¿Será 2010 el año de Camus?

¿Este nuevo año es camusiano? Me hago esta pregunta porque escribo en el día del quincuagésimo aniversario de la muerte del autor de El primer hombre. La respuesta es "sí". Y no porque los prodigiosos homenajes que se le están dedicando dejen atónitos a quienes saben del purgatorio, e incluso infierno, al que le relegaron durante tanto tiempo la mayoría de los intelectuales franceses. Sino porque el hombre que reflexionó sobre el suicidio, el asesinato, la revolución y la rebelión, imponiéndose como disciplina una lucidez extrema, el pensador que abominó de lo absoluto, cultivó la duda, introdujo heroísmo en el comedimiento y anticipó que en lo sucesivo tendríamos que intentar conservar el mundo en vez de intentar cambiarlo, ese hombre definió un comportamiento y una actitud en vez de un credo. Y eso es exactamente lo que necesita nuestra época.

Hace ya mucho, además, que no oímos a nadie evocar un "futuro mejor", ni a los países que van hacia el Sol naciente, celebrar las "primeras mañanas del mundo". Tampoco se habla ya de las ilusiones que se originaron tras la caída del Muro de Berlín, ni de la muerte de las ideologías, ni del fin de la Historia, ni del reinado universal de la democracia y la economía de mercado. Y aquí estamos, privados de sueños y carentes de futuro.

Pasemos a las realidades.

La primera es que, según las conclusiones de la cumbre de la FAO, celebrada en Roma, hay mil millones de personas que sufren de malnutrición.

¡Mil millones! Una cifra extraña y desoladora. Si la cito en primer lugar es porque, desgraciadamente, para los que se hartan de comer, la tentación de considerar esta aterradora constatación de la FAO como una abstracción, producto de una invencible fatalidad, siempre es grande. Lo mismo que la de pensar que, como el remedio no está a nuestro alcance, podemos dejar para luego la obligación de pensar en ello.

Sin embargo, yo también voy a hacerlo ahora, para evocar el enfrentamiento que domina la escena mundial en este comienzo del siglo XXI.

Antaño, luchamos contra las ideologías marxista y nazi, que se transformaron en religiones. Hoy, en ciertas zonas del mundo, es al revés. Tenemos que enfrentarnos con unas religiones que se transforman en ideologías: el islamismo, sobre todo -que aún golpea en Irak, Afganistán y parte de Pakistán-, una forma mesiánica del sionismo judeoamericano y una mística, la de los evangélicos estadounidenses, que empujó a Georges W. Bush a desencadenar la guerra en Irak.

Este retorno al imperialismo religioso ha cobrado una importancia mucho mayor aún desde la revolución iraní de 1979 y desde que las autoridades de Teherán consolidaron su liderazgo sobre los puestos avanzados del Hezbolá libanés, el Hamás palestino y, ahora, de los rebeldes de Yemen, que amenazan a Arabia Saudí. Varios Estados musulmanes de la región temen a Irán hasta el punto de desear una intervención militar, aunque sea israelí, contra el régimen de los mulás.

Se trata de las relaciones que Occidente mantiene con el islam y que Barack Obama se ha propuesto transformar, en particular con su discurso de junio del pasado año en El Cairo. Pero, sin embargo, hay un hecho que no debemos olvidar nunca: entre el 85% y el 90% de las víctimas de los atentados islamistas son musulmanes. Junto a la amenaza del "choque de civilizaciones", está la inmensa realidad de una verdadera guerra civil y religiosa.

Seguramente, en la observancia de los cinco mandamientos de Dios establecidos en el Corán, hay factores unitarios que pueden dar pábulo a la ilusión de un poder musulmán cuya fuerza se basa en mil millones de creyentes. Pero, aunque el islam sea uno, los musulmanes nunca han sido tan diversos ni han estado tan divididos.

De hecho, dos grandes corrientes de pensamiento separan a los partidarios de una interpretación radical, e incluso violenta, del mensaje coránico de aquellos que, por el contrario, pretenden modernizar el islam en vez de islamizar la modernidad. Un número creciente de musulmanes estima, en efecto, que el islam no tiene nada que perder en adoptar unos valores universales que, equivocadamente, suelen denominarse "occidentales", cuando, a menudo, fueron los orientales quienes contribuyeron a establecerlos.

Esta última constatación nos incita a volver sobre el increíble desbarajuste que ha provocado el Estado sarkozysta al plantear el debate sobre la identidad nacional francesa como lo ha hecho. Peor imposible. Me explico. Personalmente, yo deseaba que Francia definiera y propusiera la forma republicana de nuestra nación como un ejemplo de éxito, como un recurso positivo a ojos de los millones de musulmanes que luchan contra la regresión islamista. Desde mi óptica, no se trataba en absoluto de una forma de exclusión, sino de una incitación a transformar a los ciudadanos musulmanes en copartícipes de la fidelidad a una tradición y a un proyecto.

Esos ciudadanos musulmanes comprenden cada vez mejor que, para ofrecer la imagen más moderna posible del islam, la más abierta y fraternal, conviene evitar todos los signos de aislamiento, de separación y repliegue sobre sí mismos. En otras palabras: todo lo que puede justificar las reacciones más aberrantes, que han ido desde la denuncia de un nuevo fascismo (Emmanuel Todd), hasta la investigación de las disfunciones de las leyes para la concesión de la nacionalidad francesa.

Es hora de volver a lo más básico y fundamental. Francia no es un país racista. Si no, todos esos millones de jóvenes magrebíes no soñarían en venir aquí. No es un país fascista. Si no, nadie tendría la libertad de proferir tal acusación. Como todos pudimos ver en las pantallas televisivas durante las pasadas fiestas navideñas, los best of del año que acaba de terminar demuestran que raramente un jefe de Estado y un Gobierno han sido tan estigmatizados y ridiculizados en Francia como los actuales.

Una vez dicho todo esto, no se comprende por qué iba nadie a prohibirnos plantearnos en Francia las mismas preguntas sobre el islam que se hacen millones de musulmanes en todo el mundo. Por mi parte, yo observo que si bien, por miedo a pasar por islamófobos, muchos franceses no musulmanes se indignan ante la sola idea de que se abra un debate sobre este asunto, por su parte, muchos musulmanes lo aceptan bajo la forma que yo he pretendido preconizar.

En mi vida, he tenido tres buenos amigos entre los grandes escritores francófonos y musulmanes: Kateb Yacine, Mohammed Dib y Rachid Mimouni. Una de las cuestiones prioritarias para los tres era atajar la ola de regresión islamista, que un día podría alcanzar al islam europeo. (Sobre este último punto, hay que leer o releer el último libro de Kateb Yacine, El poeta como boxeador, publicado a título póstumo en 1994 por Ediciones Seuil).

Jean Daniel, fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur. Recibió en 2004 el Premio Príncipe de Asturias. Sobre Oriente Próximo ha publicado Dieu est-il fanatique? (Arléa), La prison juive (Odile Jacob) e Israël, les Arabes, la Palestine: chroniques 1956-2008 (Galaade). Su último libro es Les Miens (Grasset). Traducción: José Luis Sánchez-Silva