¿Segunda transición? No, segundo consenso

Cuando parecía que, por fin, España había entrado en la vía de la normalización democrática y social, asentada en una Constitución con amplísima legitimidad, una economía dinámica y una sociedad culta, regresan viejos fantasmas. Pues sería ciego minusvalorar la crisis en que estamos sumidos, que tiene al menos dos dimensiones, una política y otra económica. Me centraré en la primera, menos comentada estos días pero, en buena medida, causa de la segunda. Pero analicemos los poderes del Estado para justificar esta afirmación.

Y para comenzar con el legislativo, sin duda el núcleo de cualquier democracia, es evidente que hoy tenemos un parlamento de baja calidad, con un Congreso esclerotizado y cuyo reglamento exige una reforma hace tiempo, y un Senado necesitado también de una profunda reforma constitucional que nadie es capaz de sacar adelante. La calidad del poder judicial no necesita comentario pues está en sus más horas bajas, ya hablemos del Tribunal Constitucional, del Consejo del Poder Judicial o de la justicia ordinaria, lenta y torpe, cuya muy negativa valoración contrasta con la de otros servicios públicos. Si pasamos al tercer poder, el ejecutivo, basta comparar la preparación y competencia de los altos cargos de los primeros gobiernos de la democracia con los actuales, y el resultado es sonrojante. Y sobre este bosquejo, preocupante pero desgraciadamente nada exagerado, debemos añadir el profundo deterioro del cuarto poder, el de los medios de comunicación, cada vez más alejados de su papel moderador y volcados en la militancia, en darnos opiniones gruesas sobre todo, y doblemente fagocitados (con escasas excepciones), bien por su alineamiento político, cada día más sectario, bien por su incorporación a la estrategias (y, recientemente, agobios) económicos de sus empresas. Y no he mencionado todavía los gobiernos autonómicos, fuentes de despilfarro y clientelismo bordeando la corrupción.

Si hubiera que buscar un solo culpable de ese deterioro general (aunque hay más), sin duda el principal es el peso agobiante de los partidos políticos, sujetos ya monopolísticos, no del poder, sino de toda la vida pública e incluso cívica (hasta el arte se ve afectado), que han anulado la vitalidad del parlamento con sus listas cerradas y bloqueadas, generan ejecutivos sectarios, han fagocitado a la justicia dividiéndola en «progresistas y conservadores», y sobornan a diario los medios de comunicación con los que mantienen una relación típicamente sadomasoquista. El resultado es que la política se pone al servicio de los partidos cuyo único objetivo es ganar elecciones e incluso (lo que ya es chocante), ni siquiera eso, pues les basta con ganar el poder si, perdiendo elecciones, consiguen apoyos parlamentarios suficientes. No es pues de sorprender el alejamiento creciente entre la «clase política» (término desgraciadamente adecuado) y la ciudadanía, aquélla hiperpolitizada, ésta despolitizada, aquélla perpetuamente en la trinchera, ésta desmovilizada.

Sobre esta crisis política e institucional, de indudable relevancia, y que aproxima la democracia española a modelos bien conocidos como el italiano (y a veces incluso al argentino), se cierne hace meses la crisis económica, luego recesión, hoy ya brutal depresión. Pero cuya virulencia le debe mucho a un mal gobierno que ha atendido sólo al corto plazo disfrutando de un modelo que todos sabíamos estaba condenado al fracaso.

Hay algún signo esperanzador, no obstante, y aludo a las recientes elecciones del 1M que, combinadas con la misma crisis, pueden ser, deben ser, un punto de inflexión. Haré sólo tres comentarios al respecto (bueno, tres y medio) antes de concluir.

El primero es que el fin de la hegemonía nacionalista en el País Vasco, que va a permitir airear por vez primera una sociedad clientelizada y moralmente enferma, y que muestra el fracaso de la estrategia social-nacionalista de Zapatero (necesitada de un PP antes demonizado), puede ser el punto de inflexión del fin de ETA. Privada del sustento ideológico de la televisión pública y las ikastolas, privada de sus fuentes públicas de financiación, privada de la condescendencia de la policía vasca, el caldo de cultivo que alimenta el nacionalismo radical debería secarse poco a poco. Una espiral de voz y visibilidad de los constitucionalistas, paralela a una espiral de silencio de los asesinos, sus cómplices y sus «comprendedores», está al alcance del PSOE vasco si no desdeña el apoyo del PP.

El segundo comentario es que, tanto las elecciones vascas como (sobre todo) las gallegas, así como el ya evidente fracaso del tripartito catalán, muestran el cansancio de los electores con gobiernos «de yuxtaposición», que se reparten el poder en cuotas, conduciendo a parálisis del ejecutivo. Los ciudadanos exigen buena administración por encima de ideologías, y la crisis económica refuerza esa demanda. Es, más que posible, probable, que la estrategia socialista de gobernar con minorías nacionalistas aislando al PP haya tocado a su fin, pues la gobernanza del País Vasco y la crisis lo demandan.

El tercer comentario es que la derrota de los nacionalistas en dos de las tres comunidades históricas, sumada a su anterior derrota en Cataluña, permiten sospechar que podríamos encontrarnos ante el punto de inflexión de la «cruzada» victimista nacionalista que, lanzada con moderación en los años 80, devino hegemónica en los 90. Y nada sería más beneficioso para España que los nacionalismos se vieran forzados a reorientar sus objetivos para encontrar el acomodo que todos esperamos en el marco constitucional, con la misma lealtad a España que los ciudadanos manifiestan a diario al expresar su doble identidad: nada impide ser plenamente catalán, vasco o gallego, y español al tiempo (y viceversa, por supuesto).

Y un último medio comentario. La confluencia de una crisis económica brutal que no se gestiona con palabras, con el declive de los nacionalismos, entorpece significativamente la estrategia de Zapatero y le obliga a cambiar el paso. Que las elecciones recientes marquen el punto de inflexión del zapaterismo dependerá mucho de lo que sea capaz de hacer en los tres años que le quedan, que son muchos en política. Pero en todo caso su alternativa es ya sólo una, y con ella concluyo.

Hace años Aznar lanzó el eslogan de una segunda transición. Mala idea, pues de ella se apropió Zapatero para poner en entredicho las raíces políticas de lo que ha sido el periodo más brillante de la historia española. Hoy casi todo aquel programa ha quedado olvidado. Pues lo que necesitamos no es una segunda transición que resuelva los errores de la primera; tal proyecto jamás contará con más legitimidad. Lo que necesitamos es un segundo consenso, un nuevo entendimiento entre los dos únicos partidos responsables del proyecto secular que llamamos «España». Un segundo consenso que tiene ya en el País Vasco un espacio concreto de realización, que debe plasmarse en unos nuevos pactos de la Moncloa para hacer frente a la recesión económica, y que debe visualizarse en un nuevo gobierno abierto a la oposición como el que ha diseñado Obama en Estados Unidos o Sarkozy en Francia. Mientras la política española se deteriora y la economía se desploma, nuestros recursos políticos se desperdician en batallas nimias que sonrojan al observador. Si este no es un momento de verdadera emergencia nacional, si este no es el momento de buscar entendimientos, acuerdos y consensos para un proyecto nacional ¿cuándo lo será?

Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología de la UCM