Seguridad a la europea

«Quien desee la paz, que prepare la guerra», aconsejaba Vegecio en su Compendio de Técnica Militar escrito a finales del siglo IV después de Cristo, en pleno declive del Imperio romano. Durante décadas, la OTAN se ciñó a esa premisa, con resultados nada desdeñables: entre 1945 y 1989, Europa fue el escenario de una confrontación mundial de gigantescas dimensiones y, sin embargo, evitó el azote de la guerra. No es de extrañar que al final de ese periodo los estrategas de la Alianza Atlántica sacasen la conclusión de que la mejor garantía de paz para el futuro sería precisamente mantener el rumbo y ampliarse hacia el Este de Europa.

Los hechos se encargaron bien pronto de desmentirles. Guerras como las de la antigua Yugoslavia, el terrorismo global o los efectos desestabilizadores de la crisis no pueden ser gestionados con la mera planificación militar ni con fuerza disuasoria, ya sea nuclear o convencional. La ampliación de la OTAN, que inicialmente fue un gran paso en la reunificación del continente, a partir de un cierto punto causó tal alarma en Rusia y tensiones tan extremas en Ucrania y Georgia (relacionadas a la vez con la hostilidad rusa) que el proceso pasó a ser visto por algunos socios como desestabilizador.

La cumbre de Lisboa del pasado fin de semana ha certificado un cambio de rumbo: el nuevo concepto estratégico de la OTAN, el acercamiento a Rusia (a la que se ofrece incluso integrarse en el sistema de defensa antimisiles atlántico), el plan para una retirada escalonada de tropas de Afganistán... todo apunta hacia una nueva orientación de la Alianza. Tras Lisboa, su estrategia se parece ahora más al modo en el que los europeos concebimos nuestra contribución a la seguridad global y menos al estilo de los halcones de la era de Bush.

En Lisboa se habló, y mucho, de Afganistán, pero nadie mentó el esqueleto en el armario: Irak. En el 2003, el ataque militar a Irak desató en lugares muy distintos (en las sociedades de los países occidentales participantes; en cancillerías europeas, como Moscú, Ankara, París y Berlín, e internacionales, como Pekín o México; en otros estados árabes y musulmanes, como Siria o Pakistán) preocupación ante la actitud del Gobierno de la hiperpotencia militar, dispuesto a socavar las bases de la arquitectura global de seguridad recurriendo a la fuerza militar sobre la base de un engaño deliberado, al servicio de su agenda ideológica y de intereses privados. La Unión Europea, gracias a los buenos oficios de Javier Solana, aprendió la lección del severo batacazo que supuso su división en dos campos opuestos y adoptó un documento excepcional: la Estrategia Europea de Seguridad. Con ella, la UE se preparó para contribuir a un mundo más seguro y lo hizo señalando cuáles iban a ser las nuevas fuentes de inseguridad, renunciando al viejo esquema de identificar a un enemigo al que enfrentarse y derrotar. La OTAN, en cambio, prefirió mirar hacia otro lado y dejar a Irak fuera de los debates de la Alianza, siguiendo el rumbo marcado tras los ataques del 11-S.

La visibilidad del poder militar norteamericano no debe relegar al olvido las contribuciones de la UE en cuestión de seguridad: las más de 20 misiones civiles y/o militares en los Balcanes, África, Oriente Próximo y Asia; la transformación radical de Europa central y oriental, Turquía incluida; el papel de estabilización que unas buenas políticas de cooperación al desarrollo pueden jugar (campo en el que la UE es líder), la participación en procesos de mediación y negociación, y tantas otras.

La victoria de Barack Obama abrió el camino al cambio en Estados Unidos, y a un reencuentro entre EEUU y la UE. Ambos lados buscan ahora generar confianza, no temor, en el Gobierno de Rusia, y se han hecho conscientes de la necesidad de restaurar la confianza global en sus políticas de seguridad. Pero este reencuentro no llega en un momento fácil. El error garrafal y mortífero que supuso atacar a Irak, sumado a los desmanes en nombre de la lucha contra el terrorismo (como Guantánamo), es ahora la excusa perfecta para quien se quiera oponer a las políticas que quieren contribuir a la democratización y a todo tipo de innovaciones en materia de seguridad: la responsabilidad de proteger, la prevención de conflictos, la intervención humanitaria, la seguridad humana, la justicia universal.

Una alianza del siglo XX con la que las potencias del siglo XIX pretenden afrontar el siglo XXI: así definía a la OTAN un militar indio hace apenas un año. En este mundo donde el Atlántico ya no es el centro y las nuevas potencias, aferradas a las ideas clásicas de soberanía, reclaman su papel en el escenario internacional, ni EEUU ni mucho menos Europa lo van a tener fácil para contribuir a la seguridad propia y global. La tarea que les queda por delante no es sencilla: deberán incorporar a esas potencias del siglo XXI a la construcción de la seguridad global sin que con ello se vuelva a un mundo de geopolítica, potencias enfrentadas, esferas de influencia, soberanía sacrosanta y menosprecio por la vida de las personas como conocimos en los siglos XIX y XX.

Jordi Vaquer, director del CIDOB.