Señor y señora Depp

Algunas reacciones al resultado del juicio de Johnny Depp y Amber Heard dan la clave de la radicalización en algunos sectores del feminismo. Al saberse que el veredicto favoreció a Depp, y que el jurado consideró que Heard mintió sobre los abusos que había denunciado en un artículo en el Washington Post, se ha activado un mecanismo de solidaridad automática que busca minimizar los daños.

Estas actitudes militantes se resumen en dos posturas, según he podido apreciar en artículos y opiniones en redes sociales: seguir creyendo en la versión de Amber Heard a pesar de que no hay evidencias, o desestimar la importancia del juicio queriendo reducirlo a las peleas domésticas de dos millonarios de Hollywood. Una especie de Guerra de los Rose o de Señor y señora Smith que no vale la pena tomarse en serio.

Esta actitud sorprende, pues el propio movimiento MeToo nació como consecuencia de las denuncias sobre los abusos cometidos por el productor Harvey Weinstein a muchas mujeres en la industria del cine. ¿Por qué esas denuncias, que demostraron ser ciertas, sí pudieron ser utilizadas como energía movilizadora para el feminismo global, mientras que lo sucedido entre Amber Heard y Johnny Depp sería apenas un episodio insustancial de "la vida de los ricos y famosos"?

Uno podría preguntarse, en todo caso, por qué los abusos sexuales, que suelen darse en los espacios de la intimidad y recorren la historia de nuestras sociedades como una sombra constante en cada hogar, desde el más humilde al más suntuoso, sólo parecen sacudir las conciencias o simplemente llamar la atención cuando les ocurren a personas famosas.

En otras palabras, ¿por qué necesitamos que el mal se cebe en individuos que, por una razón u otra, se han destacado en su comunidad para reflexionar sobre ello? Me refiero tanto a los males que tienen una connotación colectiva como a aquellos que nos interpelan de la manera más personal hasta el punto de robarnos el sueño alguna noche. ¿Por qué? La respuesta es muy sencilla. Nos la dijo Aristóteles hace unos dos mil cuatrocientos años:

–Es la tragedia, estúpidos.

En efecto, en su Poética, Aristóteles explica que las mejores tragedias representaban las desgracias de ciertas "casas ilustres" de la sociedad ateniense pues, por razón de su fama, el público podía apreciar mejor el sentido y las dimensiones de su caída. Lo cual reforzaba el cumplimiento del objetivo principal de la tragedia: que los espectadores experimentaran de forma vicaria el miedo y la compasión. Que hicieran, pues, catarsis.

El problema de vivir en una sociedad del espectáculo es que, ahora, los individuos destacados suelen ser los actores. Las desgracias que viven y los horrores que cometen las superestrellas de Hollywood se tiñen de la irrealidad de las historias y los personajes que encarnan en las pantallas.

Lo sucedido con Will Smith en la última entrega de los premios Oscar lo refleja muy bien. Nadie en los primeros segundos, excepto Chris Rock y el propio Will Smith, sabía si la bofetada había sido real o no. Luego, cuando Smith le grita a Rock que no hable de su mujer, entendemos que la bofetada había sido verdadera pero de pacotilla.

Este es, sin embargo, un ejemplo banal. Uno terrible fue lo denunciado por la actriz Maria Schneider sobre lo sucedido durante la filmación de la "escena de la mantequilla" de la película El último tango en París de Bernardo Bertolucci.

Se trata de una escena en la que el personaje de Marlon Brando viola al personaje de Schneider usando como lubricante un poco de mantequilla. Según declaró Schneider mucho después, la escena no estaba en el guion. Fue un invento de Bertolucci y Brando del cual ella, para entonces de 19 años, no supo nada hasta el instante de la grabación. Al recordar el episodio, afirmó haberse sentido "un poco violada".

En una entrevista televisiva de 2013, Bertolucci contó que el guion contemplaba que el personaje de Brando tenía que "violar de alguna manera" al de Schneider y confesó que lo que a ella le ocultaron fue el detalle de la mantequilla, pues como director no buscaba que reaccionara como una actriz sino como la muchacha que era. Quería que la humillación fuera real.

Las lágrimas que vertió Schneider en esa toma única fueron reales. Así como las muchas que derramó a lo largo de una corta vida marcada por depresiones e intentos de suicidio. Murió de cáncer en 2011.

El movimiento MeToo parecía haber derribado la cuarta pared que durante tanto tiempo ocultó tantos abusos, entre ellos el sufrido por Maria Schneider (hoy día persiste la polémica sobre si la escena estaba o no en el guion; de lo que no hay duda, es de la vejación sufrida por la actriz).

¿Por qué ahora cuesta asimilar lo sucedido en el juicio de Depp contra Heard? ¿Por qué el feminismo no ve allí una posibilidad valiosa para la autocrítica? ¿Por qué no hacer catarsis y evitar en adelante los excesos que terminan por mancillar las conquistas y reivindicaciones que sí son justas, así como las denuncias formales que demuestran ser ciertas y que además son la mayoría?

Porque eso, me parece, equivaldría a someter a revisión y finalmente descartar uno de los lemas más populares y más problemáticos del movimiento feminista de la cuarta ola: el tristemente célebre yo sí te creo, hermana.

Pocas frases en apariencia tan simples, tan solidarias, han hecho tanto daño. Atacando de raíz una de las bases fundamentales del derecho, la presunción de inocencia, el eslogan ha contribuido a deshacer el tejido social instalando un clima de desconfianza, paranoia, difamación y persecución en la conversación pública y privada, en las relaciones entre mujeres y hombres.

¿Vale más un eslogan demagógico que un movimiento de alcance global tan importante como lo es el feminismo hoy? ¿Es tan débil el feminismo que no puede renunciar a un lema irracional que se ha convertido en herramienta de difamaciones y hostigamientos?

Honestamente, yo no lo creo.

Rodrigo Blanco Calderón es escritor. Su última novela es Simpatía.

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