Si hubieran matado a mi hijo

Si hubieran matado a mi hijo, la justicia que yo esperaría recibir sería como sigue. Me gustaría que la policía detuviera a sus asesinos a partir de indicios y pistas fiables originados en la comisión del crimen. Me gustaría que durante su detención fueran tratados humanamente, como sospechosos y no como culpables. Me gustaría que un tribunal independiente les otorgara oportunidad de defenderse como ellos estimaran más conveniente. Me gustaría que la ley que se les aplicara no fuera una prerrogativa personal de nada ni de nadie: ni del juez, ni del gobierno, ni mía, ni de cualquier otro familiar de la víctima, ni de ninguna religión, tradición milenaria, creencia establecida o similar. Me gustaría que fuera una ley previa, escrita con tranquilidad y anterioridad a los hechos e ideada como solución legal óptima para el caso en cuestión por un grupo de personas elegidas por todos los ciudadanos para ese menester.

Si hubieran matado a mi hijo, me gustaría que las pruebas presentadas en el juicio implicaran lógica y necesariamente que, en efecto, son los acusados que se sientan en el banquillo los asesinos de mi hijo. Y me gustaría entender esas pruebas, para que no me cupiera así duda razonable de que ni son inocentes aquellos a los que se castiga, ni permanecen libres los asesinos de mi hijo.

Por eso, si hubieran matado a mi hijo el 11-M creo que, en lo relativo a mi idea de justicia y al funcionamiento del Estado de Derecho, tendría hoy motivos para sentirme reconfortado. En lo relativo al comportamiento de algunos conciudadanos, sin embargo, estaría lejos de sentir tal alivio.

Si hubieran matado a mi hijo, agradecería el calor y el cariño de los míos. De los más cercanos -la familia, los amigos- primero; y, después, de todos los que dicen formar parte de mi gente, de mi país o de mi patria, como ustedes prefieran. Sabría o creería saber que, en cuanto víctima, se me debe ante todo compasión, reparación y justicia. No sospecharía que nadie -al menos nadie de mi gente, de mi país o de mi patria, como ustedes prefieran- iba a regatearme el derecho casi sagrado que albergo a conocer quiénes fueron los que extirparon su vida. Sabría o creería saber que nadie iba nunca, bajo ningún concepto, a inmiscuirse en la tarea de la administración de la justicia persiguiendo no tanto aclarar quiénes mataron a mi hijo -para posibilitar así que yo reciba la justicia que merezco- como abordar otras empresas movidas por impulsos muy otros: ganar unas elecciones, perjudicar al rival, vender más periódicos.

Si hubieran matado a mi hijo, a todos aquellos que en vez de acompañarme en mi duelo y apoyar a las administraciones de seguridad y de justicia (cuyos miles de funcionarios no pertenecen a ningún partido, que yo sepa), a todos aquellos que, en vez de a eso, que no sólo era muy sencillo, sino que además era sencillamente su deber, se han dedicado a airear, emitir, publicar y expandir las hipótesis más extravagantes a lo largo de estos tres años -hipótesis que difícilmente podían estar movidas por el impulso del conocimiento de la verdad y por tanto por el deseo de hacer justicia, pues todas han resultado falsas y muy sospechosamente lo único que las unía era que apuntaban a ETA y beneficiaban las tesis políticas, no penales, de sus propaladores-, a todos aquellos Jiménez Losantos, Del Burgo, Acebes y demás les pediría que ahora hicieran algo muy sencillo, muy obvio y muy elemental: que volvieran a sus radios, a sus escaños y a sus editoriales y, con idéntica intensidad y pasión, rectificaran todos y cada uno de los datos y las interpretaciones que, en su día, se encargaron de vociferar y que hoy sabemos que son lisa y llanamente falsos. Y que pidieran perdón por su, digámoslo así, exceso de celo.

Porque si hubieran matado a mi hijo y ellos no tuvieran ahora el mínimo gesto de reconocer todos los errores y todas las conjeturas fallidas, entonces tendría que deducir que nunca persiguieron aclarar la verdad para hacerme así justicia, sino únicamente manosear mi desgracia en su propio beneficio. Y al desconsuelo irreparable de mi pérdida tendría que añadir ahora el dolor y la amargura de saberme utilizado, y nada impediría ya que no pudiera considerarles más parte de mi gente, de mi país o de mi patria, como ustedes prefieran.

(A Pilar Manjón y a todas las víctimas, con cariño y con vergüenza).

Jorge Urdánoz Ganuza, Visiting Scholar, Political Science Department, Columbia University.