Servicios sexuales

Servicios sexuales

Una vez, hace mucho, me fui de prostitutos durante toda una tarde. Fue en el año 2001. Contacté con ellos (dos) a través de la sección de contactos de un diario. En realidad, contacté con una decena. Les envié a todos el mismo SMS –no había whatsapps–: «¿Cuánto me cobras por charlar conmigo una hora?». Me fui con los dos que contestaron. Advertencia para malpensados que ya me estén atribuyendo una extraña parafilia: todo fue por trabajo. Estaba escribiendo una novela protagonizada por un joven que vende servicios sexuales. Me encontraba en plena documentación, necesitaba información verídica y de primera mano. La logré, aunque reconozco que fue la más cara de toda mi vida.

De los dos profesionales que contactaron conmigo, uno cobraba el doble que el otro. Ambos me hicieron precios especiales, en la lógica de que solo hablar resultaba más económico que pasar a la acción. Las cantidades aún eran en pesetas. Cité al primero en una cafetería cerca del mercado del Born, que por aquel entonces no era un museo ni se sabía que iba a serlo. Me cobró por adelantado: 8.000 pesetas (48 euros de hoy). Más tarde me confesó que no se fiaba de mí ni un pelo y que durante gran parte de nuestra entrevista habíamos estado vigilados por un cuñado suyo, cinturón negro de algo. Supongo que al cuñado no debí de parecerle peligrosa, porque no me fue presentado.

Tomé notas desde el primer minuto (las mismas que estoy consultando ahora para escribir este artículo). El primero de mis prostitutos me contó que, aunque la mayoría de los clientes eran hombres, él únicamente se acostaba con mujeres. Por lo visto, las volvía locas. Tenía muchas clientas fijas, aseguró, y le encantaba satisfacerlas. La razón por la que cobraba más caro que sus colegas era porque tenía un secreto, una peculiaridad anatómica. Algo sobre la inclinación del miembro, creo que dijo, pero no acabé de comprenderlo (o tal vez me faltaba experiencia al respecto, no sé).

De día ejercía como peluquero. Opinaba que la peluquería era un lugar ideal para detectar lo que llamó «chicas descontentas». Las mujeres hablamos mucho en la peluquería, me temo. Ya ven que a veces puede estar escuchando alguien muy interesante.

El otro me cobró la mitad, 4.000. Nos vimos cerca de plaza de Catalunya. Era realmente guapo, un morenazo de ojos verdes al que solo le faltaban (según mis cánones) unos centímetros de estatura para ser perfecto. Le conté lo que me había dicho su colega. «Miente», dijo, rotundo, sin dejarme terminar: «Entre los clientes apenas se ven mujeres y cuando las hay, son temibles: empiezan a hacerte preguntas lastimeras y a comportarse como tu madre». Por eso él dijo preferir a los hombres, que van al grano, no pierden el tiempo, ni pretenden redimirte. Aunque a veces, en el poscoitum, me confesó, muchos también tenían momentos de debilidad y le enseñaban fotos de los hijos, como cualquier papá orgulloso.

Tenía muchos clientes fijos, semanales o quincenales. Nunca quedaba en su casa, ni usaba su nombre auténtico. Se protegía, trataba de evitar los problemas. El de la prostitución es un mundo sórdido, y tras hablar con él más de una hora y media –fue generoso– comprendí hasta qué punto lo es.

Leo que en Inglaterra son cada vez más las mujeres que pagan por servicios sexuales. Madres jóvenes sin pareja, divorciadas, ejecutivas, solteras con experiencia, damas con poder. Mujeres que tienen en común su decisión, su bienestar económico y sus pocas ganas de perder el tiempo, que no quieren malentendidos ni examantes despechados llamando a su puerta. Y que valoran la seguridad del sexo no romántico, donde las medidas de higiene y contracepción no son discutibles.

Pero hay más. Una de las clientas, casada, dice que «de vez en cuando necesita a un hombre que sepa cómo comportarse en la cama». Muchas dicen aburrirse con sus parejas, que son ignorantes o egoístas. Parece que una gran mayoría de mujeres de entre 30 y 45 años considera que sus coetáneos son «malos en la cama». Un dato que debería preocupar a los coetáneos, sí, pero también a las coetáneas de esos coetáneos. El caso es que los anuncios de relax destinados a mujeres se han triplicado en los últimos cinco años.

El artículo me da que pensar y me recuerda aquella tarde lejana. Me dan ganas de llamar a mis dos prostitutos de cabecera y preguntarles su opinión de expertos. ¿Tanto estamos cambiando las mujeres? ¿Tanto necesitan espabilar los hombres? Ojalá hubiera conservado sus teléfonos.

Care Santos, escritora.

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