¿Será negativo el impuesto?

En política, las ideas nuevas escasean. A poco que volvamos a leer a los antiguos, Cicerón o Polibio, parece que ya todo esté dicho. O casi. En esta época, en el debate democrático reina, y con toda la razón, una nueva preocupación: ¿cómo podemos hacer que todo el mundo acepte los efectos acelerados de la globalización de los intercambios? El crecimiento económico siempre se ha basado en la destrucción creadora, en la que las actividades anticuadas desaparecen y aparecen otras nuevas más eficientes. En este proceso, hay hombres y mujeres, para los que se crearon los subsidios de desempleo y los incentivos para la formación continua, que están atrapados entre dos empleos. El ciclo se acelera, lo que hace que aumente el nerviosismo, fundado o infundado, ante un futuro desconocido. La opinión pública, en general, atribuye únicamente a la globalización la magnitud de la destrucción creadora. Erróneamente. Los intercambios internacionales añaden incertidumbre, pero la principal causa de la destrucción creadora sigue siendo el progreso técnico. La globalización, si es real, viene en segundo lugar, pero es la primera cabeza de turco, de ahí los movimientos populistas que dan a entender, equivocadamente, que el cierre de las fronteras y el proteccionismo permitirán restablecer el pleno empleo.

Los economistas responden a este nerviosismo de manera general: afirman que la innovación y los intercambios mejoran la economía, globalmente, por término medio. Pero nadie vive por término medio, ni globalmente, y cada uno, evidentemente, mira por su situación personal. Si empeora, la mejora global de la economía no es tranquilizadora en sí. A la inquietud, justificada o no, se le suma el efecto de asimetría que perpetúan los medios de comunicación. Una empresa antigua que cierra aparece en primera página porque es espectacular. Y otra que abre pasa desapercibida porque nadie sabe dónde está, ni si su futuro es prometedor. La creación de Microsoft o de Zara pasó inadvertida en su época. La solución menos mala a esta distorsión entre la percepción individual y el crecimiento global, que haría que la globalización y el progreso técnico fuesen aceptables sin desestabilizar a los empleados amenazados, sería lo que normalmente se llama la renta mínima universal o, en términos más técnicos, el impuesto negativo sobre la renta.

La renta mínima universal es fácil de enunciar: la colectividad nacional garantiza a cada uno en todo momento, ya sea rico o pobre, o esté activo o desempleado, una renta que permite vivir decentemente. El Gobierno fija anualmente la cuantía, que puede variar según la situación familiar y, evidentemente, tiene que ser compatible con los recursos públicos. Una manera práctica de distribuir esta renta mínima es crear un impuesto negativo. Cada uno declara su renta, sea cual sea, y los que se encuentran por debajo de un cierto umbral, el de la dignidad, perciben una suma que les hace alcanzar el nivel mínimo. Los que están por encima del mínimo pagan un impuesto progresivo sobre la renta. Pero, y es aquí donde todo se complica, la renta mínima solo es compatible con el equilibrio de las finanzas públicas siempre que sustituya a todas las ayudas sociales que existen actualmente. Lo que haría perder a algunos unas prestaciones específicas y reduciría enormemente los poderes del Estado, que ya no podría crear clientelas habituales. Además, la filosofía de la renta mínima es profundamente liberal porque parte de la base de que, una vez que se haya concedido la renta mínima, cada uno la usará como le convenga, moral o inmoralmente, y de forma socialmente útil o inútil; esta reforma se basaría por completo en la responsabilidad personal.

No se sabe quién tuvo esta idea de la renta mínima. Milton Friedman, en la década de 1970, abogó por ella, pero no se le ocurrió a él. Yo mismo defendí este proyecto en Francia en la década de 1990, sin más éxito que Friedman en EE.UU. La idea, por tanto, es nueva en la medida en que nunca se ha llevado a cabo. Pero en este momento vuelve a estar sobre la mesa. Finlandia está realizando un experimento con una renta mínima, pero con una muestra demasiado restringida de 2.000 personas. Corea del Sur se la plantea. Los socialistas franceses la proponen, pero, absurdamente, añadiendo la renta mínima a las prestaciones existentes, lo que resulta imposible desde un punto de vista financiero e incoherente desde un punto de vista filosófico. En la cumbre de las vanidades que acaba de celebrarse en Davos, se ha hablado de la renta mínima en los debates para hacer frente al populismo. Por desgracia, en Davos y en otros lugares, se han destacado sobre todo los aspectos técnicos y financieros de la renta mínima sin mencionar la revolución intelectual que lleva aparejada: la neutralidad social del Estado y la sustitución de la tutela burocrática por la responsabilidad personal. Razones por las cuales Milton Friedman apoyaba la renta mínima, que es la única política social, según él, compatible con un orden liberal.

Sean cuales sean los malentendidos sobre la renta mínima y el impuesto negativo, la idea es nueva y sería eficaz porque tranquilizaría a los pueblos, acompañaría al progreso económico, mejoraría la oferta política de los partidos de inspiración liberal, e incluso socialdemócrata, y debilitaría el discurso populista. La renta mínima es, parafraseando a Luigi Pirandello, un personaje en búsqueda de autor.

Guy Sorman

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