Ser liberal

Por José María Lasalle, profesor de Sistemas Políticos Comparados y diputado del Partido Popular (ABC, 28/03/06):

EL siglo XXI exige de los liberales una actitud beligerante a favor de la libertad. Porque ser liberal significa admirarse, como decía Tocqueville, por los prodigios que provoca la libertad cuando actúa liberada de ataduras intervencionistas. En este sentido, el liberal es siempre crítico frente al intervencionismo, venga de donde venga. Las coordenadas liberales fueron trazadas con nitidez dentro de una secuencia histórica instalada en un racionalismo crítico, empirista y nominalista que hizo -y hace- de la libertad, entendida en su sentido más amplio, el único instrumento de legitimación moral de cualquier política que se reclame públicamente como liberal.

Bastaría leer el discurso fúnebre a los caídos atenienses atribuido por Tucídides a Pericles para comprender dónde están las claves originarias de un liberalismo que ha sido siempre respetuoso con las religiones y el Estado, pero siempre y cuando no coarten la libertad del individuo y la sociedad civil para decidir sobre su autonomía moral, política, social y económica. Quien quiera comprender la mente y la idiosincrasia de un liberal debe instalarse en una cadena reflexiva que lleva de los sofistas griegos descritos por Popper hasta autores del siglo XX que, como el propio Popper, Berlin, Aron, Revel o Dahrendorf, entre otros, han sido siempre celosos defensores de la libertad de la persona en todos los órdenes de la vida. Quizá sus precedentes teóricos más sólidos se encuentran, como vio Hayek (que era un conservador con vocación liberal), en el mundo anglosajón y en la corriente continental europea que es deudora de él. En este escenario geográfico y teórico se ubica una tradición intelectual que habitan nombres como Locke, Hutcheson, Ferguson, Smith, los fisiócratas, Jefferson, Franklin, los liberales gaditanos, Tocqueville, los doctrinarios franceses, Constant e, incluso, el católico Acton, que fue capaz de batallar desde sus convicciones por una autonomía conceptual liberal disociada del pensamiento escolástico y del esencialismo de los universales, y que, en realidad, no es más que una actualización del viejo discurso evangélico de dar «a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César».

Sería bueno comprender que el liberal es, por fundamento, un enemigo de la intransigencia religiosa y laicista. De hecho, la intransigencia y, asociado a ella, el radicalismo -moral o estatista-, le ponen los pelos de punta, tanto por razones éticas como estéticas. De ahí que Marañón insistiera en que ser liberal es antes que cualquier otra cosa una cuestión de carácter. Quizá por eso, el liberal ha sido siempre incómodo por su potencialidad respetuosamente heterodoxa, crítica y escéptica. Su disposición hacia el dominio de la inteligencia práctica y científica sobre las pasiones y el irracionalismo dogmático -entendido también en un sentido amplio- ha sido un rasgo distinto de la actitud liberal frente a la vida. Su defensa de una amplitud de miras no sectaria le ha llevado siempre a tratar de entender a quienes no piensan como él, lo cual no ha significado nunca -como señalaba Berlin- aprobar sus razonamientos. En este sentido, el liberal es siempre moderado, tolerante y respetuoso de las formas, pero sin renunciar a la batalla de las ideas y a la confrontación teórica con sus adversarios aunque, eso sí, dentro de unos límites morales explícitos: nunca se puede ser tolerante con los intolerantes y los violentos.

Receloso de cualquier fórmula patriarcal y estatista, el liberal ha puesto siempre la proa frente a cualquier ingeniería social llevada a cabo en nombre de la justicia colectiva, humana o divina. Para el liberal, la dignidad del hombre es sagrada. Ya sea a la hora de organizar su vida afectiva, moral, económica o social. No en balde los liberales llegan en el siglo XVIII a la defensa del mercado y su espontaneidad después de haber defendido con igual intensidad la autonomía moral de la sociedad y de la persona frente al patriarcalismo del Antiguo Régimen. Adam Smith nos depara La riqueza de las naciones después de recorrer el camino de La teoría de los sentimientos, siguiendo la estela de Locke, y no al revés. Aquí, precisamente, hay una diferencia notable con los conservadores y sustancial con los socialistas. En honor a la verdad, la diferencia con los primeros no ha sido nunca incompatible -siempre y cuando rebajen su compromiso con la Tradición y no crean que el liberalismo tan sólo es económico-, mientras que con los segundos la aproximación ha sido imposible. El dirigismo planificador y la moralización estatista de éstos ha sido extraordinariamente destructivo para la capacidad autorreguladora de la sociedad civil y el mercado.

Así las cosas, entrado el siglo XXI se hace más necesario que nunca una revitalización vigorosa del liberalismo. Las llamadas Revoluciones Atlánticas son el producto histórico del liberalismo y, hoy, el soporte de la gran revolución silenciosa que subyace implícitamente en el discurso posmoderno de la globalización. La amenaza totalitaria surgida con el islamismo integrista, la deriva radical de la izquierda posmarxista y la emergencia de nuevas formas de populismo nacionalista que recuperan en Europa la efervescencia sentimental de aquella «Konservative Revolution» alemana del periodo de entreguerras exigen de los liberales centrarse con mayor intensidad en la defensa sin complejos de la libertad. El ejemplo orgulloso de la Constitución de 1812 es el camino.