En 2011, la región costera de Japón sufrió los efectos devastadores del terremoto y el tsunami que golpearon la región de Tohoku. El año pasado, el huracán Sandy levantó una pared de agua que inundó áreas costeras de baja altura en la Costa Este de los Estados Unidos, particularmente en Nueva York y Nueva Jersey. Eventos catastróficos como estos nos muestran la vulnerabilidad de las regiones costeras de todo el mundo ante fenómenos meteorológicos extremos capaces de producir intensas marejadas ciclónicas (aumentos del nivel del mar en la costa) y olas de gran tamaño y poder.
Si bien el huracán Sandy, en su cúspide, llegó al territorio de Estados Unidos convertido apenas en un ciclón postropical, sus vientos cubrieron un área de 1800 kilómetros (1100 millas) y provocaron una intensa marejada ciclónica y olas que diezmaron la costa de Nueva Jersey, arrasando pueblos y destruyendo los casinos y paseos marítimos de los que depende en gran medida la economía local. En Battery Park (extremo sur de Manhattan), la marejada alcanzó una altura de 4,2 metros, inundó casas y negocios y dejó a millones de personas a oscuras. También fue extrema la altura de las olas: una boya situada cerca de la entrada del puerto de Nueva York llegó a medir una ola con una diferencia de diez metros entre la cresta y el valle.
Siete años antes, el huracán Katrina había golpeado la costa estadounidense del golfo de México convertido en una tormenta de categoría 3. Con una altura de marejada de entre 7 y 10 metros e inundaciones que en algunos lugares llegaron 20 kilómetros tierra adentro, Katrina causó en esa región daños catastróficos que todavía no terminaron de repararse. En 1989, el huracán Hugo se abatió cerca de Charleston (Carolina del Sur) provocando una marejada de casi cuatro metros de altura. Y esta lista no es completa.
Cuando las áreas costeras no estaban densamente habitadas como ahora, estas tormentas (a pesar de su violencia) no causaban daños significativos y duraderos a las economías y los estilos de vida de la gente. Pero ahora que todas las costas del mundo son escenario de numerosas actividades comerciales y recreativas, ya no es posible mantener la actitud pasiva de otros tiempos.
Además, el potencial destructivo de las tormentas extremas ha crecido enormemente, debido al aumento de nivel de los mares que se produce como consecuencia del cambio climático. Aunque esta elevación pueda parecer pequeña en el corto plazo (especialmente en comparación con el incremento inmediato de nivel que causan las grandes tormentas), sus efectos a largo plazo no se pueden ignorar.
Es evidente que la combinación de marejadas ciclónicas y grandes olas expone las áreas costeras a una gran devastación, pero estos problemas no son insuperables. De hecho, desde la ingeniería se han propuesto soluciones para proteger a los residentes ribereños de los efectos de tormentas extremas.
Los intentos que ya se han hecho para mejorar las protecciones costeras pueden servir de inspiración para trazar planes de reconstrucción que eviten daños futuros en áreas vulnerables. Una de las propuestas es dejar deshabitada una extensión intermedia de terreno a lo largo de la costa, hasta cierta distancia tierra adentro. Por ejemplo, tras los tsunamis devastadores que afectaron a la ciudad de Hilo (Hawái) en 1946, 1960 y 1964, las autoridades declararon parque municipal a la zona vulnerable cerca de la ciudad y prohibieron que se construyeran estructuras allí.
En cambio, Japón se confió casi por completo a una larga serie de malecones y rompeolas dispuestos a lo largo de la costa este de la isla de Honshu. Pero en muchos lugares, el tsunami de Tohoku pasó por encima de esas estructuras protectoras e incluso destruyó algunas, entre ellas el malecón de la planta de energía nuclear Fukushima Daiichi al norte de Honshu (como consecuencia, los tres reactores activos de la planta estuvieron cerca de fundirse, lo que condujo a una acumulación de gas hidrógeno, una serie de explosiones e incendios y la fuga de material radioactivo a la atmósfera).
Nadie niega que defensas costeras como las de Japón pueden ayudar a proteger estructuras de vital importancia, pero se las debería combinar con áreas de protección intermedias donde esté prohibido construir casas, escuelas y hospitales.
Construir barreras defensivas no demanda necesariamente una gran inversión; basta disponer una serie de montículos de arena de varios metros de altura a lo largo de la línea de costa, cerca del borde del agua. De hecho, en algunos lugares de Estados Unidos y otros países, la única separación entre los edificios y la línea de costa consiste en amplias extensiones de dunas y zonas de vegetación.
La idea de los montículos es particularmente ventajosa en vista del valor económico de las áreas costeras, ya que ofrecen protección inmediata en la temporada de tormentas, pero se los puede quitar en épocas del año en que es improbable que haya tormentas extremas, cuando lo más importante es el uso recreativo de la playa. Para mejorar la protección de la economía local, después de tormentas grandes se deberían reparar las playas trayendo arena de otros lugares para sustituir la arena perdida (“relleno de playa”).
Pero para áreas urbanas cerca del océano que no tienen playas que las protejan es necesario algún otro método. Una opción es construir malecones o enrocados de defensa (o ambas cosas) con suficiente altura para prevenir inundaciones tierra adentro. Sin embargo, como estas estructuras pueden restar atractivo al área, es posible que los residentes se opongan. Y la experiencia reciente de lo sucedido en Japón demuestra que para lograr protección contra amenazas más serias (como el terremoto de 9 grados de magnitud y el posterior tsunami de tres metros de la región de Tohoku) se necesitarán proyectos de construcción masivos y costosos.
Para un lugar con estas características (la ciudad de Nueva York) hay una propuesta alternativa: construir a lo largo de la entrada al puerto unas enormes barreras contra la marejada que se podrían cerrar al aproximarse una tormenta de gran intensidad. Hay ejemplos de estas estructuras en el río Támesis en Londres; también está en marcha un proyecto para construir una barrera similar en Venecia, Italia. Pero además de demandar una inversión sustancial, esta solución plantea dudas importantes que tienen que ver con los posibles efectos del flujo de los ríos sobre los puertos, las consecuencias ambientales del cierre de una bahía y el impacto sobre el tráfico marítimo.
En cualquier caso, es indispensable que las edificaciones construidas en áreas costeras se rijan por códigos de edificación más estrictos; por ejemplo, exigir que el nivel de calle de los edificios cercanos a la costa esté diseñado para permitir el paso de la marejada ciclónica sin que se inunden los pisos más bajos y así minimizar el daño potencial a oficinas y casas. Además, se puede tomar el ejemplo de Hilo (Hawái) y prohibir la construcción en áreas costeras dañadas por fenómenos extremos.
Las regiones costeras son las más expuestas a muchas clases de fenómenos meteorológicos extremos, pero se pueden tomar medidas para proteger a las comunidades afectadas. Analizando los aspectos de seguridad, económicos y estéticos será posible elaborar la solución más apropiada para cada lugar y así defender a sus ciudadanos, a sus empresas y al medio ambiente.
Fredric Raichlen is Professor Emeritus of Civil Engineering and Mechanical Engineering at the California Institute of Technology, and the author of Waves. Traducción: Esteban Flamini.