Ser latino en Estados Unidos y saber español, una fuente de autoconocimiento y capital cultural

En las profundidades de mi cerebro hay un niño que habla español.

Llama a su madre y a su padre “Mamá” y “Papá”. Una de sus expresiones favoritas es “Qué lindo”. Está orgulloso de los mexicanismos que ha aprendido, como “No hay pedo”, que con su referencia escatológica significa que no hay problema.

California casi acabó con ese niño.

Mis padres llegaron a Los Ángeles desde Guatemala. Teníamos una repisa con libros en español en nuestra casa que incluía El señor presidente, del guatemalteco ganador del Nobel Miguel Ángel Asturias, pero nunca pude leerlos.

Como millones de niños latinos educados en las escuelas públicas de California, nunca tomé una clase de gramática o literatura en español ni se me pidió escribir ninguna palabra con acento. En la década de los setenta, el español era el idioma de la pobreza y el atraso a ojos de los directivos de las escuelas y de muchos otros.

Se suponía que nos hacíamos más listos si olvidábamos el español. Para cuando llegue a la adolescencia, lo hablaba al nivel de un niño de segundo de primaria. Mi inglés era perfecto, pero en español era un tonto.

Ser latino en Estados Unidos y saber español, una fuente de autoconocimiento y capital culturalSabía que había perdido algo que no tenía precio. Muchos niños latinos en Estados Unidos que crecen sin español se sienten así. La semana pasada, a pesar de que el vapuleador de los inmigrantes Donald Trump fue elegido presidente, los votantes californianos aprobaron de manera apabullante una medida para extender la educación bilingüe a las escuelas públicas.

La Propuesta 58 repara otra iniciativa que los votantes aprobaron en 1998. Esa medida nació en los primeros años del movimiento contra los inmigrantes, antes de que se extendiera desde California al resto de los Estados Unidos.

En ese entonces, el español se había convertido en la segunda lengua de facto en California. Los hijos de los migrantes latinos estaban llenando las escuelas públicas de bajo presupuesto y no les estaba yendo muy bien, aunque conversaban unos con otros y con sus maestras en sus salones sobrepoblados.

Ron Unz, el empresario de Silicon Valley que ayudó a liderar el movimiento en contra de la educación bilingüe, argumentaba que educar a los hijos de los inmigrantes solo en inglés mejoraría las calificaciones.

Nadie discute que todos los niños de este país deban aprender inglés. Sin embargo, el precepto del no al español se convirtió en una forma de eliminación cultural. Fue un acto cruel y falto de visión nacido de la intolerancia y la ignorancia.

Saber leer y escribir en la lengua de tus ancestros inmigrantes (ya sea español, coreano, mandarín o armenio) te hace más sabio y más poderoso. Lo sé por experiencia.

Me tomó dos años de estudio en la universidad y un año inscrito en la Universidad Nacional Autónoma de México para reiniciar y actualizar a mi cerebro bilingüe. Ahora Shakespeare y Cervantes viven en mi lóbulo frontal. También Seinfeld y Cantinflas. Bob Dylan y Violeta Parra. He buscado dominar la lengua anglosajona que hablaban Lincoln y Whitman, y también la lengua romance de Pablo Neruda y de los vendedores callejeros de Los Ángeles.

Las palabras cariñosas y el amplio uso del subjuntivo y los diminutivos en español me han enseñado que saber un idioma es acceder a otra forma de ser.

Mi padre, por ejemplo, es un hombre encantador en inglés, una lengua que ha hablado con fluidez durante medio siglo. En español, sin embargo, se despliegan todos sus talentos como un anecdotista sardónico, e incluso tiende al soliloquio filosófico ocasional. Mi mamá es una hablante fluida de inglés, pero en español cuenta historias con una propensión a lo romántico y un don para la ironía.

Hoy en día escribo libros en inglés, pero las raíces de mi carrera como escritor están en mi conocimiento y fluidez del español.

La mayor parte de mi familia vive en Guatemala y no habla inglés. Cuando regresé como un hablante de español, tuve mis primeras conversaciones adultas con mis abuelos, tíos y primos. Me enteré de los dramas del pueblo y los actos silenciosos de resistencia en contra de la dictadura guatemalteca, incluyendo las aventuras de mi abuelo como albañil obstinadamente sindicalizado.

Fue solo cuando hablé español con fluidez que finalmente llegué a conocer mi verdadero yo. Quién era y de dónde venía.

Pronto también comencé a conocer un Los Ángeles que de otra forma se me habría escapado: una ciudad con su propia versión del español, una ciudad que ha tomado forma gracias a las incesantes improvisaciones, reinvenciones y ambiciones de sus hispanohablantes. Se convirtieron en los temas de mis novelas.

Para muchos niños inmigrantes latinos, el español es la llave que abre la sabiduría intraducible de sus mayores y revela las sutiles verdades de sus historias familiares. Es una fuente de autoconocimiento, una forma de capital cultural. Son más listos, de hecho, con cada porción de español que se mantiene viva en sus cerebros bilingües. También hace que puedan ver de mejor manera lo absurdo de las diatribas xenófobas y racistas.

En Europa, la mayoría habla más de una lengua. Algunos hablan tres, cuatro o más. El multilingüismo es una señal de logro intelectual y sofisticación.

Una niña de cuarto año de Guadalajara que aprende inglés por primera vez en un salón de Los Ángeles debe saber que lo que ya posee es valioso. Enséñenle inglés, sí, pero también las reglas ortográficas del español, y háganla leer a Juan Rulfo cuando crezca.

Seguramente verá algo de sí misma en los cuentos de ese genio mexicano. Y quizá pronto eso la haga descubrir que ella es una genio también.

Héctor Tobar es profesor de periodismo en la Universidad de Oregon, columnista y autor de las novelas The Barbarian Nurseries y The Tattooed Soldier.

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