Ser español hoy

Voy a relatarles tres escenas vividas personalmente por mí fuera de España. La primera me pasó en la antigua ciudad de Gerasa, joya de la Decápolis romana, sita en territorio de Jordania. En medio de sus valiosas ruinas, un guía local se interesó por nuestra procedencia: «Somos españoles», respondió la mayoría del grupo. Cinco o seis personas, sin embargo, alzando la voz, proclamaron ser de «Euskal Herria» y se quedaron tan panchos. ¡Atinada precisión para enriquecer la cultura de nuestro interlocutor árabe!

La segunda se desarrolló en Nueva York y fue muy breve. Saliendo de los grandes almacenes Macy's, me topé con tres distinguidas señoras, casi ocultas por las llamativas bolsas de productos de marca en las que llevaban sus compras, que se lamentaban porque nadie en aquella metrópolis universal les hablase en catalán. ¡Fatua y absurda pretensión si no fuese, sin más, ridícula!

Ser español hoyLa tercera discurrió en la plaza de la Estrella del Berlín dividido, en el sector americano, cerca de la 'Siegessäule' o Columna de la Victoria. Por entonces los americanos solían organizar anualmente un minidesfile militar para acercar a la población alemana a los soldados de su guarnición. Me aproximé a un soldado que estaba sentado sobre un tanque y que mostraba inconfundiblemente rasgos hispanos. Le pregunté, un tanto provocativamente, que de dónde era. Él, con mucha dignidad y sin dudar un segundo, cortó por lo sano: «Soy ciudadano norteamericano». Había comprendido perfectamente la diferencia sajona entre 'citizenship' y 'nationality'. Algo que no captan quienes están infectados por excesos o fanatismos nacionalistas -tendencias provincianas en el fondo, a estas alturas del siglo XXI-, que en su soberbia y autosuficiencia rayan lo tragicómico. Lo decisivo no es el origen étnico de las personas, sino la participación, el saberse incardinados en un proyecto colectivo común que otros comenzaron. Fíjense mis lectores en el caso de Estados Unidos, que solo lleva existiendo algo más de dos siglos.

La apertura y la visión de futuro chocan con las tendencias cantonalistas de vuelta al terruño de la patria chica, a la parcelación pueblerina, al levantamiento de barreras excluyentes frente a quienes no son iguales. Un ciudadano ilustrado de España, al preguntarle sobre su nacionalidad, debería responder sin dudarlo: soy español y europeo. ¿O es que tendremos que plantearnos nuevamente el concepto de nuestra identidad nacional, volver a definir lo que es la patria o la nación, asfixiados por lo que hasta hace poco eran regionalismos, justo cuando estamos en una era que nos estimula a la formación de realidades posnacionales? Nuestro futuro es una España compacta dentro de una Europa unida: una identidad española esencialmente europea. Es decir, una ambivalencia a la vez complementaria y enriquecedo-ra. A la larga, mucho más provechosa que las identidades políticas excluyentes basadas en resentimientos, angustias, miedos e in-certidumbres. Trocear territorios para erigir estados minúsculos es apostar por la insignificancia. Hay que abrirse a los demás con tolerancia y largueza, convirtiendo lo otro en parte sustancial de uno mismo.

La suma de personas y territorios ya existentes en Europa reforzará su unidad y potencial político y económico. Aunque la Unión Europea no funcione aún al cien por cien, la idea no deja de ser una visión maravillosa, en contra de lo que quieren inculcar a la gente los populismos demagógicos tan en boga, aprovechándose de las estrecheces económicas. Por eso ser español es abrirse a lo novedoso, a la ecología, a la informática y, en definitiva, a la potencia económica dentro de la equidad y la justicia social. ¿Y dónde se aplican más esos valores que en Europa? El concepto de España debe ser estratégico y evolutivo, una empresa mutante de porvenir, un pedazo territorial y social para contribuir a la edificación de un gran estado continente. Así como una utopía para legar a nuestros descendientes.

José Luis Martín Cárdaba, periodista y diplomático.

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