Sermoneadores

Vamos a un museo importante, nos ponemos delante de alguna reliquia famosa originaria de otro país, por lo general pobre. Pedimos que nos hagan una foto delante de la pieza y poco después la subimos a alguna red social acompañándola de una reflexión sobre el expolio cultural. Lo que decimos es justo y genera likes. Nuestro juicio sobre el expolio no nos ha impedido, sin embargo, pagar la entrada al museo y admirar las obras, porque somos así de complejos y la realidad no es tan simple, dicho esto último sin ironía.

La escena que acabo de describir, o foto, la podríamos protagonizar cualquiera de nosotros. Y donde he escrito museo podría haber puesto, por ejemplo, el día que escogemos ir en bici al trabajo en lugar de en coche, o la vez en la que nos gastamos un poco más de dinero comprando en una tienda cuya ropa se hace aquí en buenas condiciones y no en Bangladés, o aquella otra en que cocinamos hamburguesas veganas y nos prometemos, por supuesto públicamente, comer menos carne y no probar la que proviene de macrogranjas. Ya no solo exhibimos nuestra vida en las redes, sino que a menudo hacemos proselitismo con ella.

Las clases altas han celebrado siempre actos benéficos, siendo ellas las primeras beneficiarias en términos de prestigio moral. Pero el querer ser buenos, y sobre todo que los demás lo vean, no tiene clase social; es una conducta que nos asegura la pertenencia al grupo, cuyas creencias ratificamos con nuestro comportamiento. Hoy ese “ser bueno” pasa por una suerte de activismo light que no conlleva cambios profundos. Tampoco los exigimos seriamente a los responsables políticos o a las empresas. La distancia entre las palabras y las cosas es enorme: nos quedamos solo con la declaración de intenciones y nos despreocupamos de su correlato real. Vacíos de contenido, nuestros sermones quedan reducidos a una cuestión de buen gusto, a una suerte de decoro cool: estamos en la onda, en la conciencia del momento, al tanto de que el mundo se va al garete y de que debemos darnos prisa por salvarlo y denunciar a los malos, si bien nuestra acción solo la registra Instagram. O la tienda de productos bio, si tenemos el dinero suficiente. Este clima sermoneador donde pocas cosas cambian, aunque siempre parezcamos a punto de hacer una revolución, solo sirve para publicar reportajes en suplementos dominicales y ponérselo facilísimo a los poderosos, que siempre juegan a la confusión entre el relato y los hechos, y que ahora cuentan con el sentimiento de culpa de la ciudadanía.

El compromiso con las causas justas vende. Empresas que hasta hace poco no parecían muy preocupadas por el medio ambiente, como Endesa, Ferrovial, Iberdrola, OHL —ahora llamada OHLA— o Naturgy ofrecen, con el Ministerio para la Transición Ecológica, una Guía Práctica de Restauración Ecológica, un documento de consenso sobre las herramientas metodológicas para la futura estrategia nacional de infraestructura verde y de la conectividad blablablá: de nuevo palabras, que es lo único que hay cuando se invoca el futuro, pero ¿quién controla a los que dicen que controlan a estas empresas, algunas de ellas célebres no solo por sus prácticas antiecológicas —Naturgy e Iberdrola vaciaron embalses para aprovechar los altos precios de la luz—, sino por ser muchas de ellas puertas giratorias para ex altos cargos políticos?

Calzedonia lanza una colección a la que llaman Eco-Sustainable cuyos pantis de hilos reciclados no me duraron enteros ni un día: es lo más fast fashion que he comprado nunca. Mercadona tiene una marca llamada Bosque Verde, The Body Shop publicita sus productos con la etiqueta Cruelty Free. Los centros comerciales, esos templos del capitalismo más salvaje, no tienen empacho en lucir el logotipo de la Agenda 2030, al igual que la solapa de la chaqueta del presidente, pero no se advierte en ellos señal alguna de cambio: las franquicias más agresivas siguen haciendo su agosto en ellos. Y hace tiempo que muchas marcas de moda y cosméticos copiaron la publicidad inclusiva de Benetton: la fiesta consumista también es para los desheredados del mundo.

Los políticos no toman ninguna medida de gran calado, pero nos sermonean sin tregua, apelando a nuestra culpabilidad, como antes el poder religioso. Los que menos tienen cargan con los cambios: hay que comprarse coches eléctricos de precios prohibitivos para los que no existe infraestructura, hay que gastar menos energía, hay que comer saludable. Sobre esto último, el recetario que sacó el Ministerio de Consumo fue toda una declaración de impotencia. En vez de tomar medidas contra la comida basura, más barata y a veces la única que muchos hogares pueden permitirse, un ministro de izquierdas saca un manual para que la gente aprenda a comprar y a cocinar como Dios manda. ¡Si es que la culpa es vuestra y encima hay que decíroslo todo!

Y ya paro, que me temo que esto también es un sermón.

Elvira Navarro es escritora. Su último libro es Las voces de Adriana (Random House).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *