Ser extranjero en el mundo

Uno de los dramas que se ha agravado con las guerras y las desigualdades entre las naciones es el de las migraciones. Millones de personas se ven empujadas cada año a abandonar sus casas. Se calcula que en Estados Unidos viven unos 11 millones de inmigrantes en situación irregular. El presidente Obama aprobó en noviembre de 2014 un decreto para regularizar a 5 millones de personas, la primera medida en dos décadas. África y Oriente Próximo están llamando diariamente a las puertas de Europa. La Agencia Europea de fronteras, Frontex, estimaba la entrada de inmigrantes irregulares en la UE en 270.000 en 2014, casi un 60% más que el año anterior. Muy pocos serán los que sean acogidos y la mayoría serán devueltos a sus países de origen. Millones de personas sin derechos, sin seguridad jurídica, sobreviven clandestinamente en los países de la libertad y los derechos.

Afirmaba Stefan Zweig que «antes el hombre sólo tenía cuerpo y alma, ahora, además, necesita un pasaporte, de lo contrario no se le trata como un hombre». Este comentario nos pone frente al espejo de la realidad actual, en la que el hombre necesita para ser alguien una documentación que le permitan vivir en un determinado lugar y moverse por el mundo, nos parece inconcebible que antes los hombres pudieran libremente trasladarse de un país a otro. La tierra era patrimonio de la Humanidad, era indiferente el lugar de nacimiento del hombre para poder residir en un lugar u otro. Fueron los nacionalismos del siglo XIX los que convirtieron a los extranjeros en seres incompletos. Se instaló la creencia de que para vivir en un lugar es necesario una identidad, pertenecer a un pueblo. Las fronteras que en un principio trazaban líneas imaginarias, se han convertido en líneas reales con un trazo grueso, más allá de una simple división, separan la pobreza de la riqueza, el hambre de la abundancia, la guerra de la paz, la opresión de la libertad, la resignación de la esperanza. El mar Mediterráneo, en otro tiempo vehículo de unión de civilizaciones, se ha convertido en la frontera sur de Europa. Miles de personas perecen en el camino antes de llegar a las costas africanas del mar Mediterráneo, otras son explotadas por las mafias y mueren en sus aguas al intentar alcanzar Europa, entre ellas cada vez más mujeres y niños.

Se ha ido formando un enjambre de normas en Europa que sumen al extranjero en una permanente incertidumbre. Procedimientos sumarios, plazos perentorios, registros públicos, interrogatorios en las aduanas. La Directiva de Retorno europea permite que las autoridades puedan dictar «orden de internamiento temporal» hasta un máximo de18 meses en total. Estos centros de internamiento que se extienden por Europa, similares al régimen de las cárceles, en el que se hacinan los extranjeros indocumentados, prestos para ser expulsados a sus lugares de origen, carentes de libertad y en los que la persona es tratada como si hubiese cometido un terrible delito. Dejan de ser sujeto para convertirse en un objeto. Cuánta dignidad humana se va dejando por el camino, cuántos sueños se pierden en los barcos, en los trenes y en las carreteras. Caminos de muerte para unos, caminos de ida y vuelta para la mayoría.

El extranjero que afortunadamente llega a su destino deambula esperando recibir asistencia social, se siente extraño en otro país, se aferra a su cultura en busca de una identidad. Se aísla en una ciudad que apenas lo roza y que observa con indiferencia cómo vive. Se ve forzado a buscar un nuevo sentido a su vida en un lugar ajeno y diferente. Esta es el verdadero reto del extranjero tiene que hacerse a sí mismo fuera de lugar de nacimiento, tiene que ser el mismo en otro lugar, ese es su comienzo y, a veces su final, condenado a renacer diariamente.

Como afirma Claudio Magris, «la patria es el mundo como para los peces el mar: cada una de las dos aguas, por si sola, es insuficiente y está contaminada. Viajar enseña el desarraigo, a sentirse siempre extranjeros en la vida, incluso en casa, pero sentirse extranjero entre extranjeros acaso sea la única manera de ser verdaderamente humanos». La solución de esta tragedia empieza por ver al extranjero como un ser humano que necesita ayuda, que huye empujado por las circunstancias de guerras, persecuciones, hambre..., no como un invasor, aceptar la diferencia y destinar algo más que meras palabras de pesar a poner fin a esta tragedia diaria, de este modo, nos sentiremos todos un poco mas humanos.

Francisco Pleite Guadamillas, magistrado y doctor en Derecho por la Universidad Carlos III.

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