Sexo, narcisismo y poder de brocha gorda: de Errejón a Monedero

Tras el caso de Errejón, y ahora el de Juan Carlos Monedero, la prensa ha vuelto a insistir en la hipocresía de la izquierda de raíz podemita.

En la doble moral y el doble discurso del partido morado.

En la incoherencia práctica del "a Dios rogando y con el falo dando", perdón, "con el mazo dando" de sus militantes más significados.

En el fariseísmo del "hermana yo sí te creo"… excepto cuando me denuncias a mí.

En el sinsentido de un feminismo de última generación representado por machotes alfa, al parecer, de gatillo fácil y mano larga.

La cosa se vuelve patética (más que cómica) cuando constatamos que el fuego cruzado entre Sumar y Podemos responde al mismo patrón: le exigen al otro lo que el uno no cumple. ¡Errejón contra Monedero!

Una absurda guerrilla civil en la que tanto Sumar como Podemos encubren al suyo mientras aprovechan cada escándalo para arremeter contra el otro.

Dios les cría y ellos se autodestruyen. El destino de una izquierda desde antaño desnortada en busca de una identidad que no encuentra.

El enfoque de la hipocresía es tan pertinente como justas son las críticas derivadas de él. Sin embargo, creo que hay algo más profundo en todo esto. Una variable oculta que a mi entender explica muchas cosas, que explica hasta la misma hipocresía estructural de estos jóvenes partidos.

Esa variable es el narcisismo (por hacerle un guiño a Camus) del hombre rebelde.

Cuando Narciso ve su imagen reflejada en la cristalina agua del río, se enamora de su propia belleza. La imagen que estos jóvenes (y no tan jóvenes) veían en el espejo era la del disidente, la del desobediente.

En fin, la del revolucionario.

Allí estaban ellos haciendo historia, como el Ché, como Lenin, como Trotski, como Allende, con toda su carga simbólica.

Cuando Monedero se despide de Canal Red, oh casualidad, no se olvida de sus "desobedientes gafas de John Lennon". Y suena Imagine en su cabeza.

Porque como Lennon, estos rebeldes imaginan un mundo sin oprimidos, más allá de la desigualdad y la pobreza. Un mundo emancipado en el que seamos todos hermanos. Sin machismos ni capitalismos. Sin patriarcados ni imperialismos.

Son la conciencia moral del presente. No luchan por ellos mismos, por defender mezquinos intereses particulares. Al contrario, su lucha es puro sacrificio personal y puro altruismo porque su causa es la de la humanidad, la de la justicia universal.

¿Acaso hay causa más noble?

Miran su imagen reflejada en el río (o en la pantalla del televisor) y ven bondad. Se gustan. Se gustan mucho. Como Narciso, se enamoran de su imagen.

Y sienten que la historia los reclama.

Así que (nimbados con un aura mesiánica y sin pararse a pensar en las consecuencias) se echan a sus espaldas una misión redentorista, como el Angelus Novus de Walter Benjamin. Están en el lado bueno de la historia.

No hay más que ver su pañuelo palestino al cuello, su estética alternativa y contracultural, su puño alzado, sus gestos fraternales y sus abrazos.

¡Ay, sus abrazos!, que al final los cargó el diablo.

En realidad, estos revolucionarios nunca abandonaron el establishment. Ni siquiera estuvieron fuera de él en sus inicios. Monedero ya era funcionario antes de la fundación de Podemos. ¡Y no es el único!

Todos ellos se manejaron como peces en el agua en los medios de comunicación establecidos y hasta crearon medios propios, empresas que buscaban la rentabilidad tanto como cualesquiera otras.

En realidad, eran revolucionarios de plató, pues salones ilustrados ya no había. Rebeldes a la violeta, de gesto y cliché, disidentes con buenos sueldos públicos y privados, antifas de mecánica retórica polarizante y demagogia de brocha gorda.

La realidad es que, en esta farsa posmoderna, la revolución no es en absoluto un sacrificio, sino una plataforma de autopromoción. Un escenario donde representar la epopeya de uno mismo, el viaje a la Ítaca de la utopía tras superar los mil obstáculos y trampas y persecuciones de los poderes fácticos.

Aunque de hecho jamás tuvieran que exilarse, ni sufrieran cárcel, ni fueran deportados, ni vieran conculcados sus derechos, ni murieran defendiendo ningún Palacio de la Moneda, como los revolucionarios de verdad.

La narcisista imagen del héroe es tan poderosa y tiene tanto éxito que ya nunca la abandonan.

Con ella asaltó los cielos esta generación de rebeldes expertos en gestión de imagen. Y una vez en el cielo, ya siendo ministros y hasta logrando vicepresidencias, seguían presentándose como disidentes antisistema.

Genio y figura hasta la sepultura.

Lo sorprendente es que ese narcisismo del enfant terrible cuele. Esa imagen contestataria con la que el chico malo cree molestar a la burguesía (aunque yo creo que la burguesía, cuando le presta atención, como mucho se ríe de sus bufonadas) es seductora.

Con la ética de la convicción como escudo y la lanza en ristre de la santa indignación como arma, estos narcisos rebeldes seducen por su autoproclamada superioridad moral y por el fingido heroísmo de luchadores contra el poder establecido y los intereses creados.

Pero seducen más aun cuando se hacen ellos mismos con poder y entonces pueden repartir prebendas y promover sus propios intereses.

Imagino a muchas ingenuas (alumnas y militantes y simpatizantes) seducidas por el héroe. Imagino a otras tantas, no tan ingenuas, seducidas por el jefe. Entre narcisismo, poder y sexo hay relaciones íntimas. Nunca mejor dicho.

El hombre puede ser más o menos patán, sobón o lascivo. El verdadero ligón es el icono. Debajo hay un macho con todos sus atributos, pero seduce el símbolo. Y cuando el héroe es también jefe, entonces a la mística mesiánica del redentor se une la erótica del poder.

Y aquí el sexo puede ser perfectamente consentido, sin necesidad de coacciones ni violencia, mucho más en un ambiente cariñosón de besitos y abrazos, donde todos se quieren a rabiar.

Estoy íntimamente convencido de que ni Errejón ni Monedero han cometido delito penal de acoso o violencia sexual, aunque por nadie pongo ya la mano en el fuego. Rumores hay para dar y tomar (llamadas a deshoras a alumnas, por ejemplo, insistencias e invitaciones impropias de un profesor).

Pero Monedero ni siquiera ha sido denunciado ante la justicia (al menos por ahora) y me consta que sus tutorías son a puerta abierta. Lo que sí creo es que unos y otras han sido igualmente víctimas de una tóxica cultura del narcisismo compartida.

Con todo, esta es la parte erótico-patética del asunto.

La parte trágica deriva de otros dos rasgos aledaños de la personalidad narcisista: la autoindulgencia y la victimización.

Y es aquí donde el cuadro se completa. Porque estos revolucionarios de pacotilla, cuando les pillan haciendo lo contrario de lo que predican o simplemente se equivocan, tiran balones fuera.

El narcisista, decía Lasch, "cuando es cuestionado, no asume la culpa. Su reacción es culpar a fuerzas externas: conspiraciones, enemigos invisibles, la envidia de los demás".

Justamente lo que hacen estos héroes de opereta. Señalan con el dedo y exigen dimisiones fulminantes a sus rivales, pero cuando les señalan a ellos entonces claman persecución, complots mediáticos o ataques de las cloacas del Estado. La culpa es siempre de los otros, de sus múltiples enemigos.

Acusan con vehemencia como lobos y ante la adversidad se victimizan como corderos.

Están además blindados por sus propios ideales de modo que cuando, en nombre de esos ideales, hacen un destrozo (como en Venezuela), no se hacen responsables, sino que acusan a la propia realidad. Como decía Weber, culpan a la "irracionalidad ética del mundo" de no adecuarse a la pureza de sus convicciones.

Y eso es lo que hace del narciso revolucionario un agente políticamente tóxico: su autoindulgente irresponsabilidad.

Porque los ideales nunca fallan. Basta con sacar la bandera de la justicia y la libertad, de la igualdad y la fraternidad. Inmediatamente, quedan en su nombre santificados los medios empleados y exculpadas las consecuencias perversas. Pueden incluso empeorar las cosas, como a menudo hacen.

Da igual.

Ocho millones de venezolanos, que se dice pronto, tuvieron que exilarse. Pídale usted explicaciones a las ocultas fuerzas del mal. Nuestras intenciones (como nuestros ideales) eran y siguen siendo los buenos. Poco importa que con ellas empedremos el camino del infierno.

Así que aquí los tenemos. Revolucionarios de plató, víctimas cuando conviene, santones modernos con aura de mártires y aventureros políticamente irresponsables.

Al final, Narcisos mirándose en el río atrapados en su propio reflejo.

La diferencia con el mito clásico es que, en este caso, el agua no es cristalina. Es puro lodazal.

Andrés de Francisco es profesor de Ciencia Política y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, y coautor del libro 'Podemos, izquierda y nueva política'.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *