Servicios de inteligencia

Cae la tarde en Irak. En una carretera que transita desde Bagdad hacia el sur, cerca de la pequeña localidad deLatifiya, una figura anónima se apea de un vehículo y deposita un ramo con siete rosas atadas con una cinta con los colores de la bandera de España. El número de flores y el lugar elegido no son casuales: más de dieciocho años atrás, el 19 de noviembre de 2003, siete agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) murieron allí en una emboscada realizada por un grupo insurgente local, tras plantar resistencia para no abandonar a los primeros heridos. Ocurrida un mes después de que otro miembro del CNI fuera asesinado en Bagdad, la tragedia de Latifiya ofreció un atisbo

del difícil trabajo realizado en la sombra por algunos agentes del servicio de inteligencia español a quienes podría aplicarse la descripción utilizada por un personaje de John le Carré: «hombres buenos en países malos, que arriesgaban la vida por nosotros». La frase es válida salvo por el detalle de que no existen países malos sino, más bien, lugares peligrosos, como peligrosos son muchos de los destinos elegidos por no pocos hombres y mujeres del CNI, recién devuelto a las portadas de los periódicos a raíz del caso Pegasus, pocos días antes de cumplir su veinte cumpleaños.

Al nutrirse generalmente de retazos informativos y estereotipos, la opinión ciudadana sobre los servicios de inteligencia no suele ser demasiado fiable. Como el género del esperpento postulado por Valle Inclán, cuando aparece reflejada en los espejos (cóncavos) de la literatura, el cine y los medios de comunicación las actuaciones reales o supuestas de los servicios proyectan una imagen sistemáticamente deformada. La distorsión puede cristalizar en artefactos de pura fantasía proyectados en las películas y novelas de espías o apoyarse en testimonios y hechos reales que, pese a todo, disparan juicios globales erróneos, ya sea porque los hechos considerados remitan a prácticas sumamente inusuales cometidas por traidores abandonadas hace tiempo, porque se presenten desconectados de otras informaciones relevantes de significación inversa, o porque se interpreten a través de algún cliché. Así ocurre a menudo con los escándalos ventilados en la prensa y algunas investigaciones periodísticas sobre delitos y abusos atribuidos a los servicios de inteligencia. Las sospechas más frecuentes suscitadas son las de espiar masiva e ilegalmente a políticos y particulares, funcionar como Estados paralelos que manipulan y coaccionan a las autoridades legítimas, mantener alianzas inconfesables (con Estados autoritarios, grupos subversivos, extremistas, terroristas, organizaciones criminales), incluso cometer crímenes horrendos (asesinatos, atentados, secuestros, torturas). Cosas así han ocurrido y aún siguen dándose en algunos países, pero es francamente difícil que sucedan hoy en España.

Heredero del CESID (Centro Superior de Información de la Defensa), que hizo importantes contribuciones al proceso de transición democrática y la lucha antiterrorista, pero cuyo funcionamiento e imagen quedaron lastrados por algunas prácticas ilegales y una regulación legal insuficiente, el CNI nació en mayo de 2002 mediante dos leyes redactadas para adaptar su funcionamiento al marco de un Estado de Derecho y al escenario estratégico configurado durante los años que van del fin de la Guerra Fría al 11-S. La denominación ‘servicio de inteligencia’ no es ningún eufemismo: la primera misión del CNI establecida por ley es aportar al presidente y su Gobierno informaciones, análisis y propuestas que ayuden a prevenir cualquier hecho o actividades de origen internacional o autóctono que amenace la independencia o integridad territorial de España, su estabilidad y la seguridad nacional, lo que lógicamente inquieta a quienes conspiran contra el Estado.

Asimismo, el CNI tiene encomendado apoyar a las tropas españolas destinadas en el exterior, prevenir, detectar y neutralizar operaciones de espionaje e influencia que puedan ser promovidas por servicios de inteligencia extranjeros dentro del territorio nacional y, a través del Centro Criptológico Nacional, proteger las comunicaciones de los principales órganos del Estado y actúar en primera línea de defensa en el ámbito de la ciberseguridad.

Las actuaciones del CNI son secretas, dado que esa es la única manera de realizarlas con eficacia, pero también están sujetas a diferentes controles: político (el Gobierno fija sus objetivos), parlamentario (a través de la Comisión de Secretos Oficiales), económico (partida de gastos reservados en el marco de la Ley de Presupuestos Generales del Estado y control financiero permanente de la Intervención General de la Administración del Estado), y judicial: como se ha recordado estos días, aunque no lo suficiente, el CNI solo puede interceptar una comunicación privada o entrar en un domicilio de un ciudadano español bajo autorización de un magistrado del Tribunal Supremo. Por esta razón es improbable que las recientes acusaciones de espionaje masivo resulten ciertas.

Por supuesto, casi todos los servicios secretos realizan acciones secretas que no están directamente relacionadas con labores de inteligencia y contrainteligencia. Algunas de esas operaciones encubiertas suelen terminar saliendo a la luz, mostrando hasta qué punto varían de unos casos a otros. Así, mientras que en los últimos años los servicios rusos han promovido diversas campañas de desinformación, potenciado a partidos populistas y antisistema, y asesinado a ciudadanos rusos críticos con el Gobierno de Putin, no existe indicio alguno de que el servicio español haya incurrido en ese tipo de prácticas indeseables. En cambio, es sabido que ha intervenido en la resolución de los secuestros de varios ciudadanos españoles capturados por piratas y terroristas en el golfo de Adén, el Sahel y Oriente Próximo.

Por eso, la próxima vez que escuchen ultrajar a los miembros del CNI tirando de topicazos (‘las cloacas del Estado’) o acusándoles de delinquir sin presentar evidencia alguna, mientras el deber de secreto a los acusados les impide defenderse, recordemos la radical diferencia que distingue a unos agentes que matan a sus compatriotas de otros que salvan vidas y trabajan cada día para proteger nuestras instituciones, jugándose el tipo en países lejanos, o bien dejándose las pestañas elaborando informes en un despacho. Entre tanto, un puñado de golpistas con cargo oficial se rasgan las vestiduras por suponerse espiados. En otras palabras: volvemos al esperpento.

Luis de la Corte es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del Instituto de Ciencias Forenses y Seguridad.

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