Si Junqueras es Mandela, nosotros somos...

Cuesta confiar en los defensores de los indultos. ¡Resultan tan mudadizos! Tengo la impresión de que si el presidente no los hubiese anunciado, ahora mismo estarían diciendo lo contrario de lo que dicen. No especulo, que disponemos de un experimento natural: muchos de ellos, como tantos otros españoles, apoyaron a Sánchez cuando en la campaña electoral proponía el cumplimiento íntegro de las penas. O entonces o ahora no se tomaban en serio. La única explicación que se me ocurre no honra sus virtudes epistémicas.

Pero como al entender a los demás siempre hay que asumir el principio de caridad interpretativa, incluso si hacerlo requiere mucho esfuerzo, cabe otra conjetura distinta del servilismo intelectual: están instalados en el guion que ha regido el trato con los nacionalismos desde la Transición. Porque, y eso tendrán que concederlo, no hay novedad en el relato «hagamos concesiones a cambio de que no cumplan su amenaza de saltarse la ley». Algunos lo llaman diálogo; otros, concordia; incluso, unos pocos, respuesta política. Yo, partidario del diálogo, la concordia y, sobre todo, de las respuestas políticas, creo que se trata de otra cosa que prefiero no calificar. En todo caso, lo que nadie negará es que si estamos donde estamos es por tantos años de mantenernos fieles al relato mencionado. Y que nadie dude dónde estamos: agradeciendo el cumplimiento de la ley. Qué digo agradeciendo: retribuyendo. Incluso cuando no se cumple.

Si Junqueras es Mandela, nosotros somos...En su variante actual el guion general sostiene que «el indulto quita razones a los independentistas». Ante sus reclamaciones, deberíamos ceder y «dejarles sin argumentos». Para no darles excusas, les damos la razón. Y no olvidemos en qué les damos la razón; se resume en cinco palabras: «España no es una democracia». Las condenas serían el último ejemplo: el Estado vengativo, recuerden. Estaríamos obligados a tranquilizar a quienes afirman esas locuras… dándoles la razón y, por caminos retorcidos, ahora sí, convirtiéndolas en verdaderas.

Retengan exactamente el paisaje de fondo. Tendríamos un deber moral –y político– de tranquilizar a un millón de catalanes que desprecian el cumplimiento de la ley, no se sienten comprometidos con el interés de sus conciudadanos y simpatizan con delincuentes que reivindican sus delitos. Un deber que se impondría a otro respecto a muchísimos más millones de ciudadanos españoles que –les gusten o no– acatan las decisiones de la Justicia, se atienen a la ley y han votado a quienes se comprometieron ante ellos (incluido el PSOE) a garantizar el cumplimiento de las condenas.

Pero dejemos estas consideraciones morales, irrelevantes para quien equipara la justicia a la venganza y ha traicionado sistemáticamente sus compromisos con los votantes, y vayamos a las cuestiones prácticas, asumiendo de nuevo el principio de caridad interpretativa, esto es, el supuesto de que Sánchez tiene un sincero interés en que no se cumplan los objetivos del independentismo, en particular, la destrucción de España como entidad política. Pues mal vamos. Instalarnos en el marco mental descrito implica reforzar ideológicamente al secesionismo: el Gobierno, al desautorizar a la Justicia y disculparse, acepta que España no es un Estado de derecho. Porque, claro, si Junqueras es Mandela, ¿qué somos nosotros? No veo cómo se debilita al secesionismo dando por buenas las mentiras que lo sostienen, asumiendo una inexistente culpa y premiando su estrategia política. Al revés: su victoria está asegurada si se le concede la superioridad moral y se retribuyen sus actos, incluidos los que transgreden la ley. El cumplimiento de la ley, eso que los ciudadanos hacemos a diario, no se premia.

Si sabemos algo, y lo sabemos bien, es que la mejor política es la contraria. Si para que no opte por la independencia mañana lo único que se nos ocurre es ofrecer concesiones (la independencia a plazos), el inexorable resultado será la independencia. Para no abordar ahora el problema, se lo traspasamos, aumentado, a los futuros gobiernos. Miopía superlativa en tiempos de planes para el 2050. Solo si el independentismo puede perder algo, si hay la posibilidad de desandar camino, se romperá esa perversa dinámica. Sin cambiar el juego de retribuciones no hay solución. Eso está fuera de toda duda. Es demostrable en sentido fuerte. Y si no están para matemáticas, recuerden cómo se conquistaron los derechos civiles en Estados Unidos y, entre nosotros, cómo se allanó el camino hacia el final de ETA, el verdadero final, no el recreado por las fantasías retrospectivas de Zapatero, esas que han propiciado un escenario político que naturaliza homenajes a los asesinos y agresiones e intimidaciones a quienes se jugaron la vida defendiendo nuestras libertades.

En realidad, lo más inquietante del indulto es el paisaje psicológico-moral que lo alimenta, el de siempre: la falta de coraje político para mirar la realidad de frente, la disposición a caer en ensoñaciones, como si la experiencia acumulada permitiera, otra vez, la vacua retórica del «hay que intentarlo y dialogar sin condiciones». Pareciera que nos olvidamos de lo más básico, del para qué de las instituciones democráticas y la Constitución. El Estado de derecho es el marco de resolución de las discrepancias. Si ante los retos colectivos consideramos que se puede reajustar el marco, se acabó el elemental vínculo que ata a las decisiones democráticas con la racionalidad y hasta con la justicia. Como si en mitad de un partido de fútbol, se discutieran las reglas de juego que definen al propio deporte; como si un equipo, descontento con el resultado, exigiera poder coger el balón con la mano, jugar con 20 futbolistas o que sus goles valieran el doble. La justicia y la ley forman parte de las balizas que hacen inteligible la conversación pública, su gramática. Y los tribunales y el Parlamento. Todo eso que se obvia con mesas de negociación ajenas al Parlamento o con descalificaciones autoinculpatorias de sentencias judiciales. Fuera de la ley solo quedan el chantaje y la fuerza. Para decirlo en plata: nos instalamos en la barbarie. Que es lo que sucede en Cataluña donde desde hace tiempo no se cumple la ley, ni en las aulas –con la lengua– ni en las fachadas de las instituciones, con las banderas. O se cumple a conveniencia, arbitrariamente, que es lo mismo que no cumplirla: sucedió durante mucho tiempo con la normativa de rotulación en catalán, vigente aunque no se aplicaba. Con el remate de blasonar del despotismo desde la tribuna del Parlamento.

Si queremos restablecer la conversación, la concordia y propiciar las verdaderas respuestas políticas, comencemos por restablecer la ley. Lo demás, simple infantilismo psicológico, wishful thinking, para no encarar retos reales. E inaplazables. Seamos adultos. Para empezar, olvidémonos de la mampostería de las «soluciones imaginativas» y no repitamos ni una vez más que hay que intentar algo nuevo para salir del conflicto. Sobre todo si a continuación vamos a volver a lo de siempre, lo que nos ha conducido a cebar eso que los responsables del conflicto llaman «el conflicto».

Lo único que no se ha intentado, lo verdaderamente nuevo, es el cumplimiento de la ley. En serio. Con convencimiento y manteniendo el pulso, que no otra cosa es el cumplimiento de la ley: saber a qué atenerse. Sólo con eso, con la seguridad de que los delitos no resultan impunes, se lo pensarán los delincuentes. Naturalmente, para eso hay que tener claro que la solución para los problemas no es la solución para quienes alimentan los problemas y los rentabilizan. Más bien lo contrario: los problemas sólo se solucionan con la derrota moral y política de quienes los crean. Algo que, ciertamente, no sucede cuando les damos la razón.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Acaba de publicar Secesionismo y democracia (Página Indómita).

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