Sí, el Ejército europeo es (parte de) la solución

¿Quién puede estar en contra de la idea del Ejército europeo? Una gran propuesta que casi todo el mundo considera deseable hasta que llega la realidad y se descubren las dificultades de ponerla en marcha. Entonces se abandona, pasan los años y vuelta a empezar.

La Unión Europea es una paradoja. Tiene 450 millones de habitantes y es la tercera economía del mundo, después de China y Estados Unidos. Pero, pese a ser un gigante económico con una considerable proyección diplomática, es percibida (con razón) como un enano militar.

La naturaleza fragmentada de la Unión Europea implica gastos redundantes. Para hacernos una idea. Estados Unidos apenas tiene unas pocas escuelas de vuelo. En Europa se cuentan por decenas. En este sentido, avanzar hacia la creación de estructuras mancomunadas nos ahorraría mucho dinero. Véase un ejemplo. Seis países europeos comparten una flota de nueve aviones de transporte estratégico con capacidad de reabastecimiento en vuelo Airbus A330MRTT.

Cada país disfruta del derecho a tantas horas de vuelo al año en función de su contribución al programa. Comprando los aviones entre todos, países como República Checa o Bélgica disponen de unas capacidades que hubieran sido inalcanzables en solitario. También es cierto que el asunto del avión de transporte estratégico no genera controversias por ser un modelo sin competencia en Europa y sin capacidades ofensivas.

En cualquier caso, las compras en común tienen otra ventaja. Generan economías de escala. El precio por unidad que se negocie con el fabricante será inferior si se compran cien que si se compran diez. Si todos los países de la Unión Europa se pusieran de acuerdo para adoptar el mismo avión de combate, la misma fragata y el mismo carro de combate, compartiendo además formación y mantenimiento, se lograría un precio competitivo y una reducción de costes considerable. Pero eso nunca ha sido posible.

El problema está en qué comprar cuando hay varias opciones de distintos fabricantes y distintos países. El dilema pasa de ser técnico (cuál es el mejor producto) a industrial (quién se lleva los beneficios y los puestos de trabajo). Así, la solución no pasa tanto por elegir un producto de una sola empresa (firmaría el contrato del siglo) como por formar un consorcio europeo que desarrolle un diseño único en cuya fabricación participen múltiples empresas europeas, generando puestos de trabajo en múltiples países. Pero el problema está en ponerse de acuerdo.

Cuando se crea un comité para establecer los requerimientos de un sistema de armas, cada país acude con sus propias necesidades e idiosincrasia. La falta de un acuerdo llevó a los franceses a desligarse del proyecto de avión de combate europeo para desarrollar el suyo propio: querían un diseño más ligero que el propuesto para poder operar en portaaviones. Y la ruptura del consorcio NRF90 para diseñar una fragata terminó con sus miembros tomando caminos diferentes y desarrollando cinco fragatas totalmente distintas.

Alcanzar una autonomía tecnológica desarrollando sistemas de armas propios, generar economías de escala haciendo compras en grupo y ahorrar dinero mediante estructuras mancomunadas son objetivos en principio deseables. Pero incluso avanzando en todos ellos nos encontraríamos con los dos principales problemas de la defensa común europea.

El primero es que da igual lo que se pueda ahorrar gastando de forma eficiente. No salen las cuentas. Europa gasta poco en Defensa.

Europa vivió bajo el paraguas protector de Estados Unidos durante la Guerra Fría. Y, aunque hubiera un rechazo frontal a la presencia militar estadounidense en suelo europeo (recuérdese el famoso lema “OTAN no, bases fuera”), cuando Europa quiso darle una solución militar a las crisis en su periferia tuvo que llamar a Washington. Las capacidades europeas no eran suficientes. Sucedió en 1996 en Bosnia. Sucedió en Libia en 2011. Sucedió en Mali en 2013.

Habría sido imposible que la Unión Europea, con sus propios medios, hubiera llevado a cabo una operación de evacuación de Kabul como la de Estados Unidos.

No habría podido desplegar más de 5.000 soldados en menos de una semana en un incesante puente aéreo que llevó los suministros necesarios y hasta helicópteros. Sin olvidar la flota de aviones desplegada en el espacio aéreo afgano, que ha incluido aviones de combate para proporcionar apoyo aéreo, aviones de inteligencia electrónica y aviones cisternas para mantenerlos a todos en vuelo por largas horas.

Una operación así requiere de una cantidad de medios y recursos considerables. Muchos de ellos trabajando con discreción.

El problema del insuficiente gasto europeo en Defensa se señaló hace ya tiempo. En el contexto de la OTAN, se marcó el objetivo de invertir un 2% del Producto Interior Bruto. Según las estimaciones de la propia alianza para 2021, y si tenemos en cuenta únicamente países miembros de la Unión Europea, ese objetivo lo alcanzan Grecia, Francia, Polonia, Croacia y las tres pequeñas repúblicas bálticas (Letonia, Estonia y Lituania).

Si lográramos salvar los obstáculos vistos hasta ahora, logrando unas Fuerzas Armadas europeas creíbles por contar con los medios suficientes y adecuados, llegaríamos al segundo y fundamental problema. ¿Qué haríamos con ese instrumento de la política común?

No está claro que los Veintisiete vayan a ser capaces de acordar qué circunstancias merecen el uso de la fuerza. Las prioridades de Finlandia, las tres repúblicas bálticas y Polonia se orientan hacia el este: Rusia. Italia y Grecia miran al Mediterráneo. Francia y España miran al sur más allá del Magreb.

En 2003, España, Polonia y Holanda apoyaron la invasión estadounidense de Iraq. Francia y Alemania se opusieron. Durante momentos de la segunda guerra civil libia (2014-2020), Francia e Italia se encontraron apoyando a bandos opuestas. ¿Qué hubiera cambiado entonces en la historia de Europa de haber contado con un ejército europeo?

Viendo la falta de consensos, no se hubieran movido sino en contadas ocasiones y para operaciones limitadas.

Las Fuerzas Armadas europeas son un sueño que evoca una Europa que ocupa finalmente su lugar en el mundo como gran potencia. Pero tiene un coste económico que el europeo medio no está dispuesto a asumir. Y la letra pequeña de ese sueño tiene desafíos industriales que no han terminado nunca de ser resueltos.

Quizá en esta nueva era en la que Estados Unidos se va a ir desconectando de todos aquellos problemas que no tengan que ver con enfrentar el desafío de China en la región del Indo-Pacífico genera un despertar en una Europa enfrentada en solitario a un mundo hostil y violento.

Jesús María Pérez Triana es analista de seguridad y defensa y autor del blog Guerras posmodernas.

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