Shanghai 2010, carnaval en Cuaresma

La Expo de Shanghai propone prolongar el carnaval al tiempo de Cuaresma. Cuando buena parte del mundo sufre aún los efectos de la crisis financiera, y todo él se enfrenta al impacto del cambio climático y a las mutaciones del modelo económico, energético y territorial que las circunstancias imponen, China vuelve a asombrar al planeta con la feria más grande jamás celebrada, un evento XL que exhibe la extraordinaria musculatura del País del Centro.

Dos años después de los Juegos de Pekín, esta olimpiada económica refuerza el protagonismo financiero y logístico de Shanghai con una inversión en infraestructuras -una nueva terminal aérea, un cinturón de autopistas, 250 kilómetros de metro y un remodelado frente fluvial- que supera los 30.000 millones de euros, amén de 3.000 millones (más del doble que los Juegos) en la Expo misma, que ocupa una superficie 20 veces mayor que la de Zaragoza y, pese a la floja entrada de los primeros días, espera llegar a recibir entre 10 y 15 veces más visitantes que la celebrada en 2008 en la capital aragonesa.

Esta exposición colosal, que bate el récord de participación con 189 países, agrupa a un turbión de pabellones efímeros -desde las serpenteantes escamas de mimbre que representan a España hasta el bucle ciclista de Dinamarca, las dunas doradas de los Emiratos, la tipografía pixelada de Corea o la sugerente y lírica catedral de semillas británica-, todos ellos a la sombra de la titánica construcción permanente del anfitrión: una pirámide invertida que apila piezas prismáticas para recordar con su megaestructura la delicada construcción tradicional en madera. Pero la tradición queda lejos en esta ciudad erizada de rascacielos, que crece con un ritmo incontenible, y cuyo dinamismo violento va borrando las huellas del pasado lo mismo que ha desplazado a 55.000 personas para liberar el solar de la Expo a orillas del Huangpu, evidenciando que el amable lema del evento (Mejor ciudad, mejor vida) no es incompatible con el expeditivo autoritarismo de sus gestores políticos.

La transformación acelerada de la ciudad, que desde luego se ejecuta sin escrúpulos, tiene al menos tres rasgos que merecen destacarse: la visibilidad de la planificación, expresada en la descomunal maqueta que puede verse en el Urban Planning Exhibition Hall, donde tanto los edificios existentes como los proyectados se muestran a la curiosidad o el escrutinio de ciudadanos y visitantes; la búsqueda de la eficacia a través del transporte público y la densidad urbana, que se consigue reemplazando buena parte de los lilongs del siglo XIX -viviendas adosadas en torno a un callejón privado, similares a los mews británicos, y por cierto ejemplos de sostenibilidad para urbanistas como Denise Scott Brown- por apiñadas torres residenciales de unas 30 plantas; y la descentralización mediante la creación de ciudades satélite dotadas de todos los servicios. Incluyendo algunas tan modélicas como Dongtan, una ecociudad en Chongming diseñada por la firma británica Arup, en el marco del plan general elaborado por la oficina en Chicago de Skidmore Owings & Merrill para esta isla aluvial en el delta del Yangtsé, que prevé una población de dos millones de habitantes con núcleos urbanos compatibles con la agricultura orgánica y las industrias verdes, y que aspira a convertirse en ejemplo de respeto ambiental y eficacia energética.

Shanghai se asocia en tal medida al espectacular perfil que dibujan los rascacielos corporativos -el Jin Mao rematado como una pagoda o el World Financial Center en forma de abrebotellas, a los que pronto se añadirá la Shanghai Tower, que será el techo de Asia cuando se remate en 2014-, a la increíble proliferación de grandes grúas -en algún momento se llegó a decir que la mitad de las existentes en el mundo estaban allí-, o a la implacable determinación con que se ejecutan los traslados masivos de poblaciones para realizar los proyectos, que parece extravagante extenderse sobre lo que Peter Rowe, ex decano de la Graduate School of Design en Harvard, llama the greening of Shanghai, un proceso de reverdecimiento que incluye los nuevos grandes parques metropolitanos, la regeneración de las riberas fluviales y un énfasis en la sostenibilidad para el que proyectos como el de Chongming sirven de referencia.

Sin embargo, la China de las centrales térmicas de carbón y desarrollo sucio está siendo reemplazada a un ritmo vertiginoso por una China que aspira al liderazgo en el gran mercado de este siglo, las tecnologías limpias, y no tanto por profundas convicciones ecológicas cuanto por los empleos y la prosperidad que genera este sector en crecimiento: los datos que recientemente ofrecía Bruce Usher en el Herald Tribune mueven a la reflexión, y deberían quizá invitar también a la acción. En 1999, el país fabricaba el 1% de los paneles solares, y en 2008 era ya el primer productor mundial, con un 32% del mercado; y según un análisis del Banco Mundial, en 2004 China promovió el 5% de los proyectos de desarrollo limpio en el globo, una cifra que en 2008 había alcanzado un apenas imaginable 84%. En 2009, su inversión en energías renovables casi dobló la de Estados Unidos, su principal rival tecnológico, financiero y geopolítico, y al mismo tiempo su interlocutor y socio en el G-2 que gobierna el planeta.

Para muchos, la Expo de Shanghai es un gran escaparate del modelo chino, esa singular combinación de partido único y mercado libre que hoy -como muestra la encuesta del norteamericano Pew Research Center recogida por The Economist el pasado 8 de mayo- ejerce una influencia creciente en los países en desarrollo. La popularidad de lo que puede alternativamente llamarse capitalismo autocrático o comunismo de mercado atestigua -usando el término de Joseph Nye- el poder blando de China, pero preocupa a sus dirigentes, temerosos de que su visibilidad provoque a unos Estados Unidos celosos de su liderazgo ideológico. Sin embargo, lo que el consultor americano Joshua Cooper Ramo bautizó en 2004 como el consenso de Pekín está desafiando cada vez con mayor vigor el consenso de Washington, y la Expo ha coincidido con una floración de libros escritos por analistas chinos y norteamericanos que describen con entusiasmo o con reticencia el tránsito de la China esponja de experiencias extranjeras a la que exporta su propio modelo: de la China que aprende a la que enseña.

Al cabo, la megacita de Shanghai, que desafía con su dimensión la creciente irrelevancia de las exposiciones universales -reemplazadas en su faceta comercial por el hiperconectado mercado global, y en la recreativa por la industria contemporánea del espectáculo-, es sobre todo un vehículo del orgullo patriótico, y con ella China proclama su nuevo lugar en el mundo: la concurrencia unánime de naciones supone a la vez un reconocimiento del auge chino y el deseo de promover sus respectivas marca-país en ese gran mercado.

Dentro de China, la Expo manifiesta también el vigor de las élites de Shanghai -defensoras de una economía sin trabas y una política exterior sin complejos, y que tienen al ex presidente Jiang Zemin como figura más emblemática- frente al cauto populismo, temeroso del desorden emboscado en el crecimiento tempestuoso, que en Pekín representan el presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jiabao. En último término, la gobernanza global -de la estabilidad monetaria y financiera a los acuerdos sobre el clima- quizá va a depender también de los equilibrios internos en China entre los animal spirits (como George Akerlof, recordando a Keynes, ha descrito las pulsiones incontrolables que mueven los mercados) del grupo de Shanghai y las barras de grafito que desde Pekín moderan las colisiones de partículas en el reactor incandescente de la economía china: la pugna, en suma, entre la pirotecnia del carnaval y la vigilia de la Cuaresma.

Luis Fernández-Galiano, arquitecto.