Sí a Venecia

Hace 10 años publicaba en EL PAÍS un artículo bajo el título No al modelo Venecia lamentando como tantos el vaciamiento de la ciudad, la sustitución de gentes que la habitan por personas que la observan, de tal manera que los 100.000 residentes censados hace 40 años se han reducido a poco más de 50.000. Bien conocidos son los corolarios sociales y ecológicos de este proceso.

Motores cada vez más potentes en el transporte lagunar tienen efectos sísmicos que dañan los fundamentos de los inmuebles. Desde mucho tiempo atrás los grandes palacios que ya no podían ser mantenidos por los descendientes de familias patricias habían sufrido una reconversión, en algún caso (por ejemplo, Ca Sagredo en Canal Grande), albergando dependencias municipales o profesionales que podían interesar al habitante de la ciudad. Pero no siendo abordable su inevitable restauración por los inquilinos o propietarios, multinacionales de hostelería procedieron a costosísimas remodelaciones a fin de convertirlos en hoteles. Obviamente, el crecimiento exponencial de aseos y cuartos de baño supuso una multiplicación de los desagües, difícilmente compatible con los sistemas de canalización propios de una estructura urbana tan compleja como la de Venecia. Los funcionarios administrativos de un centro universitario de la ciudad se desplazan cada día desde Terra Ferma, pues es imposible sufragar un alquiler en la Venecia histórica, de la cual, sin embargo, muchos son oriundos.

Resultado de esta transformación es que en Venecia un velo cubre la cotidianeidad, y los sentidos del visitante han de conformarse con una adulterada caricatura, deambulando guía en mano en busca de algún rescoldo de alma ciudadana, sin la cual sienten que la belleza que contemplan carece de aliento. Búsqueda a menudo infructuosa, pues el veneciano inevitablemente se protege, lo que acentúa el sentimiento de artificioso desarraigo que experimenta el visitante.

Todo esto es bien sabido, y sin embargo… Venecia perdura. Los 50.000 habitantes, movidos por una suerte de instinto de supervivencia, avivan el rescoldo, recreando día a día la Venecia que a tantos asombraba, no ya por la singularidad que supone su erección en la laguna y el prodigioso tesoro artístico que se despliega en sus iglesias, calles y palacios, sino por la vida cotidiana de sus gentes, que en mil rasgos era la expresión mayor de su profunda civilización. Y esta restauración es favorecida por la singularidad de la ciudad, que de alguna manera hace difícil que Venecia mute.

Pues la existencia misma de esas góndolas en las que los turistas se desplazan exige la pervivencia de centenares de artesanos que han de conservar y transmitir el oficio, con el resultado de que entre los canales persisten esos admirables talleres de reparación cuya estructura apenas se ha modificado con el paso de los siglos. Y los miles de hosteleros, cocineros, dependientes, que alimentan la artificiosa construcción del turismo, resulta que tienen sus propios locales en los que se reúnen, tienen sus propias fiestas, tienen sus propios ritos y tradiciones.

Habrá mil embarcaciones de ociosos que obturan el Canal Grande y habrá grandes naves a lo largo de los zattere. Pero habrá también barcas (único medio de transporte) que llevan a los mercados de la ciudad las frutas, las carnes y pescados, las garrafas de los vinos de la región, que consumirán turistas y no turistas; barcazas que cada mañana a una hora muy temprana confieren a Venecia esa atmósfera sonora, sin equivalente en ningún otro espacio urbano, que sorprende a los que descubren por primera vez la ciudad tanto o más que la magnificencia arquitectónica y artística.

Sí: los 50.000 habitantes de Venecia han logrado mantener el alma de su ciudad. Y el visitante que consigue introducirse por algún resquicio en ese ámbito descubre o reencuentra la Venecia de la que no podrá ya separarse. Pues Venecia es en efecto una muestra de que cabe enamorarse de una atmósfera urbana, de la misma manera que cabe enamorarse de las personas que la habitan y contribuyen a su perdurar.

Como ocurre a los protagonistas de ciertos grandes textos literarios, en ocasiones sentimos que nos hablan las ciudades, como nos hablan los árboles (o como dejan de hablarnos, cuando perdemos confianza en el peso de las palabras). Por ello, esa persona misma que en razón de la degradación del hábitat ha renunciado a Venecia, si respondiera a un deseo interior de regresar, al encontrarse al atardecer en uno de esos fondamenti en los que los jóvenes venecianos dejan transcurrir horas con sus copas de vino espumoso reposando sobre las barandillas de los pontini, sentiría quizás que de hecho sigue anclado en Venecia, y que esta le habla en los mismos términos en los que le hablaba al narrador de En busca del tiempo perdido: “Aprehéndeme, ahora que paso ante ti, si tienes fuerza para ello, y lucha por resolver el enigma de felicidad que te propongo... e inmediatamente la reconocí, era Venecia”.

Víctor Gómez Pin es filósofo, premio Internacional Per Venezia 2009 (Istituto Venetto di Scienze, Lettere ed Arti).

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