Sepulcro difícil de cerrar

Los caminos de mi Cuba nunca van a donde deben. —Carlos Puebla.

En nuestra revolución se encuentran elementos propios de pistoleros y otros que parecen de San Francisco.—Carlos Franqui

De aquí no se han ido los cubanos, se han ido los gallegos. —Un negro del Barrio de Colón.

Pudo con todos. Nadie pudo con él. Adicto al poder, valiente, culto, inteligente y con figura de helénicos contornos, impuso su persona, ahora histórica, en la segunda mitad del siglo XX. Ha muerto en su Cuba martiana dejando un extravagante legado que no será fácil arrinconar. En su infancia en Birán recibió la herencia rencorosa de su padre, Don Ángel, soldado del ejército derrotado por los usamericanos. Fidel no olvidaría las lágrimas que desbordaban sus ojos cuando relataba su singladura en la guerra contra los norteamericanos. ¡Cuba es nuestra y lo volverá a ser! Lo conocí en el edificio Printemps, en el Vedado, donde pasaba unos días con su hijo, Fidel Alejandro, estudiante de Derecho. Gallego recio y trabajador, fundador , como tantos otros coterráneos, de excelentes familias cubanas. No lo agarró “la confronta”, vino a Cuba como voluntario.

Sepulcro difícil de cerrarDesde sus días en la escuela primaria Fidel imponía su liderazgo. Pronto todos se le sometían y el que no lo aceptara tenía que dirimir sus diferencias con los puños. Su hermano Raúl, personalidad de méritos revolucionarios, combatiente formidable y sagaz en los días heroicos de la Sierra Maestra, nos ofrece un testimonio confiable de su hermano: “Tenía éxito en todo. En el deporte y en los estudios. Y cada día se peleaba. Tenía un genio muy explosivo. Desafiaba al más potente y más fuerte. Y si era derrotado, volvía a empezar al día siguiente. Nunca se daba por vencido”.

Raúl ha tenido la mala suerte de ser hermano de Fidel. Posee excepcional densidad revolucionaria, pero, al lado de los gigantes, todos somos pigmeos. Sin complejos y con admiración y respeto por su hermano, lo ha apoyado con inteligencia y lealtad, constituyéndose en pilar del proceso revolucionario. Fidel, en una ocasión, dijo: “si a mí me matan, ahí está Raúl. No por ser mi hermano sino por sus virtudes como revolucionario y patriota”.

Fidel, al triunfar en enero de 1959, desbordó a Cuba y al Caribe. Las Antillas y las costas caribe de Suramérica, Centroamérica, México y Estados Unidos, sintieron un escalofrío y una sorpresa, reviviendo sus sentimientos de frustración y esperanzas. Su palabra fácil y su verbo coloquial llegaron como agua clara a las Antillas hispanohablantes y a negros y mestizos que en sus alianzas de sangre habían llevado la peor parte.

El continente Caribe dirigió sus miradas a La Habana creyendo haber encontrado su guía. El Caribe es un conglomerado humano con más afinidades que diferencias. Cuba, República Dominicana y Puerto Rico son perfectamente iguales y deberían ser una nación. Y también Haití, tierra mágica, que produce hombres de alta calidad cívica . No hay gente mejor en el Caribe que nuestros hermanos haitianos, descendientes de aquellos esclavos que se sacudieron el yugo francés. Charles Lecrec, el cuñado de Napoleón, se impresionó al oir que en los vivacs haitianos se cantaba la Marsellesa, lo que sorprendió y aterrorizó a sus soldados…

La Revolución Cubana, o mejor, la vida desmesurada de Fidel Castro, ha tenido consecuencias de mayor cuantía en Cuba y en Iberoamérica. La Cuba de hoy es un muestrario de fracasos y decepciones. Las ilusiones del primero de enero —¡ya hemos llegado!— se han convertido en triste desilusión, carencias y amarguras. Lo que no ha impedido burdas y hasta pintorescas imitaciones idealizando el desastre como “el mar de la felicidad”. La obsesión que recorre el alma cubana es irse del paìs, no importa a dónde. Salir sorteado en una de las 20.000 visas que rifa el gobierno norteamericano conlleva la mayor felicidad a que puede aspirar un cubano. Es el Gordo de Navidad. Pero como la probabilidad es muy remota, se recurre a la balsa, proyecto entre vecinos, (al que los Comités de Defensa de la Revolución hacen la vista gorda) en el que cada cual aporta sus mañas artesanales o marineras. Algún día se escribirá la historia trágica de los balseros y hasta tal vez merezca un monumento su osada búsqueda de libertad.

Ignacio Ramonet, próspero industrial del socialismo del siglo XXI, nos entrega una biografía a dos voces del Comandante, escrita al calor de 100 horas de diálogo. Se trata, ciertamente, de una autobiografía en la que el gallego Ramonet, hace de pendolista complaciente. Preguntas y respuestas han salido del mismo lugar. Hay que leer, como en todas las autobiografías, con severas precauciones. Los silencios, añadidos y afeites, convierten el texto en terreno minado. Fidel quiere que la historia lo absuelva, viéndose forzado a retorcer la verdad. Si sabemos quitar a esta obra las hojas de parra, parches y tapaojos, nos acercaremos al Fidel real. Por ejemplo, haciendo foco en el caso Arnaldo Ochoa en el que es fácil descubrir la grosera falsificación de los hechos. Siempre, en las versiones de los episodios de su vida, Fidel emerge tan puro e ileso como el Ave María. Los malos son los otros. Hasta en su participación en las pandillas de tiratiros alegres, de los años cincuenta, nos ofrece un ingenioso relato en el que su figura sale limpia de plomo y pólvora.

¿Podrá Cuba remontar la sima de extremismo y mediocridad a que Fidel la ha sometido? No es tarea sencilla. La alucinante intención de crear un hombre nuevo sin vicios ni egoismos ha terminado en un Frankestein que habrá que someter a electroshock y cirugía. El cubano de hoy está muy por debajo del cubano de ayer. Su dedicación a sobrevivir ocupa su día a día convirtiéndolo en un subciudadano que ingenia trampas y vivezas cual buscón de nuevo cuño.

Ya Fidel descansa en paz. Su vida ha sido una tormenta sin pausas. Nadie en el siglo XX ha sido tan ensalzado y vilipendiado. Vendrán ahora los castrólogos y los fabricantes de la leyenda. Pero de lo que no hay duda es que, como dicen por estas tierras, “echó la gran vaina”. Las nuevas generaciones cubanas y hasta las latinoamericanas tendrán que incluirlo en sus proyectos o al menos conocerlo para no volver a caer en este bache descomunal que dura más de medio siglo. Después de muerto, al contrario del Cid, perderá batallas, pero permanecerá en la liza por decenios.

Juan M. Ortega estudió en el Candler College de La Habana donde su padre Eduardo Ortega y Gasset vivió exiliado.

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