Seguridad e integrismo religioso

Eugenio Trías es filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 21/07/05).

La sociedad de comienzos de este nuevo siglo y milenio puede ser caracterizada por su marco universal, global, en el que resaltan los mecanismos de interacción y hegemonía del modelo socioeconómico capitalista, por fin sin alternativa posible. A esa universalidad global se contraponen formas locales de ubicación en las que esas redes transversales -de información y comunicación- se anudan y se concretan. Puede, pues, hablarse de la dialéctica entre un casino global donde se juega a los dados con expectativas de incremento en el marco del capital universal, mundial, y un santuario local en el que se ubican esos flujos disparados y desatados en territorios particulares de la Aldea Global (con tendencia a suscitar cuestiones relativas a la identidad, en forma étnica, lingüística, religiosa o nacional).

La triplicidad de lo universal, lo particular y lo singular -o las tres modalidades de extensión, inversamente proporcional a la intensidad, de lo que tradicionalmente se entiende por concepto- se muestra en la triple forma del casino global (universal), del santuario local (particular) y del sujeto personal, singular, zarandeado por esas presiones contrapuestas de un abstracto universalismo cosmopolita y de un telúrico nacionalismo o etnicismo localista; o de una sociedad desparramada urbi et orbi, y de una comunidad autoafirmada en su peculiaridad específica.

Esas tensiones también intervienen y actúan en los marcos de pensamiento filosófico, y respecto a los modelos de cultura y de sociedad que puedan proponerse. Frente a un ecumenismo derivado del modelo capitalista y liberal-democrático surge un relativismo multi-cultural en el que se evapora toda referencia a principios y a valores que no pase por el tamiz de la identidad (étnica, religiosa o nacional).

Esas tensiones alcanzan su más extrema y violenta expresión en el «choque de civilizaciones» entre la sociedad que quiere encarnar un modelo con pretensión hegemónica -de universalidad-, capitalista en lo social y liberal-democrático en lo político, y un integrismo religioso, de naturaleza también global, que hace frente a ese modelo. A la postre también en los entresijos de ese modelo que pretende ser universal se descubre una sociedad (la norteamericana) igualmente impregnada de cultura religiosa en la que el integrismo tiene mucha relevancia en ciertas minorías; entendiendo por integrismo religioso la inmediatez entre el objeto de la creencia y ésta, o entre el sujeto que la encarna y el móvil transmundano que la ocasiona: una suerte de retorno al modelo carismático de la religión (sin mediaciones simbólicas de ningún orden).

Fueron muchas las razones por las que en la década de los 90, como tuve ocasión de pronosticar, se incrementó la necesidad de prestar atención al fenómeno religioso, por mucho que el tema generase en ciertas sensibilidades profunda irritación. En nuestro mundo ecuménico y global todos los acontecimientos se hallan siempre interrelacionados. Una vez destruido el paradigma bipolar de la posguerra, o de la Guerra Fría», los conflictos se suelen cruzar con el virulento escenario de la religión. El litigio ideológico ha ido dando paso a un duro contencioso en el que el fantasma de las guerras religiosas siempre suele estar presente.

El auge del integrismo religioso que tiene lugar en muchas comunidades (no sólo en el islam) podía ser una lamentable prueba de ese cambio de escenario. Entiendo por integrismo una interpretación estrictamente literal, jamás alegórica o simbólica, de los principios (textuales, dogmáticos) sobre los que se construye la creencia religiosa.

Hubo una época en que el integrismo tenía su natural expansión en importantes márgenes de la sociedad global, o en extensos territorios laterales, pero que no llegaría a apoderarse del cerebro de lo que poco a poco se iba dibujando como El Gran Imperio.

Hoy quizás, ante el impresionante auge retador de los grandes colosos orientales, esas sumarias ideas sobre El Gran Imperio (a lo Antonio Negri), que la actual Administración norteamericana se creyó a pie juntillas, deben ponerse en cuarentena.

El integrismo, en razón de la propaganda de Arabia Saudí, y la importancia del wahabismo (una orientación literalista del texto coránico), parecía encontrar en los pueblos del islam un importante terreno abonado. Y lo mismo podía decirse de las sectas extremas de orientación sionista que, por lo demás, son siempre decisivas en la agresiva política militarizada del actual Estado de Israel; o también entre extremistas hinduístas que realizan su peculiar y siniestro juego de espejos con su enemigo jurado, el islamismo radicalizado sito en India, pero sobre todo amparado desde el enemigo prioritario de este gran país, Pakistán.

También podían advertirse formas integristas en multitud de fenómenos religiosos diseminados por confesiones y sectas cristianas, católicas y protestantes, especialmente vivas en Norteamérica, sobre todo por el gran impacto de modos populares y populistas de religiosidad apocalíptica propiciadas por telepredicadores, con hondas raíces en la historia de los movimientos religiosos en este país, como notifiqué en un artículo anterior titulado La religión del corazón, y que, desde la más sorprendente ignorancia, quiso ser contestado ¡por un importante representante de la Embajada de EEUU!

Pero el acontecimiento desborda la más fértil de las imaginaciones.Nadie podía suponer en los años 80 que el imperio soviético se iba a derrumbar. Hoy mismo a pocos se les pasa por la cabeza un posible descalabro del gran coloso americano. Tampoco se sospechaba la fragilidad de ese sistema -tan bien pertrechado de servicios de Inteligencia- de manera que sus más emblemáticos símbolos de poder, militar y económico fuesen bombardeados y destrozados el 11 de Septiembre de 2001. Y por supuesto muy pocos podíamos imaginar que ese integrismo tan inquietante, cuyas primeras semillas fructificaron en la política iraní -y luego se diseminaron por toda la faz de la Tierra- se instalaría ni más ni menos en el corazón mismo del imperio.

Digo en el corazón para referirme a esa inteligencia afectiva y pasional que, en cierto modo, se anticipa a la inteligencia instrumental y calculadora. Esta última se guía en las decisiones políticas del Imperio, por una idea tomada en su forma más exclusiva, la idea de seguridad. El «máximo valor» (Nietzsche) que guía y orienta, hoy por hoy, la praxis política imperial es la seguridad.

A ella se consagran, tras aquel 11 de Septiembre, después de la caída de las Torres Gemelas, todos los desvelos políticos.Y esa entronización de un principio que tuvo en el Leviatán de Thomas Hobbes su mejor elaboración y determinación conceptual tiene como corolario y como «daño colateral» la erosión y progresiva ruina de otras ideas regulativas o valores: el valor libertad y los derechos humanos que conlleva; el valor justicia, que se tiende a relegar a último plano; el valor felicidad, o buena vida, que es el que al final más daño y perjuicio sufre en razón de ese exclusivo dominio del valor seguridad.

Cuando la política se guía únicamente por ese paradójico y peligroso valor, todos los demás acaban erosionados, y a la larga aniquilados.El valor seguridad es relevante en intersección armónica y sinfónica con los otros tres que he citado (libertad, justicia, felicidad).Pero si se constituye en máximo valor, entonces acaba siendo una especie de agujero negro que engulle y tritura los demás.El Estado liberal-democrático corre el riesgo de convertirse en un estado policiaco más o menos encubierto.

Y para colmo, lejos de asegurar esa seguridad, o de lograr que la seguridad se halle segura, lo que se consigue, al final, es la mayor de las inseguridades. Queriéndose conceder orden y organización a un Imperio tramado por la primacía de la seguridad, acaba generándose caos y desorden por doquier.

La intervención bélica norteamericana en Irak, uno de los conflictos más nefastos que EEUU haya sido capaz de planear, no hace sino confirmar hasta qué punto el escenario mundial es hoy, a partir de la perpetuación en forma de guerra civil de ese conflicto, muchísimo más inseguro que antes de la invasión.

En lugar de propiciar, sin intervención bélica, la promoción de regímenes moderados en la zona, ha logrado por efecto dominó no deseado un crescendo hacia regímenes radicalizados de extremo conservadurismo, como acaba de suceder en el seno de la teocracia clerical chií iraní tras las últimas elecciones.

Esa orientación objetiva hacia la seguridad como único valor, que explica muchas de las sinrazones y desmanes de la gestión gubernamental del Gran Imperio, y de la obsesión por el sentimiento de Miedo al Otro que desde el evento de las Torres Gemelas se ha apoderado de la gran mayoría que forma la sociedad norteamericana, no basta para explicar el empecinamiento extremo -y terrible- que le ha conducido a decidir la desastrosa (desde todos los puntos de vista) Guerra de Irak.

El miedo a la alteridad, el miedo al hermano, es el que, en riguroso contexto bíblico, conduce a Hobbes, en su obra Leviatán, a describir el estado de naturaleza. El Miedo al Otro, al semejante, que a todos nos iguala, sólo puede ser vencido si enajenamos, en un acto único de nuestro arbitrio y voluntad, nuestra propia libertad, transfiriéndola y depositándola en un Animal Artificial que pone fin al estado de naturaleza, y al que Hobbes llama Leviatán.

Se elige por contrato y pacto (de todos) esa «voluntaria servidumbre» que entroniza como Unico Poder, unilateral, sin control ni poder compensador, al Leviatán. Se acaba así con el estado de naturaleza y con la guerra de todos contra todos, pero a costa de la más gravosa de las servidumbres, y del arbitrio y capricho despótico más flagrante.

Objetivamente, ese razonamiento implantado por Hobbes en la raíz cerebral de la conciencia moderna guía la práctica política imperante en Estados Unidos durante la Administración republicana de estos últimos años. Pero subjetivamente esa orientación se halla reforzada por un importante factor que procede de la inteligencia afectiva y emocional, y que en este caso proviene de las raíces religiosas de quienes rigen hoy por hoy los destinos del Imperio (y de nuestro mundo global). Me refiero al factor religioso.

El Miedo al Otro desencadenado por el 11-S tuvo por funesto efecto que la extrema derecha se apoderase temporalmente del Imperio, entronizando como único valor regulativo la seguridad. O que el temido «complejo militar-industrial», sobre el que avisaba un hombre honesto nada aquejado de izquierdismo, Ike Eisenhower, al fin se hiciese con el poder. Y lo que es más grave y alarmante: que un grupo de integristas de procedencia sectaria fuesen los que rigiesen, durante un tiempo, los destinos de América.

¡Que el terrible suceso que acaba de producirse en Londres no genere, como efecto de rebote, esa funesta consecuencia, y que una suerte de mímesis siniestra al enemigo jurado produzca una copia de sus métodos! No puede en esto seguir la maltrecha Europa los pasos de su aliado trasatlántico.

Al desánimo y decepción que la actitud francesa produce en vistas a la necesaria y deseable Unión Europea se añadiría, entonces, el conjunto trabado de rasgos que perfilan su verdadera identidad política y social, cifrada en un mantenimiento de la convergencia de verdaderas estructuras estatales no vaciadas de contenido por razón de su escasa capacidad de compensar el liberalismo sin trabas en el orden privado económico, como sucede en Estados Unidos.

Aquí, en Europa, los valores que equilibran la seguridad constituyen firmes creencias sin las cuales todo el sentido que puede evocar la palabra Europa se derrumba. En Norteamérica, en cambio, un salvaje liberalismo no termina de compensar el arraigo profundo de los hábitos democráticos, y un individualismo atroz impide concebir en términos de persona la imprescindible afirmación de la singularidad de cada uno.

Sería nefasto que un obsesivo y frenético reflejo especular se lance a la busca y captura de toda persona con aspecto de islámico integrista, avalando los peores delirios de los nuevos racistas, de cariz xenófobo y de tendencia antiislámica, entre los que se cuentan destacados políticos y periodistas en este inquietante comienzo de siglo y de milenio.