¿Ser ‘woke’ o no serlo?

Todo comenzó a principios de la década de 1980. La expresión ‘políticamente correcto’ surgida del mundo universitario, se impuso inicialmente en Estados Unidos y luego en Europa. El ambiguo término implicaba que había que vigilar el lenguaje y el comportamiento hacia aquellos que eran diferentes por sus orígenes, sexo, costumbres, valores o forma de vida. ‘Políticamente correcto’, inicialmente un insulto a los adversarios, se convirtió progresivamente en algo positivo, de nuevo apropiado como ‘intelectual’ o ‘impresionismo’ que, en Francia, en un principio, eran términos despectivos. La esencia de lo políticamente correcto tenía que ver con la depuración del lenguaje hablado y escrito, una vez que se admitió que ciertas palabras podían ser como balas de fusil.

De esta revolución data la desaparición en Estados Unidos, y luego en Europa, de la palabra ‘negro’, reemplazada por ‘afroamericano’. Una disciplina relativamente fácil de respetar en la conversación, pero ¿cómo tratar los textos antiguos? ¿Debería dejarse de leer y enseñar a Mark Twain en las escuelas, con el pretexto de que el autor no dejaba de hablar de negros, cuando, durante toda su vida había estado en contra de la esclavitud? ¿Debería lo políticamente correcto ser retroactivo, obligando a revisar el pasado o, al menos, nuestra lectura del pasado?

Por mi parte, considero que cuidar el lenguaje para no ofender al prójimo, aunque sea inadvertidamente, es un progreso social y moral. No me cuesta nada decir afroamericano en lugar de negro, si este modesto esfuerzo mío le ahorra al otro algo de sufrimiento. Tampoco me cuesta trabajo aceptar que los obesos, los enanos, los discapacitados, los homosexuales y los transexuales son tan normales como yo; simplemente son diferentes. Al aceptar esta diferencia, reducimos el sufrimiento de las ‘minorías’, que dejan de serlo, y aprendemos sobre nosotros mismos y nuestra supuesta normalidad. Este enfoque lo teorizó el filósofo Michel Foucault, en la década de 1970. Foucault no tenía igual al reconocer, detrás de las palabras, las instituciones y las leyes, el ejercicio violento del poder, bajo el engañoso nombre de la normalidad y la mayoría. En exceso, quizá, pero probablemente hay que ser excesivo para hacerse oír en el tumulto de nuestros debates intelectuales y mediáticos.

Debido a este mismo exceso, ahora estamos pasando de lo políticamente correcto, ya obsoleto, a una especie de etapa superior, la ideología ‘woke’. El término, tomado del argot afroamericano, significa ‘despierto’. Despierto, es decir, consciente de todas las iniquidades. Evidentemente, la lista es larga. Ser ‘woke’ requiere estar particularmente atento a todas las minorías, pero esta lógica, llevada al extremo, multiplica la noción de minoría; ¿no es cada individuo una minoría en sí mismo? Ser ‘woke’ exige enfrentarse a cualquier opresión, objetiva y subjetiva, incluso si está sancionada por la democracia. #MeToo es el aspecto más conocido de esta revolución ‘woke’. Una revolución necesaria que a veces lleva a condenar a personas inocentes por acosos imaginarios, pero reconocemos las revoluciones por las que algunos inocentes pierden la cabeza. Ser ‘woke’ es implícita o abiertamente brutal, ya que esta ideología exige pasar de una civilización patriarcal, declarada arcaica, a una nueva civilización, basada en el triunfo de la diferencia; ser diferente es mejor. Esta inversión de las normas, una especie de carnaval cultural, llevada a su conclusión lógica, desemboca en lo que en Estados Unidos se denomina cancel culture, no la cancelación de la cultura, sino la cultura de la cancelación.

Ésta, turbulenta en el ámbito universitario, lleva a retirar la palabra, o la pluma, a todos aquellos que no se adhieren a la ideología ‘woke’, en el presente y en el pasado. El derribo de estatuas que representan a los opresores del pasado, la revisión de libros de historia, la sustitución de nombres de calles o escuelas, son parte de esta cultura de la cancelación. Algunas escuelas estadounidenses abandonan su denominación tradicional de Jefferson o Washington, a pesar de que fueron los fundadores de EE.UU., porque poseían esclavos. En Francia, Colbert, según este modelo, está condenado al basurero de la historia; fue, sin duda, el fundador de la administración moderna bajo Luis XIV, pero también el organizador de la trata de esclavos entre Nantes, África y las Indias Occidentales.

Si ser ‘woke’ nos anima a releer nuestra historia y nuestras filosofías, alineándonos con las víctimas más que con los vencedores, me parece que esta ideología enriquece más que perjudica. A condición de que se le dé un buen uso; se puede releer la historia, pero no deberíamos reescribirla. Puede ser lamentable que los europeos conquistaran América, pero no podemos comportarnos como si no la hubieran conquistado, ni revertir esas conquistas. Esto tiene consecuencias: los afroamericanos piden indemnizaciones porque sus antepasados fueron transportados en contra de su voluntad a EE.UU. Pero ¿quién debería ser indemnizado y basándose en qué? ¿Deberíamos compartir esa indemnización con los traficantes árabes y africanos que entregaron estos esclavos a los blancos? Puestos a ser ‘woke’, seámoslo completamente y no solo antiblancos.

El principal riesgo de la ideología ‘woke’ es su inconsistencia; sus turiferarios se exaltan por causas lejanas, pero no se aplican a sí mismos su método de investigación. Para concluir con un ejemplo concreto, sería partidario, muy ‘woke’, de que en la tumba de Napoleón en Los Inválidos se incluyera la mención de todos sus crímenes y el número de sus víctimas. Pero dejaría intacta la tumba que da testimonio de su época. El ‘woke’ está bien si suma, pero caemos en el ridículo si, para ser woke, es necesario restar.

Guy Sorman

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