Sexo, consentimiento y prueba

Mantener relaciones sexuales sin o contra la voluntad de la otra parte es un delito. Y lo es desde tiempo inmemorial, sea cual sea el nombre que se le haya dado a esa conducta tipificada. El consentimiento, y se ha repetido y se tendrá que repetir hasta la saciedad, estaba «en el centro», como se acostumbra a decir con jerga pretenciosa. Para entenderlo mejor: en el delito de lesiones -salvo excepciones- el consentimiento ni está ni estuvo nunca «en el centro», porque la voluntad de la víctima de que le causen una lesión no es eximente de la responsabilidad penal del agresor.

Se actúa contra el consentimiento en materia sexual cuando se ejerce bastante fuerza física o se amenaza con un mal cierto. Se actúa sin consentimiento cuando la víctima es incapaz de darlo (por edad, volición anulada, etc.).

Si bien hay supuestos en los que la voluntad de tener relaciones sexuales ha podido estar viciada por el engaño o quienes han participado en ella se arrepienten ex post facto por el modo en el que se desarrollaron, consignar esos supuestos también como agresiones sexuales que merezcan la intervención del derecho penal parece un exceso punitivo insoportable.

Si las relaciones contra o sin consentimiento transcurrieron, como suele ser el caso, en un ámbito de privacidad, la prueba en muchos casos no será fácil para quien denuncia. Ni siquiera si hay signos corporales evidentes. De hecho, en los supuestos más marginales -las relaciones sadomasoquistas- la violencia o la intimidación es la condición para el consentimiento. En otros supuestos, el acervo probatorio puede desmentir que la existencia de marcas o heridas permita dar por probada la agresión sexual. Para botón de muestra consideren el caso resuelto por la Audiencia Provincial de Murcia en 2021 (sentencia 161/2021). Un joven de 18 años se enfrentaba a una pena de cinco años de prisión por el delito de agresión sexual a una menor. Él alegaba que, desconociendo que la denunciante tenía 14 años, habían mantenido un encuentro sexual consensuado y consentido. Ella aducía lo contrario y aportaba un parte de lesiones que incluía hematomas leves en cuello y abdomen. El propio acusado adujo en su descargo varios mensajes previos de WhatsApp en los que la presunta víctima le animaba a que le hiciera marcas y «chupones», algo corroborado por varias amigas de la presunta víctima. Resultó justamente absuelto.

Una definición del consentimiento como la que se operó por medio de la llamada ley del solo sí es sí [artículo 178 Código Penal] o la fusión de la agresión y el abuso en un único tipo penal no modifican ese estado de cosas en el ámbito de la prueba ni determinan en absoluto la mayor credibilidad de la presunta víctima. A quien alegue que fue agredida porque no hubo «manifestación libre mediante actos que en atención a las circunstancias del caso expresasen de manera clara su voluntad» o aduzca la circunstancia agravante de que la agresión sexual fue acompañada de una «violencia de extrema gravedad» o de «actos que revisten un carácter particularmente degradante o vejatorio» [artículo 180.2ª Código Penal] corresponderá probarlo más allá de toda duda razonable. El acusado podrá limitarse a decir que sí hubo consentimiento de acuerdo con la definición o que no hubo violencia o degradación alguna o negarse siquiera a contestar. Y, si el juez o tribunal tiene dudas razonables sobre tales circunstancias, deberán aplicar la regla in dubio pro reo.

Poner «el consentimiento en el centro», cambiar el paradigma del no es no por el modelo afirmativo del solo sí es sí es, en realidad, un expediente espurio para rebajar el estándar probatorio o bien para, directamente, invertir la carga de la prueba, como habría ocurrido si hubiera llegado a prosperar la definición de consentimiento que figuraba en el anteproyecto de la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual. Lo recuerdo: «Se entenderá que NO existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto» (la mayúscula es mía). La refutación del acusado habría exigido, en ese supuesto, llevar a la convicción del juzgador que SÍ existió tal consentimiento. No extrañamente la exposición de motivos de aquel anteproyecto aludía a la necesidad de «reorientar el régimen de valoración de la prueba». En puridad se trataba de consagrar para los acusados una forma de prueba diabólica más propia de tiempos premodernos.

Empero, algo queda de aquellos polvos. La exposición de motivos de la ley definitivamente aprobada y ahora en trance de contrarreforma insiste en que «las violencias sexuales no son una cuestión individual sino social... no una problemática coyuntural, sino estructural..»., lo cual encuentra una inmediata traducción en las múltiples declaraciones que han proliferado en los últimos tiempos por parte de los adalides de la reforma. La idea es muy simple y se ha vociferado desde el propio Ministerio de Igualdad y sus responsables: un 92% de los «agresores» no pisa un juzgado. Solo un 8% de las «víctimas» denuncia. Se trata de estrechar el cerco, hacer el cedazo más tupido.

Reparen en la perversión semántica: la condición de víctima o agresor no es el resultado de un procedimiento penal con garantías, sino de una macroencuesta (elaborada por el Ministerio de Igualdad) en la que, por ejemplo, se pregunta a las mujeres «víctimas de violencia sexual» por las razones por las cuales no han denunciado y se consigna que el 30,5% alega «no conceder importancia a lo sucedido». Así, se puede ser víctima de una acción a la que no se da relevancia.

Pensemos en un supuesto distinto: ¿cuál es la prevalencia de las denuncias falsas por violencia de género? Es decir, ¿cuál es el número de víctimas varones de tales comportamientos? En este ámbito el parámetro esgrimido por las autoridades es distinto: el número de condenas recaídas en procedimientos penales, de tal suerte que insistentemente se minusvalora su frecuencia. Se trata de un bulo; el número de denuncias falsas no alcanza ni el 0,1%; es irrelevante, se lee en más de un titular, se escucha en más de una tertulia a comparecencia pública. ¿Se ha preguntado a los varones que fueron absueltos en casos de violencia de género las razones por las que no denuncian lo que bien pudieran ser falsas o ventajosas acusaciones? ¿Les resulta fácil a esos individuos emprender acciones legales contra sus ex parejas? ¿Puede que haya desincentivos estructurales o institucionales para ejercerlas?

El poder público no puede desatender la persecución de conductas execrables como las agresiones sexuales que ciertamente minan el ejercicio de la ciudadanía de las mujeres. Su emancipación, también sexual, no resulta posible cuando tales conductas son impunes o resultan socialmente celebradas. Pero no es el caso en España: las penas previstas son severas, seguramente en exceso si las comparamos con otros ilícitos, y no hay hoy afortunadamente en nuestra sociedad un ethos que las tenga por comportamientos admisibles. Mantener nuestro compromiso con principios y valores importantes tales como la presunción de inocencia y los derechos de defensa tiene un coste evidente: el de los falsos negativos, es decir, que aquellos que fueron efectivamente agresores, pero cuyo comportamiento no pudo ser probado, no pisen la cárcel. La alternativa, dar absoluta y concluyente credibilidad al testimonio de la víctima o trasladar al acusado la prueba de que se aseguró de que la víctima consentía con bastante adecuación a una definición convencional de consentimiento, también tiene su coste: un número en absoluto desdeñable de falsos positivos, aquello que inclinaba a la ilustre e ilustrada penalista Concepción Arenal a apostar por la primera de las alternativas.

Y no, no se trata solo de una cuestión de números o cómputos compensatorios, sino del tipo de imagen maestra que se promueva sobre el sexo lícito y la condición que se propale sobre el carácter moral de los varones. De prosperar el cimiento normativo y procesal del solo sí es sí, aquellos harán bien en precaverse preconstituyendo cuanto puedan las pruebas del consentimiento haciendo así de las relaciones sexuales algo clínico o notarial. Ellas deberán asumir que serán tenidas como siempre víctimas sin siquiera sospecharlo ni probablemente quererlo.

Pablo de Lora es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid y es autor de Lo sexual es político (y jurídico) (Alianza, 2019) y El laberinto del género. Sexo, identidad y feminismo (Alianza, 2021).

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