Septiembre de 2015

Septiembre, en mi ya lejana adolescencia, era el mes de los cateados, de los que habían suspendido alguna asignatura y tenían que repetir examen. España tiene varias pendientes. Cataluña la primera, por razones de cantidad e inmediatez: el día 11 tendrá lugar la Diada, con aire de clarín este año, para la batalla del 27, cuando se celebrarán las elecciones autonómicas, que quieren convertir en hoja de parra de una independencia a proclamar en 18 meses. Todo un tour de force para el catalanismo militante y el resto de los españoles.

Aunque las dos efemérides van concatenadas, son totalmente distintas. La Diada es una manifestación populista, con todo lo que tienen de multitudes, banderas, pancartas y gritos entusiastas, al estilo de las danzas guerreras de los indios antes de entrar en combate para elevar los ánimos y atemorizar al contrario, pero sin valor legal alguno. Lo que se busca es el efecto arrastre, mediático, visual, deslumbrante a ser posible, aunque efímero. Las elecciones del 27-S son otra cosa. Por lo pronto, se les ha dado el carácter de «plebiscitarias», que no son, y provisto de unas consecuencias que no tienen, lo que pone un gran signo de interrogación sobre ellas. Legalmente, nombran un nuevo Parlament, que a su vez elegirá el nuevo gobierno de la Generalitat durante los próximos años, sin afectar para nada su encaje en el Estado español. Cualquier intento de sobrepasar ese marco y esos poderes significaría automáticamente ponerse al margen de la ley. El autoproclamado «derecho a decidir» que reclaman los nacionalistas catalanes no incluye decidir sobre España, directamente afectada por esa secesión. O sea, que si en la Diada se pueden hacer todos los brindis al sol que se quieran, el 28-S habrá que atenerse a las normas establecidas, y el que no se atenga se autodescalifica. Tan simple como esto, que es de primero de Derecho Administrativo. Lo que sigue es de Derecho Político, que como saben –y pido perdón a sus estudiosos–, es mucho más quebradizo. La trampa con que quiere dotarse al Parlament de unos poderes que no tiene se parece al timo de la estampita: dar papel de periódico por billetes, a cambio de un número de la lotería falso. En este caso, confundir la «voluntad parcial» de una comunidad con la «voluntad soberana» de todo un pueblo. De admitirse tal ampliación de poderes, un concejo municipal o una simple asamblea de vecinos podría aprobar separarse del ente nacional, histórico, cultural al que ha venido perteneciendo, con un simple voto. Se daría con ello luz verde a una desintegración en cadena, no ya en España, sino en la propia Cataluña, que es lo contrario que buscan, los independentistas, con el ojo puesto en los «Países Catalanes», aunque no lo reconozcan.

Septiembre de 2015Pero su lógica es tan tortuosa como arriesgada es su línea de acción. En un principio dijeron que bastaría que Junts pel Sí, formado por Convergencia, Esquerra Republicana y la Asamblea Nacional Catalana, obtuviese una mayoría de votos para legitimar la proclamación de independencia. Pero al darse cuenta de que incluso juntos podían no llegar a esa mayoría, han vuelto a hacer trampas, y ahora dicen que les basta con obtener «una mayoría de diputados». Como el sistema electoral español favorece a los principales partidos, puede darse el caso de que Junsts pel Sí alcance la mayoría de escaños sin tener la mayoría de los votos. Con lo que se harían trampas a sí mismos, pues si llaman plebiscitarias a esas elecciones, los plebiscitos se deciden según salga sí o no del recuento de papeletas. En otras palabras: decidirían la independencia de Cataluña sin contar con la mayoría de la población catalana. Pueden imaginar lo que eso significaría cara a la legitimidad y a la posterior convivencia ciudadana.

Pero estamos tratando con hombres y mujeres desesperados, en una furiosa fuga hacia delante, que ya no saben qué hacer para que les salgan las cuentas. Se han mentido a sí mismos –como demostraron los resultados obtenidos en las últimas elecciones– y lo peor es que mintieron también a los catalanes con embustes tan groseros como «España nos roba», «Todos nuestros problemas se resolverán con la independencia» y «No saldremos de Europa», cuando, si se separan de España saldrán automáticamente de Europa, como se le ha escapado sin querer a uno de sus dirigentes; cuando sus problemas no se resolverán, sino aumentarán con la secesión y cuando España no les ha robado, bien al contrario, les ha ofrecido un mercado sumiso, una mano de obra barata y las condiciones para que Cataluña haya podido aventajar al resto de las comunidades españolas. Habiendo sido precisamente la pulsión nacionalista la que les ha llevado a perder esa delantera. Por si el procesamiento de casi todos los miembros de la familia Pujol no bastase, tenemos ahora las comisiones a CDC, buque insignia del catalanismo militante, con terminales en ayuntamientos, fundaciones y empresas allegadas, que en cualquier democracia medianamente operativa descalificaría a un partido, a sus líderes y a su programa. Pero todo es posible hoy en Cataluña. Se comprende el desencanto de los catalanes al ver que ya no son los más europeos, los más ricos, los más cultos, los más admirados del país. Pero si buscan culpables, tienen que buscarlos entre esa élite que les ha engañado, robado y conducido al tremendo dilema en que se encuentran.

Para el Gobierno español, la situación tampoco es fácil. A la Diada hay que tomarla como lo que es: como un brindis al sol o como el último hurra ante lo inevitable, es decir, como gestos multitudinarios sin valor legal. De ahí que gusten tanto a las dictaduras y a los dictadores. El 27-S es algo completamente distinto, por lo que hay que tomarlo con muchísimo más cuidado, al estar en juego cosas importantes. Se trata de unas elecciones autonómicas. Cataluña elige su gobierno en plena libertad, nada menos que eso, pero tampoco nada más que eso. Hay, por tanto, que estar alerta, no nos den gato por liebre. Cuando el 10 de agosto de 1934 el gobierno de la Generalitat proclamó el Estat Català, el gobierno de la República acabó la intentona disponiendo una pieza de artillería en la Plaza de San Jaime. Espero que todos hayamos aprendido desde entonces y no creo que esta vez sean necesarias meditas truculentas. Aunque, en su desesperación, esos líderes pueden buscar el choque frontal, el victimismo al que son tan aficionados, la foto en la prensa internacional. Pero el Gobierno español tampoco puede abdicar de sus deberes, el primero de los cuales es hacer respetar la Constitución y no conceder privilegios. Menos que a nadie, a los corruptos. Cualquier cosa antes que una España con ciudadanos de distintas categorías ni sometida de nuevo a chantaje.

Visto con amplia perspectiva, el único beneficio que puede salir de este lance es que todos nos demos cuenta de que los catalanes tienen tan malos gobernantes como el resto de los españoles. Lo malo es si resulta que los tienen aún peores, por lo que hay que estar preparados para esa triste eventualidad.

José María Carrascal, periodista.

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