Ser universitario o algo así

Tratar de ser lo que no se es, es un problema. Ortega, precisamente en su 'Misión de la Universidad', lo llamaba «el pecado original», y añadía «podemos ser cuanto queramos, pero no es lícito fingir que somos lo que no somos, consentir en estafarnos a nosotros mismos, habituarnos a la mentira sustancial». Siglos antes, Aristóteles estableció una máxima más contundente si cabe y que debería hacer pensar a escépticos empedernidos. Decía el estagirita en su 'Metafísica' que «decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es lo falso; decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es lo verdadero».

Es recomendable saber qué son los universitarios auténticamente para que puedan serlo con autenticidad. Si no se emprende esa tarea, se abre la veda para que aparezcan versiones inexactas, adulteradas, y la principal consecuencia es poco halagüeña: que el número de universitarios se reduzca y que el de sedicentes universitarios aumente. La comunidad necesita universitarios de pura cepa, sus razones de ser y tareas no las pueden honrar ni realizar universitarios a los que se atribuye tal índole sin convenirles.

La condición de universitario es maravillosa y misteriosa, disciplinada y rebelde, nómada y sedentaria, vitoreada y censurada, bienaventurada e infeliz. Pero a pesar de su indefinición, hay un acuerdo entre la inmensa mayoría de filósofos e historiadores que se han dedicado al asunto y con el que comulgarían no pocos graduados, profesores, estudiantes y ciudadanos de a pie, a saber: los universitarios son buscadores de verdades, bellezas y bondades, los que cultivan el espíritu crítico con limpieza de corazón, una comunidad de personas asombradas, contemplativas y estudiosas que andan tras lo mejor de lo mejor. Los universitarios tienen encomendada una misión humana y humanizadora que puede mejorar el mundo que cohabitamos.

Sin embargo, el actual y generalizado imaginario social, que parece ser la maduración de una serie de acontecimientos concatenados desde la época renacentista hasta nuestros días, propone otra cosa. Se entiende que los universitarios son básicamente profesionales altamente cualificados y demandados en el ámbito laboral. No es de extrañar que casi cualquier sector profesional reclame alguna titulación universitaria, que haya un baile permanente de «carreras con salida» y, sobre todo, que a la formación universitaria se le pida que imite lo que pasa en empresas, administraciones públicas, hospitales o escuelas, sin olvidarse de formar gente emprendedora.

La formación universitaria puede ayudar en ese empeño, pero difícilmente podrá calcar lo que se cuece y espera en el mundo laboral. A fin de cuentas, a trabajar y emprender se aprende trabajando y emprendiendo, estando al pie del cañón, sudando tinta dirían algunos. Además, ¿para qué obsesionarse con eso?, ¿no es verdad que desde hace muchos años los jóvenes titulados voluntariosos y diligentes demuestran su pericia profesional a la mínima oportunidad laboral que se les presenta?

El universitario está llamado a ser un excelente profesional, por supuesto, pero si se trata solo o principalmente de eso se reduce, como decía Unamuno «al estudioso en un mero especialista». Es preciso que el universitario aprenda ante todo a profesar la profesión de universitario. El universitario es como un novicio que se compromete con los votos de la comunidad de buscadores de verdades, bellezas y bondades. El monasterio y la universidad son parientes por extraño que parezca. Ahora bien, para que todo eso sea posible habría que repensar cuando menos tres cuestiones. La primera incumbe a la propia formación universitaria y a quienes la gestionan.

El espíritu crítico sano, razonable y admirable se adquiere al entablar una gran conversación con esas ideas y producciones culturales y científicas que han cambiado el mundo, que nunca acaban de decir lo que están diciendo y que, aunque hayan germinado en una disciplina concreta, interpelan a todas. El Proyecto de Real Decreto por el que se establecen los ámbitos de conocimiento y que trata de dar respuesta al artículo 64.4 de la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) recupera la formación básica, una suerte de formación general que acompaña a la especializada. Es de esperar que vaya en la dirección señalada, pero eso conlleva apostar por el buscador del que se viene hablando, comunión docente entre facultades, remodelar el actual escenario asignaturesco y no tratarse a cocotazos. Señalaba Karl Jaspers que «se ha comparado la conducta de los miembros de una facultad (universidad) con la de los monos en lo alto de las palmeras del sagrado bosque de Benarés: en cada cocotero hay un mono; todos parecen muy pacíficos y ninguno se preocupa por el otro; pero si un mono quiere trepar a una palmera ajena se produce una salvaje defensa mediante el lanzamiento de cocos».

La segunda cuestión tiene que ver con los jóvenes y sus familias, o para ser más exactos, con los mensajes que reciben de aquí, allá y acullá. Parece indiscutible que la igualdad de oportunidades a la hora de acceder a la universidad debe ser real, que la meritocracia tiene que ser justa y equitativa, pero eso no significa que ser universitario sea obligatorio, que hay que embarcarse en la universidad sea como sea. Habrá que reconocer que hay jóvenes a los que no les gusta la profesión de buscador de verdades, bellezas y bondades, ni están dispuestos a cogerle el gusto porque sus cabezas y almas están en otras cosas. Y no pasa absolutamente nada. Los Ciclos de Formación Profesional, por ejemplo, son tan dignos y respetables como los grados universitarios y también facilitan una vida lograda, siempre y cuando no se minusvaloren presentándolos como un mero atajo para llegar a la universidad.

Y la tercera cuestión tiene que ver con el profesorado, especialmente de universidades públicas y con contrato indefinido. Necesita lo que Diógenes le pidió a Alejandro: «que no nos quiten el sol». Eso implica, por un lado, no atosigarle con aquello del «publish or perish» o con un sinfín de tareas oficinescas; y garantizar y revalorizar su tiempo de estudio personal. Los profesores que se presentan ante los estudiantes como estudiantes avanzados, aventureros que buscan verdades, bellezas y bondades, tienen un valor y rentabilidad incalculables, calan y consiguen ser inolvidables. Y, por otro lado, también implica desenmascarar a los caraduras, que son muy pocos, pero haberlos haylos. No se explica que no haya consecuencias serias para profesores que se dedican básicamente a tomar el sol a expensas de la universidad.

Francisco Esteban Bara es profesor de Teoría e Historia de la Educación en la Universidad de Barcelona.

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