Sevilla fantástica

Ramón Serrano Súñer aconsejó a Francisco Franco, al finalizar nuestra guerra fratricida, que hiciese de Sevilla la capital de España, dado que había sido fiel a los vencedores de la contienda desde un principio, cosa que no podía decirse de Madrid, que permaneció leal a la República hasta 1939. Franco no hizo caso a su cuñado, pero Sevilla siguió teniendo la vitola capitalina que siempre tuvo, pues es sin duda una de las poquísimas ciudades españolas que se merecen esa distinción. Y es que la historia de España no sería la misma sin la Hispalis romana, que antes fue la Spal tartesia y después la Isbiliya árabe, ni sin su impresionante trayectoria, que se vio enriquecida decisivamente a partir de 1492 con la misión americana, de la que fue protagonista. No es la Sevilla de las enciclopedias la que quiero glosar en estas líneas, ni la ciudad monumental que funde en un mismo crisol tantas culturas, sino la Sevilla íntima, aquella que ingresó en mi vida hace ya muchos años para no abandonarme nunca, merced a una serie de circunstancias personales que han sido determinantes en mi biografía.

Sevilla es, ante todo, la patria de Bécquer, el poeta de donde surge toda la poesía española contemporánea, maestro de maestros desde la formidable atalaya de un pequeño haz de rimas que permanecían inéditas, en su mayoría, cuando Gustavo cruzó el espejo. La Glorieta de Bécquer, en el Parque de María Luisa, es uno de los lugares donde el espíritu del poeta se comunica más y mejor con sus lectores. Yo, de pequeño, tuve la suerte de que me cuidara una señorita sevillana que se llamaba Amparo Robles y me enseñó a amar su tierra natal y todo lo que contenía, desde ese conjunto escultórico en honor del Poeta por excelencia hasta las yemas de San Leandro, pasando por las faenas de Belmonte y por las lágrimas de la Macarena. Amparo fue la primera novia de Enrique Jardiel Poncela, que se enamoró a los quince años de su gracia y de su salero y le dedicó un delicioso monólogo cómico con motivo de su puesta de largo cuyo manuscrito conservo. Me hablaba Amparo de su Sevilla con un cariño y una nostalgia tales que a mí se me antojaba una ciudad mitológica, enhebrada en el hilo de la infancia, que es de oro fino siempre, y envuelta en el velo transparente de la más pura fantasía. A ello contribuyó también la lectura, a temprana edad y propiciada por Amparo, de un cuento troquelado del gran Ferrándiz, titulado Una aventura en Sevilla, que mostraba en portada a una preciosa bailaora tocando las castañuelas y evocaba un mundo pretérito de ventorrillos, vestidos de lunares y bandoleros generosos.

Con todo eso fue tejiendo mi imaginación su tapiz de Sevilla. Y como desde mi niñez me aficioné, como tantos otros, a ese prodigio teatral que es el Tenorio de Zorrilla, el hecho de que la acción transcurriera a orillas del Guadalquivir y de que el escenario del duelo de las fechorías fuese una hostería sevillana hizo que mi tapiz hispalense resultara tan irreal como las geografías fantásticas imaginadas por Alex Raymond para su saga de Flash Gordon o las arquitecturas delirantes forjadas por Frank R. Paul para sus portadas déco de la revista AmazingS tories. El paso del tiempo moderó aquellos excesos imaginativos por el procedimiento de conocer la Sevilla real, cosa que hice —y lo digo con vergüenza— pasada la veintena. De aquel viaje primero, al que seguirían muchísimos otros, recuerdo con precisión fotográfica una visita al Hospital de la Caridad en busca de Valdés Leal, cuyo lienzo In ictuo culi se convirtió en uno de mis cuadros favoritos desde entonces, y un recorrido inolvidable por la Maestranza, además, cómo no, del paseo de rigor por el parque de María Luisa y el encuentro obligado con Bécquer. Amparo todavía vivía, y, a mi vuelta, pude compartir con ella mis experiencias sevillanas: en sus ojos gastados asomaba una luz con vocación de eternidad cada vez que me preguntaba si había estado en tal o cual lugar de la urbe mágica en que había nacido.

El azar quiso que después, concretamente en 1985, publicase en Sevilla, y en la preciosa colección «Renacimiento» de la editorial homónima, mi libro La caja de plata. Y aquí aparece otro nombre propio que asume en su persona buena parte de mi deuda con la vieja Hispalis: el poeta, editor y librero de viejo sevillano Abelardo Linares. Entre 1979 y 1983 compuse unos poemas que agrupé en torno al rótulo citado. Ningún editor madrileño quiso publicarlo. Fue Abelardo quien, allá por mayo de 1984, en su caseta de la madrileña Feria del Libro Antiguo de Recoletos, leyó mi original, le gustó y lo aceptó sin pestañear. Mi historia editorial con Sevilla y con «Renacimiento» se ha prolongado a lo largo de más de un cuarto de siglo, desde aquella La caja de plata inaugural hasta la única antología personal que he publicado hasta la fecha, Por las calles del tiempo, que vio la luz en 2011. Con Abelardo y su mujer, Marie-Christine del Castillo, he pasado imborrables jornadas navideñas, peinando la ciudad con el celo obsesivo del turista profesional y con la ilusión de un neófito que acabara de ingresar en una cofradía de Semana Santa fabulosamente exclusiva. Antes de desplazarse a unas naves inmensas en Valencina de la Concepción, la librería de Abelardo estuvo ubicada en la calle de Mateos Gago, junto a la Catedral, justo enfrente de una de los accesos al prodigioso Barrio de Santa Cruz. Perdidos entre libros antiguos por las mañanas y en excursiones urbanas por las tardes, fuimos felices en aquellos diciembres de nuestra juventud. Recuerdo todavía con emoción el momento en que descubrí en los anaqueles de la librería abelardiana la edición príncipe en dos tomos de las Obras de Bécquer, publicadas en 1871 por sus amigos, que recuperaron para la humanidad la producción en prosa y en verso del sevillano universal. La polilla había agujereado, mínimamente, algunas páginas, pero sin afectar al texto, de modo que aquellos dos míticos volúmenes se fueron a vivir a mi biblioteca.

Y luego está ese monumentum aere perennius de la hostelería mundial que es el hotel Alfonso XIII. Lo he frecuentado en los últimos años, y hasta he incluido su nombre en mi poema «La mosca del hotel Alfonso XIII», dedicado a un bicho con alas que, en pleno mes de enero, campaba por mi habitación como si no existiese el invierno. Yo creo que esa mosca estaba en lo cierto: que hay que ignorar el frío. Que si decidimos que el invierno no existe, este desaparece y nuestra vida –lo poco o mucho que nos quede de ella– termina pareciéndose a una fiesta perpetua y no al «cuento contado por un idiota» que dijera Macbeth. Lo aprendí en Sevilla, una ciudad que vive de espaldas a la muerte. La ciudad que un día soñé a través de lo que Amparo me contaba. La ciudad de mis fantasías.

Por Luis Alberto Cuenca, de la Real Academia de la Historia.

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