Ser o no ser: deficiencias del sistema estatal de acogida

¿Somos o no somos un país de asilo? Parece que España sí se ha convertido en país de asilo pero sus políticas no parecen reconocerlo todavía. De las 2.588 solicitudes de asilo en 2012 y las 5.947 de 2014, se ha pasado a 14.881 en 2015, 31.120 en 2017 y 55.668 en 2018. Así, de estar en la cola, España es a día de hoy el cuarto país de la Unión Europea con mayor número de solicitudes. Mientras que en 2015 el 61% de los solicitantes de asilo eran originarios de Siria y Ucrania, en 2017 el 55% proceden de Venezuela, Colombia, El Salvador y Honduras, con un incremento significativo también de palestinos y argelinos.

Con el aumento de las solicitudes, las plazas del sistema estatal de acogida se han incrementado casi proporcionalmente: de 930 en septiembre de 2015 a 8.600 en diciembre de 2018. Sin embargo, se ha hecho de forma reactiva y sin planificación a medio plazo. Dentro de los ministerios competentes (Ministerio de Interior y Ministerio de Trabajo, Migración y Seguridad Social), se creció con personal interino, tal vez con la asunción de que el “problema” iba a pasar. Fuera de los ministerios, el crecimiento exponencial de las plazas de acogida ha quedado en manos exclusivamente de las entidades sociales, rompiendo así el equilibrio que existía previamente entre plazas públicas y plazas gestionadas por las entidades sociales. Todo esto con una Ley de Asilo (Ley 12/2009) que una década después sigue todavía sin reglamento. Cuesta explicarlo. Aunque en los últimos años el Gobierno ha alegado que la próxima revisión de las directivas europeas hace prudente la espera, su ausencia desde 2009 no puede sino explicarse por falta de prioridad de los distintos ejecutivos. De hecho, España pasó a ser un país de inmigración que nunca se reconoció como un país de asilo. La llegada de más de 4 millones de inmigrantes en la década de los 2000s siempre pasó por la famosa oferta de trabajo. Si se tiene una oferta de trabajo, se puede obtener un visado de entrada, un permiso de residencia vía arraigo o la renovación de la residencia en el primer, tercer y quinto año. Es un sistema especialmente abierto en momentos de crecimiento económico y terriblemente cerrado en periodos de crisis, cuando la oferta de trabajo falla.

¿Qué cambia entonces a partir de 2015? Cambia el contexto global, con la guerra de Siria y Ucrania como grandes desencadenantes y posteriormente con las violencias estructurales (a las que no solemos llamar guerras) en muchos países de Latino América y África. Cambiaron también las vías de entrada: mientras que la oferta de trabajo en un contexto de crisis no siempre es fácil de conseguir, con la Ley de Asilo de 2009 se abrió la vía del asilo, hasta entonces cerrada por sistemáticas inadmisiones a trámite. Dicho de otra manera, aquellos refugiados que antes entraban vía oferta de trabajo, ahora tienen la opción de hacerlo como les corresponde, es decir, vía asilo.

Ante el aumento de las solicitudes de asilo, ¿qué ha pasado con el sistema de acogida? A diferencia de la entrada vía oferta de trabajo, la solicitud de asilo garantiza (por un tiempo) las necesidades básicas de aquellos que no dispongan de medios financieros propios. ¿Se están cubriendo estas necesidades básicas? ¿Cómo? ¿Cuáles son las principales deficiencias del sistema estatal de acogida? ¿Qué está cambiando y hacia dónde deberíamos ir?

Rigidez y dispersión

El sistema estatal de acogida garantiza las necesidades básicas durante los primeros 18 o 24 meses. En la primera fase (o fase de “acogida”), que dura entre 6 y 9 meses dependiendo del grado de vulnerabilidad, los solicitantes de asilo disponen de alojamiento en uno de los Centros de Acogida de Refugiados (llamados CAR) del gobierno o en los centros o pisos gestionados por las entidades sociales con financiación pública. Además de alojamiento, se les proporciona asistencia social y psicológica y cursos de lengua e inserción laboral. En la segunda fase (o fase de “integración”), que dura 12 meses y se puede extender hasta 18, los solicitantes de asilo siguen los programas de acompañamiento por parte de las entidades sociales pero se espera que vivan independientemente, eso sí, con ayudas al alquiler y la manutención. Esta segunda fase coincide con el otorgamiento a partir del sexto mes de la autorización para trabajar.

Una de las críticas más recurrentes al sistema estatal de acogida es su rigidez. Rigidez en primer lugar por no adaptarse suficientemente a la diversidad de perfiles de los solicitantes de asilo. Cierto es que en algunos casos, cuando se tiene la autonomía suficiente, se puede saltar directamente a la segunda fase. Si bien esta posibilidad está contemplada sobre el papel, ha sido poco habitual en la práctica. Pero la rigidez del sistema de acogida se ha hecho sentir sobre todo en aquellos casos de mayor vulnerabilidad, como son personas con problemas de salud física y/o mental, mujeres víctimas de trata o violencia de género y mayores de 65 años. Aunque los plazos de cada fase pueden alargarse unos meses, el sistema en sí no está pensado para atender sus necesidades y los tiempos acaban siendo extremadamente cortos. Esto se ha visto agravado por el colapso del sistema desde 2015: en una situación de más solicitantes que plazas, la posibilidad de alargar los plazos y mantenerse así dentro del sistema estatal de acogida se ha visto muy limitada. En consecuencia, es habitual que personas y familias en situación de extrema vulnerabilidad tengan que salir de los dispositivos de acogida sin una alternativa clara a su situación.

Otra rigidez importante del sistema estatal de acogida tiene que ver con la asignación de plazas. Durante la primera fase (o fase de acogida), los solicitantes de asilo deben ir ahí donde haya una plaza disponible, ya sea en uno de los 4 centros estatales (dos en Madrid, uno en Sevilla y otro en Valencia) o en uno de los centros o pisos gestionados por las entidades sociales. Esto en sí no es específico del caso español y en cierta medida es inherente a cualquier sistema que quiera distribuir territorialmente y de forma equitativa no sólo solicitantes de asilo sino responsabilidades de acogida. Sin embargo, si el tiempo de espera antes de entrar en la primera fase se alarga (en los últimos años puede que incluso hasta 5 o 6 meses), cuando llega el momento de entrar en la primera fase del sistema, los solicitantes pueden verse obligados a tener que cambiar de provincia. En caso de menores, esto implica (otra vez) una nueva escolarización en un nuevo contexto. Además, aunque la presencia de familiares se contempla como un criterio de asignación de plaza en una determinada provincia, en la práctica, y más aún con la sobrecarga de los últimos años, se dan plazas en función de la disponibilidad. Toca donde toca. Cuando la llegada de los miembros de una misma unidad familiar se da en momentos distintos, esto puede incluso significar su dispersión por el territorio.

Autonomía o exclusión

Otra deficiencia del sistema estatal de acogida es la dificultad, en el contexto actual, de llegar a la autonomía anhelada. En contraste con la rigidez de la primera fase, durante la cual deben ir y vivir ahí donde se les asigna una plaza, en tan solo 6 meses se espera que los solicitantes de asilo vivan “autónomamente” y a los 18 esta “autonomía” se quiere que sea total. Ahí es donde el principio de autonomía, que en sí podría ser una de las grandes virtudes del sistema, acaba siendo una de sus principales deficiencias. Es una virtud porque promueve la integración de los solicitantes de asilo desde el primer día. Lejos queda pues de esos otros sistemas de acogida europeos donde se les aísla hasta la resolución de sus solicitudes. Esta virtud, sin embargo, se convierte en deficiencia cuando no se consigue la autonomía esperada y, en consecuencia, incluso estando todavía a la espera de resolución de la solicitud, se dejan de garantizar las necesidades básicas a las que todo solicitante de asilo debería tener derecho.

Ahí es donde la autonomía se convierte en soledad y, en muchos casos, directamente en exclusión socioeconómica. En la actualidad, con altas tasas de desempleo, contratos precarios y precios de alquiler extremadamente altos (especialmente en las grandes ciudades, donde se concentran la mayoría de solicitantes de asilo), las posibilidades de ser efectivamente “autónomos” son reducidas. De ahí que incluso los que todavía disponen de ayudas a la manutención y al alquiler tengan grandes dificultades para sobrevivir. A todo ello se suma las dificultades de encontrar trabajo y vivienda a los seis meses de haber llegado a un país (con las limitaciones consiguientes en términos de lengua y conocimiento del entorno) y la discriminación que a menudo sufren no sólo como extranjeros y recién llegados sino también por disponer de permisos de residencia de duración limitada (6 meses) que pueden finalizar en cualquier momento con la denegación de la solicitud de asilo.

Retrasos y vulneraciones

Las esperas cruzan la vida de todo solicitante de asilo. Solicitar es esperar la resolución y de ésta depende todo lo que pase después. Cuando los procedimientos son lentos, la resolución puede significar años de espera. Cuando la solicitud se resuelve de forma negativa, que es en la mayoría de los casos, esta espera acaba con la pérdida de la autorización de residencia, es decir, con la irregularidad después de años de esfuerzos (por parte del solicitante pero también de la administración) de integración. Si en este tiempo el solicitante ha logrado tener un trabajo y una vivienda, esta irregularidad puede implicar perderlos. En este sentido, no sólo es una espera pendiente de resolución, es una espera que según como se resuelva puede significar la invalidación de todo aquello conseguido hasta el momento. Esto es común a todos los sistemas de asilo europeos. Cuánto más largos sean los procedimientos, más grande la impugnación de todo aquello construido por el camino.

En el caso español, más allá de la espera final, hay también largas demoras para entrar en el sistema estatal de acogida. Desde 2015 el acceso al programa solo es posible tras haber formalizado la solicitud de asilo, es decir, tras haber tenido la primera cita. El aumento de las solicitudes, pero sobre todo la falta de previsión por parte de la Oficina de Asilo y Refugio (OAR) del Ministerio del Interior, han hecho aumentar los tiempos de espera hasta 5 o 6 meses. En noviembre de 2018 la finalización de los contratos del personal interino de la OAR supuso un colapso que no sólo representó la calendarización de citas para al cabo de más de un año sino que también conllevó la ralentización de los procedimientos para asignar plaza dentro del sistema de acogida. El resultado es que sin cita o sin plaza asignada no hay acceso al sistema de acogida y, por lo tanto, tampoco posibilidad de tener las necesidades básicas garantizadas. Así es como los retrasos por parte de la administración han ido a cargo de los solicitantes de asilo, que en este tiempo de espera no son considerados como tales y, por lo tanto, deben arreglárselas por su cuenta.

Pero, además de esperas, también hay situaciones de exclusión del sistema. Hasta hace bien poco, los llamados “dublines”, es decir, los solicitantes de asilo retornados desde otros países de la Unión Europea en aplicación del Reglamento de Dublín, no tenían acceso al sistema estatal de acogida. Sí eran solicitantes de asilo pero no se les permitía el reingreso al sistema de acogida ya que el Gobierno consideraba que habían abandonado su plaza, y por lo tanto deducía que no tenían necesidad de ella, en el momento de trasladarse a otro país. En enero de 2019, tras dos sentencias dictaminadas por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, el ejecutivo español se ha visto finalmente obligado a readmitirlos reconociendo que su negativa suponía una violación a sus derechos como solicitantes de asilo. Esta situación ha sido especialmente grave cuando ha afectado a las mujeres víctimas de trata que, habiendo sido trasladadas a otros países para ser explotadas, eran retornadas para acabar encontrándose en una situación de vulnerabilidad aún más extrema al no tener acceso al sistema de acogida.

Por último, la finalización de los periodos contemplados dentro del programa estatal de acogida puede implicar también la exclusión antes de hora. Aquí es donde los procedimientos de asilo (que dependen del Ministerio de Interior) vuelven a cruzarse con el sistema de acogida (en manos del Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social). En un momento en que los procedimientos de asilo pueden durar años, muchos de los que salen del sistema estatal de acogida siguen en espera y, por lo tanto, siguen siendo formalmente solicitantes de asilo. Sin embargo, el fin de los periodos contemplados dentro del programa estatal de acogida los deja al descubierto. Si a ello sumamos la dificultad de acceso al mercado laboral y de la vivienda, más las dificultades propias derivadas de su condición de extranjeros recién llegados y con una autorización temporal de residencia, la finalización del programa estatal de acogida puede significar el ingreso en los servicios sociales normalizados para los que cumplan los requisitos (por ejemplo, tiempo de empadronamiento) o la desprotección total. En este sentido, es importante subrayar como el programa estatal de acogida, que tiene como objetivo la autonomía y la integración, acaba llevando a menudo a situaciones de dependencia y exclusión.

Es justamente por estos periodos de espera y exclusiones que las administraciones autonómicas y sobre todo locales han decidido actuar. No teniendo competencias en materia de asilo, la presencia de solicitantes (individuos y familias enteras) en situación de calle en muchas ciudades españoles ha llevado a estas administraciones a desarrollar programas de acogida complementarios. En la mayoría de casos, se trata de dispositivos de alojamiento temporal para dar una salida de emergencia a aquellos que están a la espera de entrar, a los que no han podido entrar o a aquellos que ya han pasado por el sistema estatal de acogida. Si bien en un primer momento la mayoría de estos casos acababan en los dispositivos para personas sin hogar, la tendencia (sobre todo en las grandes ciudades) ha sido ir habilitando instrumentos específicos para solicitantes de asilo. A inicios de 2019, en Madrid había más de 400 plazas de alojamiento temporal alternativo para solicitantes de asilo. Más allá de estas plazas, municipios como Barcelona (con el programa Nausica) han desarrollado sistemas más estructurales que no solo proporcionan alojamiento temporal sino que incluyen todo un itinerario (de nuevo pensado) para generar mayor autonomía e integración.

(Des)Coordinación y externalización

El sistema estatal de acogida es claramente centralizado, sin participación de las administraciones autonómicas y locales, y con una parte substancial (y, en los últimos años, creciente) externalizada a las entidades sociales. Una de sus constantes ha sido la precariedad de su gestión. Primero, y todavía más a partir de 2009 con una nueva ley de asilo sin despliegue reglamentario, las condiciones del programa se definen a través del Manual de Gestión destinado a las entidades sociales. En función de los recursos y del número de solicitudes, estas condiciones han ido variando año a año. Segundo, cada entidad presenta un proyecto diferente a la convocatoria de subvenciones. En ese sentido, es un sistema centralizado en manos del Gobierno y al mismo tiempo fragmentado entre las distintas entidades. Tercero y último, a pesar de ser una pieza fundamental del sistema de acogida, desde 2013 las entidades sociales se financian a través de convocatorias de subvenciones anuales de tipo competitivo. Esta forma de financiación genera mucha inestabilidad a las entidades y además pone en riesgo la constancia de los servicios y ayudas proporcionados.

A partir de 2015, el incremento de las plazas de acogida se ha hecho exclusivamente a cargo de las entidades sociales. Así, si en 2015 los centros del gobierno (o CAR) disponían de casi la mitad de las plazas y CEAR, ACCEM y Cruz Roja de la otra mitad, a finales de 2018 las entidades sociales gestionan el 94% de las plazas del conjunto del sistema estatal de acogida. Al igual que en 2015 los dos ministerios optaron por ampliar su personal a base de contratos temporales, las plazas del sistema de acogida también han aumentado a golpe de convocatorias de subvención a las entidades. Ha sido una manera rápida y “externalizada” de crecer que ha tenido un gran impacto sobre las entidades. CEAR, ACCEM y Cruz Roja han visto sobredimensionar sus equipos de forma exponencial, con todo lo que implica en términos de gestión y formación del nuevo personal. Las entidades sociales que entraron por primera vez en el programa estatal de acogida tuvieron también que responder de forma apresurada y sin experiencia previa en este campo.

Todo esto, sin apenas coordinación política entre el Estado, por un lado, y las Comunidades Autónomas y municipios, por el otro. Cuando en septiembre de 2015 el Gobierno español aceptó la cuota de reubicación propuesta por la Comisión Europea, convocó a los representantes de las Comunidades Autónomas y la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) en la llamada Conferencia Sectorial de Inmigración. A la salida, la mayor parte de delegados expresaron su decepción por una reunión que consideraron más informativa que de coordinación. Esto ha sido una constante desde entonces. La misma crítica ha sido expresada de forma repetida por la Generalitat de Cataluña y la propia alcaldesa de Barcelona Ada Colau. En diversas cartas dirigidas a Mariano Rajoy, pero también en distintos foros internacionales, Colau ha pedido repetidamente más transparencia en el uso de los fondos europeos de integración, más financiación para las ciudades y más coordinación entre las distintas administraciones.

2019 es un año de cambios. Efectivamente, el gobierno ha anunciado un “plan de choque”, con un incremento del 165,9% en el presupuesto destinado a resolver las solicitudes de asilo y del 26,9% en el dedicado a la acogida de refugiados y migrantes. Junto a este aumento de los recursos, previsto en unos presupuestos que finalmente no se han aprobado, se han iniciado también los procedimientos para cubrir las necesidades de personal en ambos ministerios con plazas de funcionario. Además de estas medidas, una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha dado la razón a la Generalitat de Catalunya: si bien jurídicamente el asilo es competencia estatal, los “dispositivos” o “itinerarios” de acogida son efectivamente (y así lo establece la propia Ley de Asilo) una competencia de las Comunidades Autónomas. Esta sentencia, junto con la denegación por parte del Tribunal Supremo del último recurso del gobierno español en octubre de 2018, abre la puerta a la reestructuración de las convocatorias que financian las plazas de acogida de las entidades sociales e, indirectamente, del sistema de acogida en general.

Aunque nadie parece saber muy bien qué implicará en la práctica y cuáles van a ser los tiempos, sí parece haber consenso en que el fallo del Tribunal Supremo abre la puerta a un sistema más descentralizado y con las Comunidades Autónomas como administraciones clave. Precisamente por eso, y dadas las deficiencias del sistema de acogida actual, es fundamental plantearse hacia dónde deberíamos ir.

¿Hacia dónde?

Dada la situación en los países de origen y las cifras de asilo, es fundamental que España sí se reconozca como un país de asilo y no sólo de inmigración. Esto pasa por desarrollar un Reglamento que despliegue la Ley de Asilo (2009) y por ampliar (de forma estructural y no sólo temporal) el personal dedicado a resolver las solicitudes de asilo y coordinar el sistema de acogida. Esto último parece estar en camino. Si nos centramos en las características del sistema de acogida, reconocerse como un país de asilo exige abordar las deficiencias del sistema. Para ello, es fundamental repensar sus rigideces, evitar que el principio de autonomía se convierta en sinónimo de dependencia y exclusión y reducir el número de los que quedan fuera, ya sea porque están a la espera de entrar, no han sido aceptados o ya han pasado por el sistema de acogida.

Repensar las rigideces del sistema de acogida implica sobre todo repensar la acogida que se da en los casos más vulnerables. Para ello es necesario no solo aumentar los tiempos de cada fase en caso de necesidad sino crear plazas específicas para personas en situación de vulnerabilidad. En cuanto a la exclusión y dependencia que deriva del principio de autonomía, la respuesta es mucho más compleja pues es indisociable de las condiciones generales del mercado laboral y de la vivienda. Junto a más políticas económicas y sociales, es fundamental también incidir sobre aquellos factores que precarizan todavía más a los solicitantes de asilo, por su condición de recién llegados (sin conocimiento del idioma, entorno social y redes de apoyo) y por disponer de autorizaciones de residencia precarias, que además adolecen de retrasos por parte de la administración. En ese sentido, hace falta reforzar los programas de intervención social dentro del sistema de acogida y agilizar los tiempos de los procedimientos de asilo.

Reconocerse como país de asilo implica también garantizar las necesidades básicas a que tienen derecho los solicitantes de asilo. Esto pasa por acortar las esperas: los retrasos de la administración no pueden correr a cargo de los solicitantes de asilo, implicando meses de espera para la primera cita y, en consecuencia, meses fuera del sistema de acogida; también deben agilizarse los trámites para que el programa de acogida no termine antes de que se resuelva la solicitud. En ambos caso, la solución es sencilla: más recursos para la Oficina de Asilo y Refugio (Ministerio de Interior) en vistas a responder al aumento (previsible y probablemente estructural) de las solicitudes. Parece que esto también está en camino. Para poder garantizar las necesidades básicas, también hay que repensar las exclusiones que ha ido generando el sistema, en parte como consecuencia de la falta de plazas de acogida. Por ejemplo, llevar un tiempo residiendo en España o un Estado Miembro no debería ser motivo de exclusión.

Finalmente, el fallo del Tribunal Supremo a favor de la Generalitat de Catalunya exige repensar la propia gobernanza del sistema de acogida. Aquí hay tres cuestiones fundamentales. Primero, ¿qué gestión público-privada queremos? ¿La única opción es seguir creciendo exclusivamente a partir de las plazas ofrecidas por las entidades sociales? ¿O se quiere volver a un modelo mixto y, por lo tanto, plantear también la creación de plazas de gestión pública? Segundo, ¿qué relación se quiere establecer con las entidades sociales, pieza fundamental en la ejecución del sistema de acogida? ¿Es factible seguir con subvenciones anuales de tipo competitivo o deberíamos ir hacia conciertos que permitan establecer una relación más estable, garantizando así la constancia de los servicios y ayudas proporcionados? Y finalmente, no hay duda que la sentencia abre la puerta a la descentralización del sistema de acogida. Aquí es fundamental que la transferencia de competencias vaya acompañada de una transferencia proporcional de recursos. Otras preguntas clave son: ¿cómo distribuir los solicitantes de asilo entre las distintas Comunidades Autónomas? ¿Cómo garantizar la descentralización sin que ello implique heterogeneidad en los servicios y, por tanto, en el nivel de necesidades básicas garantizadas? Y no menos relevante, ¿cómo asegurar una verdadera gobernanza multinivel, no sólo de las Comunidades Autónomas con los dos Ministerios competentes sino también de éstas con las administraciones locales y las entidades sociales?

Blanca Garcés Mascareñas, investigadora sénior, CIDOB.


Esta Nota se ha escrito en el marco del proyecto cofinanciado por el fondo FAMI de la Unión Europea 'NIEM - National Integration Evaluation System. Measuring and improving integration of beneficiaries of international protection' y teniendo en cuenta también la investigación realizada para el proyecto 'Casa nostra, casa vostra? Condicions i trajectòries d'accés a l'habitatge de sol·licitants d'asil i refugiats a Catalunya', financiado por la convocatoria RecerCaixa de la Fundació la Caixa. Agradezco la revisión exhaustiva de Begoña Santos Olmeda.

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