Señales de esperanza en Iraq

Por Edward N. Luttwak, experto del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS), Washington. Traducción: J. M. Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 08/05/06):

Las guerras civiles pueden ser especialmente bárbaras y atroces; los vecinos se matan a quemarropa aunque no por ello los conflictos dejan de tener una finalidad en este mundo: pueden aportar paz duradera sofocando la voluntad de luchar y eliminando los motivos y ocasiones de aún más violencia. La guerra civil inglesa a mediados del siglo XVII dio paso a siglos posteriores de estabilidad política bajo el Parlamento y una monarquía limitada. Pero antes tuvo que librarse una guerra plagada de batallas campales y asesinatos, incluida la decapitación del rey Carlos I, quien había invocado el poder absoluto por derecho divino.

EE. UU. tuvo su propia guerra civil dos siglos después, que generó la norma de que los estados no pueden abandonar la Unión solos o en compañía de otros, en tanto la esclavitud quedaba abolida. Los estragos fueron grandes y numerosos, con un inmenso número de víctimas en comparación con todas las guerras norteamericanas subsiguientes dadas las dimensiones de la población. Pero sin la victoria decisiva de las fuerzas de la Unión, dos repúblicas divididas y pendencieras resistirían aún entre los territorios de Canadá y México, periódicamente en guerra recíproca; incluso, y dado lo contagioso del virus secesionista, tal vez se habrían fragmentado en varias entidades políticas cada una de ellas... sin dejar de guerrear entre sí. La desunión y la guerra en Latinoamérica no son de hecho comparables pues la unidad religiosa bajo el catolicismo ha limitado los daños con algunas excepciones sangrientas como la guerra del Chaco (1928-1933), que causó la muerte de unos tres millones de personas.

Hasta Suiza tuvo su propia guerra civil en 1847, de la que surgió la limitada pero fuerte y sólida unidad de su confederación. La convivencia de geografía y lenguas y siglos de historia común no bastaron para solucionar las diferencias entre los cantones, que se enfrentaron con un balance de 86 víctimas mortales, para alcanzar su posterior relación de equilibrio. Solamente entonces los suizos pudieron vivir una paz duradera.

Y ahora le toca a Iraq. Los kurdos de Iraq nunca se sintieron a gusto bajo mando árabe y al menos algunas tribus ya empezaron a luchar por su independencia hace más de sesenta años. Pero en realidad se unieron para luchar por su autodeterminación cuando llegaron las expropiaciones de tierras, deportaciones y matanzas en tiempos de Saddam Hussein. Ahora sólo queda dilucidar si los kurdos podrán tener su propio Estado en el seno de una amplia y abierta confederación iraquí o bien fuera de ella con completa independencia. Sea como fuere, la dilatada guerra civil entre árabes y kurdos podría terminar definitivamente. Como tanto Turquía como Irán son aún más hostiles a los kurdos, su nuevo Estado probablemente cooperará con los árabes y, desde luego, dependerá de ellos en lo referente al acceso al golfo Pérsico.

La mayoría chií entre los árabes de Iraq se ha visto siempre gobernada por suníes, durante siglos en el imperio otomano y posteriormente bajo el mando de reyes y dictadores árabes suníes. No obstante, las diferencias de sectas y tendencias no revestían siempre similar importancia y de hecho entre los árabes iraquíes más occidentalizados hubo más mezcla y amalgama, de forma que no eran raros los matrimonios entre personas de diversas sectas, tribus y clanes. En el caso de la mayoría no occidentalizada ni formada, la pertenencia a la secta y la tribu ha determinado la identidad fundamental, si bien no había provocado los acontecimientos de la época más reciente.

El intento de Saddam Hussein de modernizar Iraq en una senda laica enfureció al clero chií, que protestó por la existencia de centros sanitarios rurales dirigidos por doctoras y otras situaciones execrables, desencadenando a su vez una brutal represión del régimen, que los chiíes inevitablemente entendieron como represión suní. En cualquier caso, la propagación del fundamentalismo salafí entre los suníes implica violencia contra los chiíes, herejes merecedores de la pena capital según los wahabíes y otros salafíes. Por último, y aunque los chiíes de Iraq no consideren necesariamente modélico al actual Irán teocrático, la situación demuestra que los chiíes no han de verse siempre gobernados por suníes y pueden perfectamente gobernarse a sí mismos. Factor que a su vez provoca la ira de numerosos suníes que creen que Iraq les pertenece prescindiendo de su proporción en la población total del país. El odio sectario resultante acarrea actualmente un gran número de víctimas en tiroteos, atentados y ejecuciones de personas detenidas o secuestradas.

Los principales factores desencadenantes de violencia no pueden suprimirse de un plumazo. En este sentido, la separación física es en ocasiones la única forma de reducir las matanzas y así está intentando aplicarse, con dolorosas consecuencias para quienes aún no se ven animados ni poseídos de hostilidad y animadversión sectarias; tal vez se trate de otra forma mediante la cual la guerra civil logra su finalidad de revertir en la paz.

Si los monarcas de la Europa continental, los primos reales de Carlos I, hubieran unido sus fuerzas para salvarle la vida, el principio de la monarquía absoluta y la paz en Gran Bretaña, habrían evitado tal vez las víctimas de la guerra civil, pero únicamente al precio de perpetuar las riñas y querellas bloqueando el proceso hacia un sistema político estable. De modo similar, los británicos y otras grandes potencias europeas podrían haber enviado fuerzas expedicionarias a fin de detener la carnicería de la guerra civil americana, pero al hacerlo habrían impedido la posible aparición de una república unida pacíficamente.

La guerra civil de Iraq no es diferente. Como otras, debería permitir dar paso a la paz.