Sexualidad y vigilancia

Hoy en día, resulta imposible oír hablar de escándalos sexuales o delitos sexuales –ya sean los de Dominique Strauss-Kahn o los del ex gobernador de Nueva York Eliot Spitzer, del Primer Ministro italiano, Silvio Berlusconi, o de la media docena de congresistas de los Estados Unidos cuyas carreras se han acabado en los últimos años– sin ponerse a pensar en cómo han salido a la luz. ¿Qué significa vivir en una sociedad en la que la vigilancia es omnipresente?

Como el calor a que se somete proverbialmente a las ranas para hervirlas sin que lo adviertan, el nivel de vigilancia en las democracias occidentales ha ido aumentando lentamente, pero mucho más rápidamente de lo que permitiría reaccionar a los ciudadanos. En los Estados Unidos, por ejemplo, se está ampliando la Patriot Act (“Ley Patriótica”) del Presidente George W. Bush, a raíz de una serie de acuerdos a puerta cerrada. Los americanos no la quieren y no fueron consultados cuando sus representantes, presionados por un gobierno que pedía más poder a raíz de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Eso no parece importar, la promulgaron.

En los EE.UU. –y en el Reino Unido– hay una campaña concertada para “calificar” de positiva la vigilancia. Ahora se informa a los pasajeros del metro de la Ciudad de Nueva York de que se puede someterlos a registros aleatorios de sus bolsas. Ahora los activistas de los Estados Unidos están acostumbrados a dar por sentado que se leen sus mensajes electrónicos y se escuchan sus conversaciones telefónicas. De hecho, las compañías telefónicas Verizon y AT&T han creado secciones en sus locales para que agentes del Organismo de Seguridad Nacional escuchen conversaciones furtivamente.

La oleada de escándalos sexuales es una señal de una corrupción y una degradación más graves de lo que los comentaristas parecen advertir. Sí, se debe castigar a los delincuentes sexuales, pero una carrera política tras otra, en particular en los Estados Unidos, está acabando por culpa de relaciones consentidas.

Las relaciones sexuales consentidas entre adultos no son asunto de nadie más, pero, ahora que las figuras públicas –en particular, las consideradas “de interés” para los organismos de inteligencia– pueden ser observadas tridimensionalmente, las posibilidades de que queden comprometidas son mucho mayores de lo que eran en la época del caso Profumo en el Reino Unido, que derribó a un Secretario de Defensa británico a comienzos del decenio de 1960, y esa estrategia de vigilancia con resultados tan destructivos no tiene fin, dada la naturaleza de la información que se obtiene en la red.

Al fin y al cabo, el instinto sexual humano, en particular si va forzosamente acompañado de un comportamiento peligroso o autodestructivo, ha interesado a los dramaturgos desde la antigua Grecia, en la que apareció la historia de Aquiles y su vulnerabilidad, y, como siempre es interesante leer las informaciones sobre  escándalos sexuales –en comparación, desde luego, con otra guerra no declarada o un rescate gracias al cual se crearon puestos de trabajo que costaron unos 850.000 dólares cada uno–, siempre serán formas útiles de desviar la atención. Se puede desviar la atención de los ciudadanos para que, en lugar de en importantes robos empresariales e infracciones gubernamentales, se fijen en relatos relativos a dos personas desdichadas (y sus cónyuges e hijos, que bastante sufren ya, por lo general, sin el morbo de los medios de comunicación).

Otra razón para lamentar la normalización de una sociedad de la vigilancia estriba en la vinculación entre la intimidad sexual y otras clases de liberación psicológica. Ésa es la razón por la que las sociedades cerradas vigilan la vida sexual de sus ciudadanos. La combinación de sexualidad e intimidad tiene un efecto anárquico y subversivo en los ciudadanos. El contacto con otra persona de un modo no escrutado, no civilizado, no mediado, no observado recuerda inevitablemente a la población que hay aspectos del alma humana que no se pueden –ni se deben– someter a control oficial.

Por esa razón, las sociedades cerradas y las que van camino de cerrarse siempre han temido a los partidarios de la libertad sexual y han procurado vincular la disidencia política con la anarquía sexual. En el decenio de 1950, el comunismo y la “amenaza” homosexual quedaron enlazados en la imaginación pública americana. En la decadente Gran Bretaña del decenio de 1890, las feministas, los socialistas y los utopistas fueron retratados como amenazas para la vida familiar en forma de amor libre... aun cuando en modo alguno se propusieran hacer transformaciones de las costumbres sexuales.

Todo el mundo tiene secretos: eso es algo que la gente comprende demasiado tarde, cuando una sociedad de la vigilancia va asentándose de forma casi imperceptible. Piense el lector en su intimidad y sus secretos. Si usted o su cónyuge hubiera tenido un desliz, ¿desearía comentarlo en privado o que lo hiciera el mundo... o que un funcionario estatal le dijese que lo comentaría con su cónyuge, a no ser que hiciera lo que se le pidiese?

Podría incluso optar por no abordarlo en modo alguno. La mayoría de las personas dan por sentado que dispondrían de esa opción, porque no se dan cuenta de que vivir en una sociedad de vigilancia significa que tarde o temprano todo el mundo deberá afrontar las mimas angustias sobre revelaciones que las figuras públicas.

Naturalmente, la cuestión es más amplia: si eres un alcohólico en tratamiento, tiras los tejos a alguien de tu mismo sexo, tienes una ludopatía, padeces una enfermedad bipolar o has tenido una conversación con tu contable sobre tus impuestos en la que bordeaste la ilegalidad, ¿estás preparado para verte “expuesto” en público?

Se ha vendido la vigilancia oficial como un imperativo de la seguridad nacional. En realidad, concede al Estado el poder para chantajear a quien desee. Pensemos en los cables diplomáticos de funcionarios de los EE.UU. filtrados por WikiLeaks, según los cuales se pidió a empleados del Departamento de Estado que obtuvieran “biometrías” sobre funcionarios públicos en las Naciones Unidas? ¿Estamos entrando en una época de geopolítica mediante el chantaje?

Tal vez deberíamos desactivar las amenazas planteadas por una sociedad de la vigilancia disponiendo de un día anual de amnistía. El Día de la Amnistía –que no sería fiesta estatal, desde luego–, revelaríamos a nuestros seres queridos, a los miembros de nuestra circunscripción o a nuestros empleadores los secretos que, según creemos, nos ponen en peligro.

O podríamos esforzarnos por eliminar la amenaza de la revelación del comportamiento privado. Por ejemplo, como consumidores de los medios de comunicación, tenemos poder: la próxima vez que se os quiera vender un escándalo sexual, no lo aceptéis. La deshonestidad sexual –de la inclinación que sea– no es una de las cosas más importantes del mundo; la perdida de la libertad sí que lo es.

Por Naomi Wolf, activista política y crítica social cuyo libro más reciente es Give Me Liberty. A Handbook for American Revolutionaries . Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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