laurent Fabius.

La originalidad de Royal consiste en haber evitado estos arrecifes, desplazando los objetivos. Ya no se trata de elegir entre dos o tres doctrinas, sino de construir una nueva relación con la política, que reenvía más a las experiencias de los individuos que a concepciones ideológicas.

Si Ségolène Royal tiene un lado blairista es precisamente por su capacidad de entender que la política ya sólo puede pensarse en referencia a las experiencias múltiples de las personas, en referencia a lo que los ingleses llaman life politics. La política no se limita a hablar sencillamente de los problemas de la vida cotidiana. Muchos políticos lo hicieron antes de Royal. Se trata de integrarla en la cadena continua de los problemas de la vida, tomados en su dimensión concreta, pero también ética, identitaria y simbólica.

Por ejemplo, la relación con la autoridad reenvía tanto a cuestiones muy concretas («tener» hijos) como a interrogantes éticos (las responsabilidades que asumen los padres en una sociedad más tolerante, pero también menos cohesionada y más violenta). Todo ello nos conduce a otra característica de Ségolène Royal: su capacidad para triangular los temas y asumir los problemas clásicamente planteados por la derecha con un modelo casi exclusivo («la seguridad somos nosotros»), para apropiárselos en una perspectiva «de izquierdas».

A partir de ahora, Ségolène Royal tendrá que conciliar dos objetivos: aglutinar a la izquierda del país sin dejar de hablarle al conjunto de los franceses. Respecto del primer punto, la tarea parece factible. El traumatismo del 21 de abril del 2002 milita a favor de esa integración, al igual que su éxito entre los militantes del PS.

Por otra parte, el discurso de Ségolène Royal desarrolla registros, sobre la movilización ciudadana o sobre el control participativo de los diputados, que le pueden hacer ganar los votos de los libertarios, de los ecologistas y de buena parte de los electores de la extrema izquierda. Haciendo, pues, una política de proximidad temática, Ségolène Royal puede seguir jugando en estos dos registros.

El único ámbito en el que tendrá que decantarse de una forma más clara es el de lo social y laboral. En este ámbito, la referencia sólo al programa socialista puede que le sea insuficiente y, en el peor de los casos, contraproducente. Pero, si en esta materia, su margen de maniobra es estrecho, no por eso deja de ser significativo.

Jugando en los registros de la autonomía, de la descentralización y de la participación, Ségolène Royal coloca a los actores sociales ante sus responsabilidades en materia de empleo, siempre que, en caso de no lograr acuerdos, avance propuestas gubernamentales que puedan ser ratificadas en referéndum.

Pisando a fondo el discurso sobre la autonomía de los actores sociales, también puede salir de las contradicciones estériles entre el más Estado y el menos Estado. Porque, ¿cómo hablar de autonomía de las regiones sin hablar de autonomía de los actores sociales o de las universidades? Un discurso edificado sobre la autonomía y la responsabilidad puede unir innovando. Todo está abierto, tanto en un sentido como en el otro. La dinámica está en marcha. Sólo queda subir la montaña...