Si Diana hubiera vivido...

La vida breve de la princesa Diana ha dejado tras de sí la pregunta ineludible sobre lo que habría podido llegar a ser. ¿Habría llegado a desarrollar todo su potencial como activista de causas humanitarias a escala mundial, como pareció apuntar con la última campaña que emprendió contra las minas anti personas, brillantemente llevada a cabo, o habría caído en el vagabundeo lujoso de cualquier princesa famosa indiferente a todo, como pareció apuntar con su postrer idilio con un coleccionista de aventuras como Dodi Al Fayed?

Las circunstancias escabrosas de su muerte, hace ahora 10 años, ensombrecen el hecho de que, en los últimos meses de su vida, Diana se sintió más consciente que nunca del potencial de su proyección pública. Estuvimos comiendo juntas en Nueva York en junio de 1997, dos meses antes del fatal accidente de tráfico del 31 de agosto en París que les costó la vida a ella y a Dodi Al Fayed. Por aquel entonces, Diana estaba increíblemente entusiasmada con el hecho de que Tony Blair, el nuevo primer ministro laborista, hubiera ganado las elecciones en mayo. Estaba convencida de que el nuevo jefe de Gobierno le tenía reservado un papel como embajadora humanitaria de Gran Bretaña.

Tiempo después, me enteré, gracias a otra amiga suya, la escritora británica Shirley Conran, de que en medio de aquellas vacaciones frívolas con Al Fayed, Diana, de sólo 36 años en el momento de su muerte, estaba pensando en algo que nunca había tenido antes: una carrera profesional. «Ella quería realizarse profesionalmente -me confesó Conran-, quería hacer por sí misma algo con lo que demostrar que no era tonta».

El último proyecto que Diana alimentaba en su fuero interno, y que esperaba llevar a la práctica en asociación con una empresa británica de televisión, consistía en la producción de una serie de documentales que seguirían el modelo de la película tan elogiada que realizó la BBC sobre su viaje a Angola, que constituyó el punto culminante de su campaña contra las minas anti personas.

La princesa había pedido a amigos suyos que le buscaran a un experto en medios de comunicación que la asesorase para mejorar sus condiciones de comunicadora, con la idea de aparecer ella misma como presentadora de los documentales. Incluso ya había elegido el tema de su siguiente campaña: el analfabetismo entre los adultos.

¿Habría llegado Lady Di a culminar su evolución hacia un tipo de mujer independiente, con auténtica influencia en la escena mundial? Mi opinión es que sí. La cultura de los famosos, como hemos podido comprobar, se mueve en esa dirección. El poder político de la monarquía se ha ido quedando en nada a lo largo de casi 400 años y, en los tiempos de Diana, efectivamente había desaparecido por completo. Sin embargo, la Princesa del Pueblo había tropezado con otra clase muy diferente de poder real.

Cuando en febrero de 1989 abrazó a un niño de siete años enfermo de sida, cuando posteriormente aquel mismo año estrechó entre las suyas las manos de dedos descarnados de unos leprosos y cuando en Angola atravesó a pie un campo de minas que sólo había sido limpiado en parte, demostró el poder latente del concepto tradicional de la generosidad regia, esto es, que el drama de perfiles humanitarios podía conectarse con el sistema nervioso electrónico de los medios de comunicación de todo el mundo. En la actualidad, la tragedia de Darfur, que tan vergonzosamente depende del megáfono de Hollywood para obtener minutos en antena, exige lo que llamaríamos el efecto Diana.

Muy pocas dudas caben de que ella habría dado una respuesta, enfocando con su reflector ambulante esas escenas de desesperación desoladora en Sudán con una intensidad que garantizaría que los medios de comunicación de todo el mundo se quedaran hipnotizados.

Desde luego, con Diana había siempre un factor de riesgo. Eso es lo que hace que siga siendo fascinante 10 años después. Mucho de lo que pudo haber llegado a ser dependía de esa otra zona conflictiva e inestable: su vida privada. «Estad preparados para un cambio de humor, chicos», solía decir en broma a su secretario privado, Patrick Jephson, y a las personas que con él trabajaban. Aquella herida originaria de los abandonos sufridos en su infancia y la frustración de sus sueños principescos, junto con el fracaso de su matrimonio, la empujaron en ocasiones a cometer locuras. Sus carencias emocionales la arrastraban siempre al abismo.

Poco antes de marcharse de vacaciones con Dodi Al Fayed, en aquel viaje que terminó de manera tan funesta, Hasnat Khan, el cirujano cardiovascular de origen paquistaní al que ella adoraba, había apuesto fin al idilio secreto que durante dos años habían mantenido. Encima, el príncipe Carlos le había producido un dolor abrumador al dar una fiesta para celebrar el 50 cumpleaños de su rival victoriosa, Camilla Parker-Bowles, en Highgrove, que había sido el hogar del matrimonio en el condado de Gloucestershire. Incluso después de tantos años, Diana todavía se sentía incapaz de aceptar que sus fantásticas ensoñaciones infantiles hubieran quedado destrozadas por la tenacidad de la amante de su marido. En julio de 1997, después de ver en la televisión un programa que, sin vuelta de hoja, situaba a Camila Parker-Bowles como consorte futura de Carlos, Diana llamó a su astróloga, Debbie Frank, en pleno ataque de angustia. «Toda la tristeza de mi pasado está volviendo a reaparecer -gimoteaba Diana-, me siento horrible... tan asustada, tan desamparada». Su voz sonaba «entrecortada, como si fuera otra vez una niña pequeña».

La triste realidad es que, en este segundo acto de su vida, Diana necesitaba un hombre, aunque éste, muy probablemente, no existiera. Necesitaba a alguien extraordinariamente rico, un hombre muy competente, que la protegiera, con un reactor privado y una agenda sólida de intereses a escala mundial; un hombre lo suficientemente seguro de sí mismo para no sentirse traicionado, que tuviera una paciencia inagotable para soportar a una superestrella extremadamente voluble y la capacidad de mantenerse discretamente en la sombra; un hombre que no se alterara en lo más mínimo ante una vida de irritación constante con la prensa; un hombre, en suma, que era lo contrario de Al Fayed.

Jackie Onassis encontró un hombre así por sí sola en el tercer acto de su vida, su último pretendiente, el empresario Maurice Tempelsman. En cualquier caso, Onassis había sido siempre un hombre pragmático. Para bien o para mal, el punto débil de Diana (y su atractivo) estaba en que fue siempre una romántica incurable. Siempre se enamoró del chico del que no debía.

Me agrada pensar, no obstante, que el papel en el que al final habría triunfado sobre todas sus dificultades habría sido el que ella más valoraba, el papel de madre. Pocos novios inadecuados habrían sobrevivido a la desaprobación de los príncipes William y Harry. El primogénito ya le había hecho saber a Diana, con toda claridad, que consideraba que Al Fayed representaba un problema incómodo.

En último término, Diana se habría sentido más comprometida con la defensa del acceso de su hijo mayor al trono que deseosa de asumir ella el papel de reina. Además, no hay ninguna duda de que esos hijos suyos tan bien parecidos y tan atractivos, que tienen los pies en la tierra, la habrían restituido al lugar legítimo que le correspondía en la jerarquía real.

«No te preocupes, mami -la consoló su hijo William, de 14 años entonces, cuando la reina Isabel II decretó que se le retirara el título de Alteza Real-, te lo devolveré algún día, cuando sea rey». Diana habría querido que sus hijos se sintieran orgullosos y la tristeza más honda que causa su pérdida es que no viva para comprobar lo bien que sus instintos maternales han servido a la casa de Windsor.

Tina Brown fue directora de The New Yorker y Vanity Fair; aquí publicó El ratón que rugió, uno de los más célebres artículos sobre Diana de Gales. Es también la autora del reciente best seller The Diana Chronicles, publicado en los Estados Unidos por Doubleday.

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