Si esto no se para

Dicen que uno es de donde ha hecho el Bachillerato, aunque mi pasaporte diga lo contrario. Eso es algo que se puede elegir, pero el lugar de nacimiento o la emigración siendo un niño son responsabilidad de los padres o una concatenación de situaciones azarosas más o menos desafortunadas.

Tengo más recuerdos antes de los ocho años que de los siguientes 22. Me temo que a todos esos niños que vemos en los medios les ocurrirá lo mismo, aunque los suyos serán mucho más terribles. Vuelvo a dos situaciones recurrentes. En casa no paraban de repetir un nombre, que yo atribuía al jefe de mi padre o a un primo cabrón: Chernóbil. Por otro lado, mi madre vivía en un permanente estado de fatalismo, dueña de aquel don que los dioses concedieron a Casandra y que no puede ser más desquiciante: tener razón y que nadie te haga caso. Vivía obsesionada con el cáncer de tiroides y una guerra inminente. De lo primero nos hemos escaqueado, de lo segundo… también.

Ocurre en las mejores familias, en los círculos más selectos, entre las mentes más preclaras y en las democracias, pero, sobre todo, ocurre en los Estados totalitarios, en sus círculos mafiosos y en las mentes mentecatas: creerte con derecho sobre algo que no es tuyo. Este es el caso de Putin y su cruzada contra nazis y drogatas. Su santa y cínica campaña, mientras agasaja a un pueblo indefenso con miseria y terror, tan necesarios para agachar la cerviz ante su megalomanía.

El poder desmedido concentrado en una sola persona, y si además gobierna un país y se cree con derecho a ocupar otro, solo puede provocar una reacción sensata: huir. Acaso por esto padezca una disimilación congénita respecto a algunos términos con los que en la última semana a una gran mayoría se le ha llenado la boca. Patria. Bandera. Heroísmo. Inexistentes en mi lexicón.

Los que han estado en mi casa saben que suelo arrancarme por Bambino; los que han estado en mi cama saben que hablo en sueños en castellano; los que han leído mis libros saben que nací en una ciudad que no existe y firmo con un nombre que no tengo. También saben que soy español, aunque el pasaporte lo contradiga; que apoyo a este Gobierno sin haberlo votado y que chapurreo el ruso, que es mi segunda lengua, aunque sea la materna. Que mi canción favorita es No soy de aquí ni soy de allá.

Volviendo a los conceptos que parecen ser el motor de este conflicto, decía José Luis Sampedro que el estado de héroe solo se alcanza en el altar de la muerte. Esa es su engañosa realidad. Alguien al que los dioses han prestado un poder. En definitiva, un humano que juega a ser dios y tras su muerte sube de estatus. Supongamos que el héroe soy yo, que el don es una metralleta, que el dios es un presidente electo democráticamente. Supongamos que otro héroe es un chaval ruso que se ha echado un polvo en su vida y se ha tomado un cubata de ron barato, que su don es un kaláshnikov, su dios un dictador. Supongamos que a su vez los dioses tienen otros dioses. El del primero es uno que empuja pero no respalda; el del segundo uno que se gasta.

Bandera. Patria. Heroísmo. Gloria. Gloria a los dioses desde sus sofás.

Me dice un ex que se le parte el alma imaginándome allí, “con la cabeza volada”. Pues sí; no veo la necesidad de esparcir la parte más valiosa de mi cuerpo por alguna calle mal asfaltada en señal de servicio patrio. Prefiero conservar mi cerebro con la esperanza de que en un futuro me pueda ser de utilidad, o incluso a mi país.

Nosotros cruzamos la misma frontera huyendo de lo mismo de ahora, aunque nadie lo viera. Las personas antibelicistas podemos alegar a la moral, a la miopía y a dejar en manos expertas la responsabilidad de estar cometiendo un error, se tome la decisión que se tome.

Lo que me indigna es la sorpresa. Putin llevaba décadas cociendo el conflicto, urdiendo esa paz armada mientras jugaba con el grifo del agua caliente y amenaza con darle al botón. Supongo que somos muchos los que nos sentimos violentados por el mero hecho de tener que defendernos. Esa imposición es una constante en mi vida, y es la mayor agresión que puedo imaginar. Tener cuidado en el patio o al volver a casa, poner una alarma o contratar un seguro. Estar alerta para reaccionar de forma violenta ante la violencia del otro. Intento luchar contra ese patrimonio macho, contra la violencia genética y enorgullecida. Este mundo de la última semana no me convence, como decía Sampedro: “Si esto no se para, yo me apeo”.

Dimas Prychyslyy es escritor, redactor y guionista ucranio, autor de No hay gacelas en Finlandia (Espasa) y Con la frente marchita (Dos Bigotes).

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