Servidumbres del periodismo

Soy lector de periódicos desde que ingresé en la Facultad de Derecho de Salamanca, lo cual significa que llevo leyéndolos más de medio siglo, y si hay algo que me parece admirable en el oficio del periodismo es la independencia. Tanto, que uno de los personajes cinematográficos que siempre me cautivó es el de Dutton Peabody, aquel periodista de ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ (1962) al que unos forajidos le destrozan el diario ‘Shibone Star’ y le dan una tremenda paliza por publicar de ellos lo que realmente eran. Casi moribundo, a Peabody aún le quedan fuerzas para decir a quienes acudieron a auxiliarle: «¡Le he explicado a ese Liberty Valance lo que es la libertad de prensa!».

Antes, con no poco whisky encima, se había dirigido a la gente de la cantina con esta arenga: «¡Buenas gentes de Shinbone! Yo, yo soy vuestra conciencia, soy la vocecita que resuena en la noche, soy vuestro perro guardián que aúlla frente a los lobos, yo, ¡soy vuestro confesor! Yo... yo soy... ¿qué más soy?». En realidad, Dutton Peabody era el fundador del periódico, el propietario, el director y también el encargado de barrer el local.

Por testimonios de primera mano, sé que son infinitas las alegrías del periodista cuando escribe o habla en libertad. De ahí que me cueste mucho aceptar que en el gremio haya individuos sin escrúpulos, aunque no falten quienes opinan lo contrario. Sin ir muy lejos, Indro Montanelli que, con su elevado talento y desde la sabiduría de los 90 años, poco antes de morir criticaba a los profesionales del periodismo ricos y poderosos «por ser traidores a un trabajo que no debe llevar ni al poder ni a la riqueza». Ignoro si el diagnóstico es certero, pero es un hecho con categoría de probado que Montanelli amó infinitamente su profesión y que sufría cuando veía los comportamientos de algunos de sus colegas y el porqué de sus espurias actuaciones. Según él, no existe ley que obligue a un periodista a depender de nadie, pero tan cierto como esto es que en el mundo de la política se ha llegado a pensar, en etapas varias, que al periodismo se le puede reducir al silencio, al igual que comprar y vender, implicarle en amorales tejemanejes o chanchullos e incluso ponerle una sábana de fantasma y tratársele de marioneta.

Lo expresó muy bien Lord MacGregor of Durris, que fue presidente de la Comisión de Quejas a la Prensa, sucesora del Press Council, en un artículo titulado ‘Prensa y Responsabilidad en las Democracias’ en el que, a este propósito, cuenta la respuesta que el periodista Sydney Jacobson dio a Winston Churchill cuando al hablar de sus relaciones con la prensa y decir que «lo que no se puede eliminar se arregla y lo que no se puede arreglar se elimina», aquél le replicó que «las relaciones entre el Gobierno y la Prensa se han deteriorado, se siguen deteriorando y bajo ningún pretexto debe permitirse que mejoren».

Y lo dijo también, aunque con el natural estilo protocolario, el Rey Felipe VI en la cena de honor de los galardonados con los premios Mariano de Cavia, Luca de Tena y Mingote celebrada en la Casa de ABC el 22 de julio de 2020, al afirmar que «el periodismo es el tesón de quien se pregunta siempre, como una obligación moral, el porqué de las cosas para, por decirlo así, saldar su deuda con la actualidad, entregándosela al lector», a lo que yo, más modestamente, añadiría que el buen periodista no debe -no puede- poner sus armas al servicio de los que se erigen en dueños de la noticia. No es cuestión de entrar en detalles, pero quienes incurren en la fantasía de que neutralizando a la prensa molesta se controla mejor a la opinión pública, lo que en el fondo anhelan es encarnar un gobierno opresor en el que los gobernados no sean ciudadanos sino miembros de una colectividad sumisa a sus designios de poder.

Reconozco que mi visión del Estado en este punto puede ser pesimista e incluso anticuada, nunca estrábica, pero pienso que un gobierno no vigilado constantemente tiende a la tiranía. Una prensa independiente es la forma más poderosa de control, gracias al fomento de la transparencia. Téngase en cuenta que la libertad de expresión no sólo se configura por su dimensión funcional y de ahí su íntima conexión con otros derechos constitucionales, como la libertad de empresa o el libre ejercicio profesional, sino que, además, está estrechamente vinculada con el pluralismo político, valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, según proclama el artículo 1 de nuestra Constitución.

«La prensa debe servir a los gobernados, no a los gobernantes. Sólo una prensa libre y sin trabas puede denunciar, de una manera eficaz, los engaños del Gobierno (…)». Así lo sentenció el juez Hugo Lafallette Black, miembro de la Corte Suprema de los Estados Unidos entre 1937 a 1971. Algo semejante había dicho 150 años antes Thomas Jefferson, presidente de los Estados Unidos desde 1801 a 1809, al declarar que «entre un país con gobierno y sin periódicos y un país con periódicos pero sin gobierno, yo me quedo con esto último». La frase, que formaba parte del pensamiento de un político abierto a la discrepancia, a las opiniones adversas y a las críticas, bien puede completarse con esta otra: «La Prensa es el mejor instrumento para instruir la mente del hombre, y para mejorarla como ser racional, moral y social».

No cabe duda, pues. Ser buen periodista es cumplir el papel que la profesión implica, no administrar la verdad según las conveniencias o presiones del poder, no mezclar las opiniones o intereses personales con los de los lectores, no ejercer de jueces de conductas ajenas y menos de fiscales acusadores. Hay que tener valor para la defensa de la noticia y hacerlo sin querer invadir órbitas extrañas. Cuando el periodista prueba a suplantar al político acaba falseando la realidad, al igual que ocurre cuando el político se siente periodista, que deviene en déspota. Éstas son la auténticas servidumbres voluntarias que no sólo identifican el periodismo como profesión, sino que también comprometen a quienes lo ejercen. El respeto a la verdad que supone contar los hechos como sucedieron o, al menos esforzarse en ello, debe ser la brújula de todo periodista que aspire a desarrollar su tarea con dignidad y a no ser merecedor de aquella reprimenda que Graham Green dirigió a Antony Burgues: «¿Está usted mal informado o padece la torpe enfermedad de dramatizar los sucesos en detrimento de la verdad?».

En fin. Hoy por hoy, lo importante es dejar constancia del agrado que al lector de un periódico, al igual que al oyente de una emisora de radio o al espectador de un informativo de televisión le produce comprobar que el periodista es leal consigo mismo y con sus destinatarios. Para el buen periodismo, la libertad de expresión como la de informar en libertad no son dogmas de fe, sino nociones tangibles que se pueden ver, oír, oler, tocar y gustar. A la memoria me viene la solemne declaración que el director del ‘The New York Times’, A. M. Rosental, hizo a sus lectores: «El periódico no es mío, ni de los accionistas, sino vuestro, de vuestras ansias de información, de vuestro juicio y de vuestra ética».

Por si algún lector lo estimase necesario, declaro que al escribir estos párrafos sólo las convicciones han pesado en mi ánimo. No obstante, admito que en este asunto, igual o más que en otros, las ideas expuestas sean vulnerables. Por eso, para defenderlas, digo que «la ética debe acompañar al periodista como el zumbido al moscardón». Aclaro que estas palabras son de Gabriel García Márquez. Las escribió a finales de 1996 en un lúcido y bello artículo sobre el periodismo, según él, «el mejor oficio del mundo».

Javier Gómez de Liaño es abogado.

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