Sexo: uno, ninguno y cien mil

La 'ley trans' va camino de su aprobación definitiva tras haber superado los retoques a la baja que el PSOE, desgarrado por tensiones internas, intentó introducir hace unos días en la Comisión de Igualdad del Congreso. El documento relaja los requisitos para el registro de sexo, aunque no altera el mensaje nuclear de una ley de 2007: cada cual, lo mismo si es hombre que mujer, tiene derecho a que conste en los papeles el sexo que le venga en gana. Esto, al pronto, suena raro. Por mucho empeño que ponga un hombre, no producirá óvulos, y otro tanto ocurre con una mujer: aunque se suministre andrógenos hasta criar barba, no emitirá espermatozoides. Pablo de Lora aborda el problema de modo admirable en 'El laberinto del género' (Alianza Editorial). El libro abunda en jurisprudencia comparada, en matices e irisaciones conceptuales. La cuestión, desde luego, no es simple. Es más, bordea lo ininteligible. En las líneas que siguen, desgranaré algunas observaciones de las que Pablo de Lora es por entero inocente.

Es importante partir de una distinción clara entre género y sexo. El primero constituye un constructo social y en principio se puede abrazar o rechazar, mientras que el segundo nos viene dado por un azar de la naturaleza. El niño que, desde muy pequeño, elige ropa de niña, o juega con juguetes de niña, o imita la dicción de una niña, intenta verse, y ser visto, como una niña. En otras palabras: se orienta, de modo espontáneo, hacia el género 'mujer', o como prefiramos llamarlo. Si esa conducta se consolida será lícito decir que X, un individuo cuyo sexo es masculino, se ha acogido al género femenino. Hasta aquí, más o menos, nos entendemos. Sin embargo, se ha decidido registrar la condición sexual, no la genérica. ¿Por qué?

Presumo que la razón inmediata… es de índole práctica o ejecutiva. Los roles o constructos sociales sobre los que descansa el género no son dos, sino múltiples. Lo han sido desde que se guarda memoria. ¿Cómo clasificar a los eunucos de la corte bizantina, o a los sacerdotes emasculados que en Frigia se consagraban al culto de la diosa Cibeles, o a los castrati que ponían la nota aguda de su voz en los coros vaticanos? En todos estos casos la ablación de los testículos precipitaba la inmersión, digamos que cultural, en un complejo de hábitos altamente específico. No acaba aquí el asunto: en rigor, no se requiere siquiera la ablación de los testículos, o una mastectomía, o tocarse un pelo de la ropa, para ser incluido en un género que discrepe del par dicotómico macho/hembra. Ello dilata indefinidamente el número de opciones. Pensemos en las monjas, los frailes, o el clero secular. No tienen por qué ser homosexuales. Por lo común, no lo son. Pero han resuelto combatir el tipo de instinto que impulsa a las mujeres a unirse con un hombre (pensemos en las monjas) o a los hombres a unirse con una mujer (cambien las monjas por los frailes).

E igualmente se han retraído de la consecuencia que el seguimiento de dicho instinto encierra, a saber, la procreación. El casto voluntario abraza un tipo de vida que la lógica Lgtbiq+ obliga a estimar como indiciario de género. Reparen, por cierto, en el signo '+' pospuesto a la sopla de siglas 'Lgtbiq'. Ese signo intima que lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales y queer ocupan solo las primeras casillas de una serie de subcategorías prolongable 'ad infinitum'. Incluso la asexualidad es una alternativa posible. Volviendo a los curas y las monjas: Pedro Polo, uno de los protagonistas de 'Tormento', la novela de Galdós, es un presbítero sacrílego, fornicario y atormentado. Nada, en principio, impediría afirmar que padece disforia de género.

Es obvio que el Registro Civil no se halla en grado de admitir todas las identidades potencialmente existentes, al menos mientras su reconocimiento venga acompañado de derechos diferenciales. La plétora de distingos legales se haría inmanejable, y los códigos se convertirían en la Casa de Tócame Roque. De aquí se desprende una explicación medianamente racional de por qué la ley se ha pronunciado por el sexo registral, y no el género registral. El secreto es que los sexos son sólo dos. La restricción a dos categorías naturales estaría dictada por razones de diligencia administrativa, y aquí paz y después gloria. En ningún caso entraría en los propósitos del legislador asignar al postulante, literalmente, el sexo que no tiene.

Sospecho, no obstante, que la cosa es una miaja más complicada. El equívoco registral representa, al menos para algunos activistas, una suerte de victoria moral, o quizá metafísica: se oficializa y como estatuye la idea de que la voluntad humana es soberana y debe prevalecer sobre la arbitrariedad natural. Cabe incluso acudir a formulaciones grotescas, aunque en absoluto traídas por los pelos. Verbigracia: la naturaleza no es democrática, en tanto que la democracia (valga la redundancia) sí lo es. Al cabo, se ha acudido al BOE para implantar, por vía de urgencia, ya truene, ya luzca el sol, la justicia, o, mejor, LA JUSTICIA. Expediente primitivo, en cierto modo bárbaro, e indicativo del gigantesco retroceso experimentado por la izquierda respecto de su ya remota fase marxista. No es la única novedad. Las reivindicaciones sindicalistas, la manumisión del obrero, el reparto equitativo de la renta ocupaban un primer plano en los lemas emancipatorios de los socialistas 'ad usum'. La campaña trans pulsa, sin embargo, otra tecla. Se nos habla de la autopercepción de la persona, de los trémolos de su conciencia, de sus palpitaciones íntimas e irrenunciables, de si patatín y patatán. Al compromiso antañón con la realidad material, ha sucedido hogaño una especie de sentimentalismo, con fugas románticas e individualistas y la recuperación intermitente de fantasías gnósticas (en el 'Evangelio de Santo Tomás', las bienaventuradas ascienden al Reino de los Cielos en figura de varones). Algo chirría, algo no encaja, en esta última encarnación de la izquierda.

Reingresemos en el mundo. En España, la tasa de natalidad ha permanecido por debajo de la tasa de reposición durante cuarenta años largos, con evidente peligro para el sistema de pensiones o, tirando del hilo, el futuro de la nación. Que el hecho trans, muy respetable, concite toda nuestra atención, mueve a la más absoluta perplejidad.

Álvaro Delgado Gal es escritor.

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