¿Será la UE los Estados Unidos de Europa?

¿Avanza la Unión Europea (UE) hacia los Estados Unidos de Europa? La pregunta se la plantean cada vez más europeos. Pero no es la que deberíamos estar haciéndonos.

Todos conocemos la historia oficial de la creación de la Unión Europea: tras la Segunda Guerra Mundial, las naciones europeas decidieron unirse para garantizar la prosperidad y la paz en un continente devastado por sus divisiones históricas.

Suena bien, y es la verdad, pero no es toda la verdad. Entenderlo es importante.

La realidad de estos últimos 70 años de integración europea es la de un proceso que surgió de la necesidad, y que ha evolucionado a trompicones y regañadientes, con décadas de estancamiento seguidas por súbitos avances, fruto de las circunstancias del momento.

Así, las Comunidades Europeas fueron la respuesta económica y emocional a la pérdida de los imperios coloniales. El mercado único, la consecuencia última de una crisis del petróleo provocada por una guerra en Oriente Medio. Y la unión monetaria, el precio que tuvo que pagar Alemania para que Francia permitiera su reunificación tras el fin de la Guerra Fría.

Saltando de crisis en crisis, Europa se ha visto con un ente político sobre la mesa. Un ente que nadie termina de entender, pero que continúa integrándose, y cada vez de forma más rápida.

Dos acontecimientos han terminado por acelerar este proceso hasta un punto que podría ser el de ruptura. El brexit y la pandemia de la Covid-19.

Tradicionalmente, la locomotora francoalemana ha empujado el proceso integrador (cuando la ocasión lo ha permitido) y el freno británico ha contrapesado esas ambiciones. Unos y otros guiados por su interés nacional y por visiones contrapuestas de qué función debe cumplir la Unión Europea.

Para París y Berlín, la UE es un matrimonio en régimen de gananciales en el que cada cónyuge aporta lo que el otro no puede permitirse, y el resto les sigue de mejor o peor gana. Francia pone el liderazgo diplomático, militar y político. Alemania pone el dinero. La fuerza de un bloque de 150 millones de habitantes y el 40% del PIB de la UE supone, en la práctica, que nada se mueve en Bruselas sin el visto bueno de París y Berlín.

Los británicos, para los que oponerse a la hegemonía de un solo actor en Europa fue el eje rector de su política exterior durante siglos, entendieron que participar en la integración europea era la mejor forma de evitar la preponderancia francoalemana en el continente y de marcar los ritmos de la integración.

Charles de Gaulle lo sabía, y por ello bloqueó el ingreso británico mientras estuvo en su mano hacerlo.

Cuando finalmente Reino Unido se unió a la Comunidad Económica Europea en 1973, los británicos lo apoyaron de forma entusiasta, sabedores de que esta podría expandirse geográficamente o profundizar en su integración, pero no ambas cosas al mismo tiempo.

Con la salida del Reino Unido de la Unión Europea se ha eliminado el mayor obstáculo a la ambición federalista de alemanes y franceses, desatando un nuevo frenesí integrador.

Hoy vuelve a hablarse de los Estados Unidos de Europa. Pero, lejos de haber desterrado el espectro del euroescepticismo, este impulso renovado por profundizar en la integración podría estar alimentando escepticismos nuevos. O avivando los viejos.

Porque aunque fuera el más importante de los reticentes, Reino Unido no fue el único país que ingresó con desgana en la UE.

Para el sur y el este del continente, unirse al club comunitario trajo obvios beneficios económicos, pero implicó sobre todo el volver a Europa tras años de dictaduras de uno u otro color político. Pero otros, como Holanda, Austria o los países escandinavos, se subieron al tren de Bruselas menos por idealismo que por una valoración pragmática de los costes políticos y económicos de no hacerlo.

Cuando el Reino Unido aún se sentaba a la mesa, estos Estados podían delegar en los británicos la incómoda tarea de aguarle la fiesta a Bruselas. Pero con Londres fuera y la crisis provocada por la Covid-19 empujando a Europa hacia una integración económica impensable hace unos años, corremos el riesgo de hacer descarrilar todo el proceso.

¿Y qué pinta España en todo esto?

A diferencia de nuestros vecinos, España no tiene una conciencia geopolítica propia. Tampoco una idea sobre el papel que quiere desempeñar en el mundo. Y eso se nota también en Bruselas.

Ante los grandes debates europeos, nuestro país se debate entre el europeísmo naif de los que piensan que todo lo que viene de fuera es mejor y el euroescepticismo creciente de los que ven en cada revés en Bruselas una afrenta al honor de España.

Los españoles, especialmente los que amamos a Europa, debemos entender que la Unión Europea, además de un ideal, es también un instrumento al servicio de los intereses nacionales de sus miembros.

Debemos entender también que hasta que surja una verdadera conciencia de objetivos compartidos, nuestro país tiene que jugar a este juego con la misma dureza con que lo hacen los demás grandes.

¿Avanza Europa hacia los Estados Unidos de Europa? Probablemente no, pero tampoco hubo nunca necesidad de ello.

Este proyecto se construyó y se sostiene sobre una suma de intereses nacionales. Y sobre esa base debe seguir avanzando.

Forzando la máquina de Europa para que vaya más allá de donde sus miembros están dispuestos a ir corremos el riesgo de tirar por tierra todo lo conseguido a lo largo de estos 70 años.

Confío en que llegue un día en que un sueco sienta las islas Canarias tan propias como Gotland, o en que un francés se alarme tanto como un lituano ante la constante hostilidad de Rusia. Las nuevas generaciones que han crecido a la sombra del programa Erasmus y descubren Europa mochila al hombro son una razón para la esperanza.

Hasta entonces, no debemos distraernos en debates innecesarios. La Unión Europea ya cuenta con instrumentos formidables. Pongámonos de acuerdo y saquémosles el máximo partido.

José Ramón Bauzá es eurodiputado de Ciudadanos en el Parlamento Europeo.

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