Seis personajes en la historia

Los gallegos llevamos en el corazón la mitología e incluso la aplicamos a la política. Dijo Flaubert que «no labra uno su destino, sino que lo aguanta». Galicia es el fogar de Breogán, padre mitológico del pueblo gallego, que no se sabe bien si fue dios o rey. Cuando falleció el padre de Adolfo Suárez, que era gallego, lo llevaron a enterrar a Galicia. Era yo entonces gobernador civil de Zamora y dispuse que las primeras autoridades saliésemos a recibir y despedir el féretro a su paso por la N-VI. Los gallegos llevamos el Más Allá en la piel y presentimos que los dioses nos reciben cuando la palmamos. Para un gallego volver, ya muerto, al lugar donde nació no es un sueño, sino un destino.

Jules B. d’Aurevilly escribió que «los grandes hombres son como las más hermosas flores: crecen a pesar del estiércol que echan sobre ellos los envidiosos y los imbéciles». Hay que reconocer a los gallegos alguna dimensión singular como pueblo y como individuos. En la última década, a seis gallegos principales, de distintas áreas y profesiones, les han escogido los dioses para dejar altas responsabilidades públicas. Son los casos del cardenal Rouco, el expresidente del Gobierno, Rajoy; el presidente del Consejo de Estado, Romay Beccaría; el director de la Real Academia Española, Darío Villanueva; el presidente del BBVA, Francisco González, o el abogado Enrique Santín. O sea, la Iglesia, el Gobierno, la alta Magistratura estatatal, la Lengua, la Banca y el foro. Seis torres de marfil difíciles y complejas ocupadas por gallegos que han pasado al dolce far niente de la jubilación y el descanso. Quedan, claro está, otros más sin citar que, ejerciendo de san-culottes, poseen rango de señoría y excelencia.

Hay quienes usan el ventilador del Estado orweliano vigilando manías y pecados. Quienes desean convertirnos en jueces de instrucción o carceleros deslizándonos por rutas de interés y buenismo. Ahora, en este tiempo de frikis, extravagantes y demagogos, muchos se refugian en las regiones históricas, viajando al pasado, desempolvando viejos pergaminos, creyéndose hijos de los profetas y nietos de los dioses. Pero descuidan construir el futuro, olvidan las formas y renuncian a reconocerse arquitectos del presente. A este grupo de hombres galaicos que ahora se jubilan, o cambian de destino, le correspondió la herencia, dramática y larga, de administrar políticas bipolares en la dictadura y otras urgencias. Pero lo hicieron con grandeza, alta responsabilidad y temple de hombres de Estado. No de partido, ni de camarilla de barrio. Fueron fuerza regeneradora de una generación que quedó herida de una guerra fratricida y cruenta. Ellos fueron guirnalda de rosas frescas llevando en el corazón el ansia de construir un país nuevo, ni silente ni inmóvil como algunos dicen.

Rouco Varela convirtió las sotanas en uniformes democráticos al uso en la Iglesia universal, tarea delicada por la herencia recibida del Estado confesional y autoritario, con un Caudillo, entrando bajo palio en catedrales y templos que, ya muerto, quiso descansar en el Valle de los Caídos. Rouco fue presidente de la Conferencia Episcopal Española entre 1999 y 2005 durante dos mandatos. A la muerte del Papa, fue uno de los cardenales que participaron en el cónclave de 2005, en el que se designó nuevo pontífice a Benedicto XVI. Tenía las claves de la Iglesia y trazó un profundo surco religioso y jurídico, desde sus dedicaciones como jurista, catedrático de Derecho Canónico, y miembro de la Real Academia de Doctores de España. De Vilalba, como Fraga, villa que «face homes e los gasta», Rouco resistió los aullidos de lobos ideológicos y doctrinales, escandalizadas anémonas, que aullaban en la espesura.

Rajoy, templado y sereno, hombre de Estado, dejó huella profunda en la res pública. Estadista fino y sin estridencias, contuvo el socialismo, auxiliado por dos mujeres que fueron su báculo. Ana Pastor, de padre gallego y madre zamorana, un lujo presidiendo las Cortes, y Soraya, abogada del Estado y vicepresidenta del Gobierno, a la que Cospedal quiso silenciar. Rajoy, al final, no pudo imitar a los faraones que sólo mostraban su rostro en las monedas, pero supo adornar el poder huyendo de ser un psicópata político, mezcla de Yago y Macbeth.

Romay Beccaría fue otro lujo para este país. Hombre de galana dedicación pública, es letrado, ya jubilado, del Consejo de Estado, que presidió en dos ocasiones y ministro de Sanidad. Nacido en Betanzos, capital del Antiguo Reino de Galicia, vieja ciudad con encanto, que conserva la huella de las cohortes romanas. Romay, humanista, de fina cultura clásica, fue político de profundidad y silencio, senador al uso romano, que trasmitía serenidad, elevado conocimiento del Derecho y firmeza. Vivió siempre la pasión política desde el balcón de su sólida cultura sin tener la tentación de asaltar el poder sino vocación de prestigiarlo. Un hombre del Renacimiento.

Darío Villanueva, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, ha dado al idioma hispano un brillo cegador e histórico, llevando la lengua por los cinco continentes. Nacido también en Vilalba, como Fraga y Rouco, director de la Real Academia, ofició el milagro de una lengua que no es humana sino parla de Dios.

Anda de salida otro galaico de Chantada que no hace cuentas con los dedos ni se trabuca en las sumas. Comenzó su carrera como programador informático e hizo oposiciones a corredor de Comercio y agente de Bolsa en Madrid. Presidente del BBVA, que él elevó a categorías superiores, pasa ahora por dificultades.

Otro gallego que profesa amistad generosa y elevada categoría humana y social en Madrid es Enrique Santín Díaz. Pasó con eficacia y honor por ministerios y honró de manera extraordinaria la profesión de abogado. Al frente de la Orden de la Vieira, que ahora preside, eleva a máxima altura una asociación que aglutina a los gallegos de Madrid. Conserva una inmensa pasión por la galleguidad y el mundo del Derecho.

Apreciaba Churchill que «la democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás». Estos seis gallegos lo hicieron con honor y gallardía, sin entretener el camino con demagogias ni fruslerías. Fueron rectos y sabios en ámbitos difíciles, con frecuencia inhóspitos, obrando con pasión y diligencia. Sin ellos, el país sería otro. Ya dijo Enrique Tierno Galván que «en política se está en contacto con la mugre y hay que lavarse para no oler mal». Los dioses celtas y, en particular Breogán, saltarían de gozo. Los citados, desde su silla de jubilados, corrigen el decadente orden de los imperios y el esplendor ficticio de la Belle Époque. Estos seis se van, pero se quedan. Madrid, villa y capital fértil en galleguidades, tiene ya otros a la espera.

José Ramón Ónega López es Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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