Seísmo electoral y crisis de régimen

Desde el baño de sangre del 20 de junio, al día siguiente de que el Guía Supremo, el ayatolá Alí Jamenei, respaldara con firmeza la reelección del presidente Mahmud Ahmadineyad, «un juicio divino», y sermoneara a los manifestantes, la marea verde fue perdiendo fuerza ante los mecanismos represivos del régimen, de manera que la revuelta prodemocrática de Teherán entró en su ocaso callejero, aunque sus secuelas se anuncian tan duraderas como imprevisibles. Como en Budapest en 1956 o en Pekín en 1989, los represores e inmovilistas han ganado provisionalmente la partida, pero el combate continúa por otros medios.

El sistema teocrático ha sido sacudido en sus cimientos con más fuerza y vehemencia que otras veces. El principio velayat-e faqih, el gobierno por el teólogo-jurista supremo, el Guía de la Revolución, que consagra la hegemonía del poder religioso sobre el estatal, ha perdido legitimidad porque Jamenei, el árbitro inapelable, tomó partido por una de las facciones en pugna y bendijo lo que parece ser un golpe de Estado de Ahmadineyad y sus secuaces en el camino hacia la tiranía. No se olvide que todos los que concurrían a las urnas formaban parte de la oligarquía religiosa instaurada por Jomeini en 1979 y ninguno cuestionaba los fundamentos del poder.

La República Islámica es la consecuencia de un doble fracaso: de la monarquía autoritaria del sah, aliada de Occidente en la guerra fría, con un programa de despotismo modernizador, pero también del nacionalismo liberal del primer ministro Mosadeq, derribado por un golpe militar instrumentado por la CIA (1953), y de Alí Shari (1935-1977), que se opuso a la dictadura de los clérigos e inspiró un movimiento antiimperialista y de progreso social. Triunfó en 1981 el magisterio clerical predicado por Jomeini, pero la esperanza liberal volvió a ser encarnada por otro clérigo, el presidente Mohamed Jatami, elegido en 1997, que defraudó las expectativas por la oposición feroz de los integristas.

Con la elección de Ahmadineyad en el 2005, la República Islámica quedó sumida en la oscuridad intelectual y la parálisis política. Las divisiones intestinas de la oligarquía y la estructura feudalizante promovida por la clerecía, en contradicción con el poder político que surge de las urnas, alimentan un panorama confuso y dificultan el pronóstico: si persistirá la confrontación o si los principales actores, pertenecientes a la misma casta, alcanzarán un pacto de intereses. Las pretensiones modélicas de la República Islámica han sido pisoteadas por sus milicias, porque el seísmo electoral ahonda la crisis de régimen.

La trágica experiencia suscita algunas reflexiones sobre el triste destino de los moderados en el orbe musulmán, donde las elecciones son trucadas cuando no otorgan el poder a los retrógrados, de modo que acaban prevaleciendo los acérrimos partidarios de la alianza indestructible y la supremacía de la mezquita sobre el poder civil. Los moderados a quienes aludió el presidente Obama en su discurso multicultural de El Cairo se esfuman en el paisaje dictatorial de Egipto, vacilan entre la mezquita y el palacio, como en Bagdad, o están condenados al ostracismo bajo la férula de las más rígidas interpretaciones del islam, como en Arabia Saudí.

Con el Irán petrolero situado en el centro de los nuevos equilibrios globales, la libertad y las reformas en el Oriente Próximo, como la vía menos onerosa de modernización y estabilidad, explican la controversia suscitada en EEUU por la cautelosa reacción del presidente Obama. ¿Cómo ayudar a los que enarbolan la bandera de la libertad sin provocar la furia de los interlocutores dueños del petróleo y en busca de la bomba? «Dejemos Irán a los iranís», preconizan los realistas de ambos partidos. Pero el fondo de idealismo que subsiste en Washington inspiró a los que replican: «El realismo en Irán se llama libertad», persuadidos de que solo el libre examen y la democracia pueden mitigar el fanatismo religioso, el atraso y la volatilidad regional.

Los neoconservadores critican a un Obama dubitativo o débil, que incluso declaró que no veía diferencias esenciales entre Ahmadineyad y Musavi, puesto que ambos defendían las ambiciones nucleares, y recordaron la filípica de Ronald Reagan contra «el imperio del mal» (1982) o la apelación a Gorbachov para que derribara el muro de Berlín (1987). Pero los realistas prefieren rememorar a Bush padre y su precavida actitud mientras se cuarteaba el imperio soviético en 1989. Obama alzó finalmente el tono, para denunciar el puño de hierro de la dictadura iraní, al comprobar cómo su prudencia era manipulada en Teherán, anticipando la desagradable perspectiva de una intransigencia reforzada del verdugo de la revolución verde.

La fragilidad de la revuelta iraní radica en su carácter espontáneo y acéfalo, en la ausencia de un líder capaz de articular una alternativa y galvanizar a las masas, como ocurre en los regímenes políticos que no toleran la menor tibieza en la sumisión dogmática. El PC chino, para hacer olvidar la matanza de Tiananmen, buscó en la prosperidad económica un sustituto de la legitimidad. No parece probable, por el contrario, que el tándem Jamenei-Ahmadineyad sea capaz de modernizar el país y hacer de la renta petrolera una palanca de desarrollo en vez de utilizarla como un instrumento de la caridad y el clientelismo de un sistema resquebrajado.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.