Sentir vergüenza de tu país es horrible

Toda mi vida he sido simpatizante del Partido Laborista, pero incluso cuando escribía sobre Margaret Thatcher como periodista, aunque no estuviese de acuerdo con gran parte de lo que ella hacía, no me avergonzaba cuando oía que se referían a ella como primera ministra británica.

Hoy en día, a la edad de 63 años, me siento avergonzado y ridículo mientras el mundo contempla la catástrofe nacional en la que Boris Johnson ha convertido la crisis de la covid-19.

Hasta hace poco, me identificaba a mí mismo como británico (por mi pasaporte), escocés (por mi ascendencia y mi corazón), europeo (por mi geopolítica), de Yorkshire (donde nací) y de Londres (la ciudad donde vivo). El Brexit puso a prueba este orden de sentimientos; la covid-19 y su gestión por parte del Gobierno de Johnson lo han destruido. No tengo nada en común con quienes dirigen nuestro país. Son la vergüenza de Gran Bretaña, y me repugnan.

Hace muchos años que conozco a Boris Johnson, desde que los dos trabajábamos como periodistas, él para el Daily Telegraph y la revista Spectator, ambos de derechas, y yo para el izquierdista Daily Mirror. Más tarde, siendo yo portavoz de Toni Blair, Johnson se presentaba en algunas de mis sesiones informativas para resoplar, hacer chistes, no tomar notas nunca y defender historias inventadas por él, como los planes de Bruselas para presionar para que los preservativos fuesen de talla única, o prohibir las patatas fritas con sabores y los plátanos curvos. Johnson alcanzó la fama a base de hacer el ridículo, y ha seguido con el mismo numerito hasta llegar a la cima. Un bufón se ha convertido en el líder del país y está consiguiendo que seamos el hazmerreír del mundo.

La covid ha puesto de manifiesto lo inadecuado que es Johnson para un puesto importante. No se tomó en serio la crisis cuando esta se abatió sobre el mundo; hizo caso omiso de los expertos, presumiendo de que él estrechaba la mano a pacientes infectados; presionó para que continuasen los principales acontecimientos deportivos a pesar de que otros países vecinos habían decretado el confinamiento; no fue capaz de proporcionar equipos de protección a quienes estaban en primera línea; incumplió una promesa tras otra de que se haría la prueba de la enfermedad a todo aquel que la necesitase; pensó, al igual que con el Brexit, que bastaba con unos cuantos eslóganes: aplanemos el sombrero… mandemos el virus a freír espárragos... rematemos el Brexit.

Sus discursos falsamente churchilianos han creado la confusión que pretendían resolver. Entretanto, él ha permanecido escondido, apenas se le vio incluso antes de caer enfermo, y desde entonces solo ha asomado realmente para defender a su asesor Dominic Cummings, que se saltó las reglas de la cuarentena sin recibir más sanción que el menosprecio de los millones de personas que se quedaron en casa dos meses, tal como se les había indicado.

Hace tiempo que sabemos que Johnson es un mentiroso. Lo que la crisis ha puesto de relieve es que también es un incompetente en serie. Ahora estamos en los primeros puestos de la liga de la muerte al lado de Estados Unidos, Rusia y Brasil, y Johnson, Donald Trump, Vladímir Putin y Bolsonaro han sido bautizados por Der Spiegel como "los cuatro líderes del mundo infectado".

Johnson llegó a la cúspide de su partido convenciendo a sus compañeros de que era un ganador capaz de atraer a gente que otros tories serían incapaces de atraer, y efectivamente, ha ganado, y mucho. Llegó a ser alcalde de Londres, una ciudad que había sido laborista de toda la vida; luego ganó el referéndum del Brexit, contra todo pronóstico; se hizo con el liderazgo conservador, consiguiendo incluso el apoyo de diputados que afirmaban que sabían que iba a ser un desastre; y triunfó en las elecciones generales. Sin embargo, las cualidades que lo han llevado hasta ahí ‒un respeto relativo a la verdad, la capacidad de tomarse a broma los escándalos y la habilidad para convertir asuntos complejos en escuetos eslóganes‒ son exactamente lo contrario de lo que se necesita en estos momentos.

Al comienzo de la crisis, cuando intentaba concederle el beneficio de la duda, envié una nota a los ministros y los funcionarios públicos, en principio a petición de estos, y publiqué una versión de la misma en el Evening Standard. En ella exponía la estrategia que debería adoptar el Gobierno, basándome en parte en lo que aprendimos de lo que hicimos bien y lo que hicimos mal durante la crisis de los años de Blair.

1. Diseñar, poner en práctica y explicar una estrategia clara.

2. Dar muestras de un liderazgo fuerte, claro y coherente.

3. Organizar desde el centro del Gobierno.

4. Emplear todos los recursos a disposición.

5. Utilizar bien a los expertos.

6. Desplegar un equipo fuerte.

7. Hacer que los grandes momentos cuenten.

8. Tener a tu lado a la opinión pública.

9. Mostrar empatía verdadera por las personas afectadas por la crisis.

10. Dar esperanza, pero no falsa.

No es una exageración decir que la nota de Johnson es de cero sobre 10. No ha habido, y sigue sin haber, una estrategia clara. Se ha pasado bruscamente de ignorar el problema a la inmunidad de grupo, el confinamiento parcial y, ahora, a la relajación en contra del criterio científico. El confinamiento empezaba a romperse justo cuando Johnson insistía en que por fin podíamos ver a un par de personas que no conviviesen con nosotros siempre que mantuviésemos la distancia física y estuviésemos al aire libre. La mayoría no le escuchaba, dado que las playas y los parques ya estaban abarrotados.

El liderazgo brilló por su ausencia incluso antes de que Johnson cayese enfermo, y desde su vuelta, el primer ministro ha estado más centrado en salvar a Dominic Cummings que en salvar al país de la covid-19. El centro, roto en pedazos por la austeridad y la presencia exclusiva de fieles del Brexit en el Ejecutivo, ha quedado debilitado. El equipo es penosamente endeble. No se acude a los expertos en busca de asesoramiento, sino para que proporcionen una tapadera política. Los grandes momentos han quedado desvirtuados por los mensajes contradictorios. En cuanto a la empatía, los ministros muestran poca preocupación por los muertos y el luto más allá del automático “nuestros pensamientos y nuestras oraciones están con ellos” pronunciado día tras día en las sesiones informativas, que se han convertido en una clase magistral de comunicación nefasta.

Johnson llegó al poder haciéndose pasar por el amigo del pueblo contra una mítica élite, lo cual era un engaño en toda regla, teniendo en cuenta que él procede de Eton y la Universidad de Oxford. El escándalo de Cummings y la confirmación de que esta camarilla se considera gente que hace las reglas para los demás, pero no se siente obligada a respetarlas ella misma, ha dejado definitivamente en evidencia el mito del pueblo contra la élite, y ha destapado a Johnson como lo que algunos siempre hemos sabido que era: un charlatán totalmente impropio para un cargo de alto nivel, y no digamos para el más alto del país.

Cuando se echa un vistazo al mundo, resulta interesante ver cuántos líderes cuya nota se acerca más a 10 que a cero son mujeres: Angela Merkel en Alemania; Tsai-ing Wen en Taiwán; Erna Solberg en Noruega; Mette Frederikson en Dinamarca; y Jacinda Adern en Nueva Zelanda, la cual, en mi opinión, ha tenido la mejor estrategia de comunicación en toda la crisis. Cuando anunció el confinamiento en una fase muy temprana, afirmó: "Nueva Zelanda tiene solo 102 casos, pero Italia tuvo los mismos en algún momento". El país ha vuelto ahora prácticamente a la normalidad, y solo 22 neozelandeses han muerto de covid-19.

Hubo un momento en el que pensamos que España podría ser el país con la tasa de mortalidad más alta de Europa. Noche tras noche veíamos en la pantalla del televisor escenas de familias llorando a sus muertos y médicos sobrecargados de trabajo, y con nuestra arrogancia británica dábamos por hecho que en Gran Bretaña no podía pasar nada tan malo. Pues ha pasado, y peor. Los 27.133 muertos de España equivalen más o menos a la capacidad del estadio de fútbol de Valladolid. Nuestro exceso de muertes ya se eleva a las más de 60.000 personas que caben en el Benito Villamarín de Sevilla, y en Inglaterra, solo Old Trafford, el estado del Manchester United, es lo suficientemente grande para que quepan nuestras víctimas de la covid-19.

Para ver quién lo ha hecho mal, basta mirar los números: Estados Unidos, Reino Unido, Rusia y Brasil. ¿Y qué más tienen en común Johnson, Donald Trump, Vladímir Putin y Jair Bolsonaro, los "cuatro líderes del mundo infectado", como les llamó la revista alemana? Que son nacionalistas, populistas y mentirosos. Rechazan a los verdaderos expertos. Les mueven más sus propios intereses que los intereses de la gente. El virus del populismo nacionalista que todos ellos comparten y difunden es, a su manera, tan peligroso como el virus que ha matado a tantos de sus compatriotas.

Actualmente, Boris Johnson intenta convencer a los maestros, los padres y los niños de que no hay peligro en que los colegios reanuden la actividad. Su principal argumento es que otros países de Europa han demostrado que se puede hacer. La gran diferencia es que esos otros países de Europa han tenido Gobiernos competentes, bien dirigidos, capaces de construir consensos y de explicar las cosas sin mentir o jactarse de lo bien que lo están haciendo.

Y pensar que estos son los mismos que nos han traído el Brexit y que siguen sin tener la menor idea de cómo va a funcionar… La covid-19, sin embargo, ha dado una pista de que es poco probable que vaya bien, sobre todo para el Reino Unido.

Alastair Campbell es escritor y estratega. Fue portavoz y asesor de Tony Blair en materia de estrategia desde 1994 hasta 2003.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *