Sexo y política

Lo que menos pude imaginar en mis veinticuatro años de corresponsal en Estados Unidos fue que iba a ver una campaña electoral en la que el sexo iba a ser la baza decisiva. Y he tenido que verlo desde el cómodo balcón de analista. Uno no acaba nunca de recibir sorpresas.

Cuando las presidenciales de 2016 llegan a su esprint final, aquel en el que se decide la carrera, con los contendientes bastante igualados y los expertos advirtiéndonos de que «no se puede descartar nada», al que podemos llamar «aspirante» por llegar de la nada política, mientras que su rival lleva toda su vida en ella, le ha explotado una bomba bajo los pies: unas declaraciones tan groseras, tan burdas, tan neandertales (con perdón de nuestros lejanos antepasados) que le han sepultado en la ignominia. Merecidamente, pues lo que dijo Donald Trump avergüenza no ya decirlo, sino oírlo. Y se refería, nada más y nada menos, que a la mitad del electorado: a las mujeres. Es la última paletada sobre su fosa política. Quedan algunas que le defienden, pero son la excepción que confirma la regla. El resto, incluidas las que por una razón u otra, que las hay, no tragan a Hillary Clinton, se disponen a tomarse la revancha el próximo 8 de noviembre. Y forman la mayoría del electorado.

Lo que dijo Trump sobre las mujeres ha sido de sobra aireado, lo que me ahorra el bochorno de repetirlo. Con decir que resume todos los tópicos del machismo más elemental está dicho todo. Él se ha excusado diciendo que se trató de una «conversación de vestuario», con lo que ofendió de paso a los deportistas. En español lo calificaríamos de «lenguaje tabernario», expresión ya en desuso porque las tabernas están hoy de moda. Pero que muestra la catadura del individuo, haciendo caer la venda de los ojos de aquellos a los que hacía gracia por sus extravagancias o veían en él una especie de vengador de la entera clase política y financiera que ha robado al ciudadano común y la grandeza que tenía el país. Miren ustedes por dónde Donald Trump ha caído «por do más pecado había». Para que luego digan que no hay justicia en este mundo.

El millonario neoyorquino, que no sabemos si lo es por no pagar impuestos o a sus acreedores, había hecho la más inusual de las campañas: en vez de halagar a todo el mundo, prometiendo a cada cual lo que quiere recibir (sin explicar de dónde sacará el dinero), que suele ser el tenor de todos los candidatos, lo que hizo fue meterse con todos. ¡Qué meterse! Insultarles. Comenzó por los hispanos, a los que acusó de venir a robar, violar y traficar con drogas (cuando están haciendo los trabajos más duros y peor pagados), siguió con los musulmanes, a los que consideró en conjunto terroristas, continuó con los compatriotas que no pensaban como él, a los que tachó de no ser buenos patriotas, para dirigir sus cañones a los artistas, a los medios de comunicación, a los europeos, a su propio partido conforme se multiplicaban los que se alejaban de él, e incluso a la democracia norteamericana, al sugerir que las próximas elecciones pueden ser amañadas. Aunque la gota que ha derramado el vaso es su inmundo ataque a las mujeres. ¡Y un personaje así quería salvar los Estados Unidos!

La cosa, sin embargo, no se queda en la anécdota que va a definir las elecciones presidenciales norteamericanas de 2016, sino que va mucho más lejos, al replantear uno de los problemas que tiene no ya este país, sino el mundo entero: el papel de la mujer en el siglo XXI, que tan tumultuoso empieza. Y eso sí que son palabras mayores.

Creíamos que el asunto había quedado zanjado y listo para sentencia con la llamada «revolución cultural» de los años sesenta y setenta del siglo pasado, uno de cuyos capítulos principales fue la «liberación femenina». La mujer venía luchando desde el siglo XIX por obtener algo tan elemental en una democracia como es el derecho a voto, con avances menos que modestos, como demuestra que en España no lo lograron hasta la Segunda República, y en Italia, hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Pero tendrían todavía que pasar veinte años hasta que la «revolución sexual» empezara a poner en plan de igualdad al hombre y la mujer, una tarea titánica, pues la naturaleza nos ha hecho, no uno superior al otro, sino distintos, y la ley tiene el deber de equipararnos. Pero esto no puede hacerse por decreto, sino que requiere cambios de hábitos, costumbres, tradiciones, culturas, religiones incluso (tengo para mí que la primavera árabe, el «califato» de Daesh y todas las guerras que han desencadenado no son en el fondo otra cosa que la resistencia de los varones musulmanes, empezando por sus imanes, al ascenso de sus mujeres a un plano de igualdad, pero no me atrevo a decirlo en voz alta al no ser experto en el Corán, que, como saben, es también un código civil, penal e incluso sanitario).

Pero también en Occidente tenemos mucho camino por andar en ese terreno. Quedan por doquier en nuestra sociedad restos de aquella otra que daba al varón primacía sobre la mujer. Sin ir más lejos, la violencia machista que trae víctimas por la elemental sinrazón de «la maté porque era mía». O los casos de violaciones individuales o en grupo que siguen dándose al amparo de los acontecimientos multitudinarios. O los ataques de escolares a niñas que quieren participar en «juegos de hombres».

¿Cómo se combate, cómo eliminar estas actitudes procedentes de los tiempos en que los hombres salían con una estaca en busca de alimentos mientras la mujer se quedaba en la choza cuidando de la prole y del huerto que daría lo necesario para comer si el amo de la casa volvía con las manos vacías? Pues con mucha educación, con mucha cultura, con muchas verdades, empezando por que el «sexo débil» no es tan débil como creemos. Por lo pronto, es mucho más resistente al dolor que el «sexo fuerte», y si los hombres tuviéramos que traer niños a este mundo, la humanidad se acabaría en dos generaciones. Se ha avanzado en la eliminación de aquellos estereotipos que presentaban a las mujeres como nerviosas, impulsivas, tendentes a cometer errores en los momentos de peligro, de los que las salvaría el galán en las películas, cómics e incluso novelas serias. Algo que perdura de manera subliminal en los más diversos aspectos de la vida, como que lo primero que pregunta el abogado defensor en un juicio por violación es qué vestido llevaba la víctima, o que las mujeres ganen menos que los hombres en los distintos niveles laborales haciendo el mismo trabajo.

Que este tipo de discriminación haya surgido como tema principal a finales de las elecciones presidenciales norteamericanas se lo debemos a Donald Trump, nuestra única deuda con él. Bueno, y el tiro que se ha dado, no en el pie, sino en la cabeza, si no le rebota la bala.

José María Carrascal, periodista.

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