Sexo transeúnte

Allá por el mes de junio, en ese periodo epiceno y sin dibujar que se extiende desde el fin de la primavera hasta los rigores de la canícula, una amiga, profesora de filosofía en la universidad, me contó una historia que yo les referiré a mi vez, cambiando solo, ¡cómo no!, los nombres propios. El hecho duró menos de dos minutos. Conviene que el lector, imaginándose detrás de la profesora, enfoque la escena con una cámara virtual. Se abre la puerta del despacho y entra un alumno que hasta entonces ha respondido al nombre de «Adrián». «Cristina», dice el alumno, «a partir de ahora, por favor, llámame Adriana».

¿Qué se hace en una ocasión como esa? Se piensa en la LGTB, acrónimo y cri de guerre de lesbianas, gais, transexuales y bisexuales. Eso, justamente, hizo mi amiga. Y como era una profesora experta, revisó otras variantes: LGTBI, la cual añade a lo anterior la «I» de intersexual, o LGTBQ, donde la «Q» vale por «queer». Adrián/Adriana era un mocetón grande y de negra barba de nazareno, y podría haber desempeñado el papel de arriero en un entremés del siglo XVI o de mozo de cuerda en una comedia de Arniches. No, no cuadraba como intersexual ni bisexual, y desde luego no ofrecía las trazas fugitivas del transexual. De modo que mi amiga se quedó con «queer»: palabra que en la parla cotidiana inglesa significa «raro», o, como se decía en los tiempos en que los gangosos y los panolis arrasaban en los escenarios, «rarito». Se despidió de su alumno dándole el trato que solicitaba, y musitó para sí: «Estoy cumpliendo años».

Las políticas de género, o, más en general, las políticas de identidad, emiten señales que los añosos no acertamos a captar con nitidez. En ocasiones, hay que seguir dándole al manubrio, como cuando se sintoniza una estación de radio en frecuencia modulada. Les haré un resumen de mis perplejidades. ¿Qué clase de información o noticia está transmitiendo el que anuncia a los demás que su género no es el que tenderíamos a atribuirle? ¿Qué quiere que pensemos? Las reivindicaciones de los gais, lesbianas o transexuales militantes adquieren un perfil más claro al ser contrastadas con el Derecho Natural. Los viejos tratadistas, adheridos a una noción funcional del sexo, entendían que este debía ponerse al servicio de la reproducción, la cual no prosperará a menos que los genitales de quienes se enzarzan en el amplexo amoroso sean complementarios. El esquema deja sin sitio, es evidente, formas de sexualidad intermedia, híbrida o compuesta. Ahora hemos pasado a otra cosa. El que haga una descubierta en internet, podrá leer entradas como la siguiente: «El sexo es una construcción social». Cuentan menos el ♂ y el ♀ procedentes de nuestra condición animal, que la dirección o sentido que decidamos imprimir a nuestro estilo de vida. En nombre de la voluntad democrática, o lo que sea, se impugna el derecho de la biología a prevalecer sobre los escorzos y figuras que discrecionalmente trazan el deseo o la fantasía humana.

No dudaría en calificar la posición de la LGTBQ de supernaturalista, y finalmente de idealista: la idea debe poder más que la cosa, o, si quieren, las cosas aparecen como un subproducto, una gemación, de las ideas. Sería una mera idea la de usar los genitales con fines procreativos, y hasta serían una idea los propios genitales. Una idea que nos ha legado, digamos, la sociedad heteropatriarcal.

¿Estoy exagerando? No sé. Voy a exagerar todavía un poco más.

Se puede comprender el amor hacia otra persona del mismo sexo. También se puede comprender que alguien no se sienta a gusto en el rol que la sociedad le ha asignado en vista del cuerpo que tiene. Ahora bien, ¿se puede elegir un sexo? ¿Se puede ingresar en un sexo como se ingresa en una sala de conciertos o en un club de fútbol? Malicio que algunos militantes de la LGTBQ contestarían que sí. Circunstancia intrigante, yo añadiría que fascinante, puesto que nos remite a fenómenos tan pretéritos como el concepto de alma. E.R. Dodds, el gran helenista inglés, vincula, en «The Greeks and the Irrational», la aparición del alma en la tipología cultural helena al contacto de los griegos con costumbres y creencias tracias y escitas. El actor central, aquí, es el chamán. El chamán es capaz de bilocarse, hazaña solo asequible a quien se divide en dos: su cuerpo ostensible, y una presencia incorpórea que puede surcar el espacio aunque el cuerpo se quede quieto. A lo largo de los siglos VI y V a.C., el orfismo y el pitagorismo darían a estas nociones una expresión más elaborada. Según Dodds, la distinción entre lo material y lo no material propició una ética esencialmente puritana: nuestra envoltura carnal es una cárcel de la que el alma logrará liberarse a través de la ascesis y otros ejercicios de carácter purificador o purgativo. Pero existen otras posibilidades. Una, habilitada por desarrollos tardíos en los que se confunden, en dosis diversas, la cultura de los derechos y variantes encubiertas de milenarismo, es la de conceder al alma la oportunidad, no de perderse en el azul, sino de apuntarse a un género distinto de aquel a que inicialmente estaba uncida. Estamos ya cerca del sexo optativo. Adrián luce barba y atruena con su voz de bajo. Su alma, sin embargo, está en otro sitio. Al oírlo, diríamos que es Fígaro. De sí para sí, emite los trinos de Susanna.

En teoría, la LGTBQ constituye la manifestación más reciente de la gran ola emancipatoria que barre Occidente desde hace un siglo. Pero yo no iría tan aprisa. La igualdad de la mujer o la no discriminación racial son corolarios de principios que encontramos ya formulados en las grandes constituciones modernas. En la LGTBQ, sin embargo, lo moderno entra en alianza con ingredientes más arcanos. El espíritu órfico, el pitagórico, el gnóstico, tan colindante del cristiano durante los siglos I y II, quizá persista entre quienes se agrupan en pos de una pancarta con los colores del arco iris. Detrás de Adrián hay un misterio, un intríngulis, una metátesis de los sentimientos y los conceptos. Como lo hay, aunque parezca mentira, detrás de Irene Montero. Discutiré el asunto, en cuanto pueda, con mi amiga Cristina.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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