Setenta años de esperanza

La Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) cumple 70 años. Cabe preguntar si hay motivo suficiente para celebrarla, cuando somos conscientes de que las violaciones de los derechos que proclamó han sido cotidianas y masivas desde el día de su aprobación y que para muchos millones de seres humanos ese documento es poco más que retórica ajena a su vida real.

Debemos evitar sobre todo dos posiciones extremas, que hemos visto también con ocasión del 40º aniversario de la Constitución Española de 1978. De un lado, los exegetas que nos proponen una ceremonia cuasi religiosa, en torno a un dogma (la universalidad de los derechos humanos) recogido en un catecismo (DUDH), que tiene su iglesia (la ONU), sus sacerdotes (los funcionarios ONU) y misioneros (las ONG). Como tal iglesia, dan por definitivo lo proclamado en la DUDH y destacan solo los indiscutibles logros, mientras se muestran incapaces de ponerse al día, esto es, afrontar las imprescindibles medidas para afrontar grandes riesgos, buena parte de ellos inéditos o incluso impensables en 1948: el desafío ecológico, el energético, el que supone el evidente incremento de los desplazamientos forzosos de poblaciones, etcétera. De otro, la legión no ya de críticos, sino de los descreídos, adornados con el ropaje científico del realismo. Esgrimen la tópica distinción entre la perspectiva normativa (estigmatizada por idealista, ingenua) y la dura lección de la realpolitik, de unas relaciones internacionales en las que lo único que importa es la correlación de fuerzas en el tablero geoestratégico mundial, y no la defensa de estos o aquellos ideales. Paradójicamente, este tipo de élite insatisfecha, con su tan brillante como estéril pesimismo, el del mantra “no se dan las condiciones”, es muchas veces un baluarte para el inmovilismo reaccionario.

Frente a unos y otros, creo que conserva pertinencia la sabiduría del motto del gran jurista del XIX Rudolf Ihering: “Todo derecho en el mundo tuvo que ser adquirido mediante la lucha”. El Derecho, en su mejor acepción, es lucha por los derechos. Solo así puede dejar de ser lo que ha sido y es en tantas ocasiones, un instrumento de explotación, de discriminación, de dominación ilegítima, para convertirse en una herramienta digna, que ayude a la igual libertad de todos los seres humanos: ese es el sentido de la tesis de la universalidad de los derechos. Eso exige garantizar la satisfacción de las necesidades básicas, a comenzar por la defensa de la vida, de lo que nos da vida, que es el primer imperativo: nuestro planeta. Y afrontar el reto de la inclusión de la pluralidad, que ya no puede anclarse en una noción de trabajo como núcleo del vínculo social que hoy es casi un mito vacío.

Ni autocomplacencia ni ocasión para la frustración o el cinismo, sino para la esperanza. Los responsables de la Declaración, gente como Eleanore Rooselvelt, John P. Humphrey o René Cassin, eran conscientes de que en 1948, acabada la página más sombría de la historia de la humanidad, esos derechos que querían proclamar eran poco más que utopía para la gran mayoría de los seres humanos. No se daban las condiciones, pero tenían la convicción y la decidida voluntad política de proclamar como imprescindible esa encarnación histórica del ideal de justicia que son los derechos humanos. Y dejar claro que ningún régimen político ni orden jurídico podría presentarse como legítimo sin reconocerlos y sin tratar de garantizarlos.

La Declaración es el umbral mínimo de esperanza. Se ha convertido en menos de un siglo en el rasero al que tienen que rendir homenaje, aunque sea hipócritamente, todos cuantos aspiran a la condición de autoridad. Y al hacerlo, malgré soi tantas veces, es posible criticarlos, rechazarlos e incluso juzgarlos, como sucede hoy a través de esos frutos de la DUDH que son la Convención de Roma y la jurisdicción universal. Frutos aún no maduros, quizá, pero ya florecidos. Como fruto de la DUDH es la Convención para la eliminación de las formas de discriminación de la mujer, (CEDAW), la primera pieza de la arquitectura jurídico-institucional desplegada desde la DUDH y los Pactos de 1966. Y fruto legítimo de la DUDH es el programa global de la Agenda 2030, con los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que se complementan con 169 metas asociadas a ellos.

La verdadera esperanza no es, no puede ser nunca confundida con la satisfacción ingenua de quien se acomoda al primer logro. Tampoco se diluye ante la constatación de lo mucho que resta en esa lucha por los derechos. Por eso, me parece que la manera más adecuada de conmemorar este aniversario de la DUDH es precisamente el compromiso con los ODS de la Agenda 2030. Y, para eso, conviene seguir la propuesta de Honneth: acaso nunca como hoy fue tan cierto que no podemos permitirnos el lujo del pesimismo. El optimismo, en particular el que sostiene la lucha por los derechos, lejos de la ingenuidad, es un imperativo moral.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y director del Instituto de DDHH de la Universitat de València.

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