Si la ficción modifica la realidad

«Los sucesos que aquí se relatan son ficción y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia». «Esta obra está basada en hechos reales». He aquí un par de advertencias habituales a los lectores de novela o a los espectadores de un producto televisivo o cinematográfico, y ni una ni la otra figuran en los créditos de la espléndida serie «The Crown», que recrea la historia reciente de la familia real británica. Hasta llegar a la cuarta temporada, que es la que se exhibe en estos momentos, las licencias que se ha tomado Peter Morgan, su guionista a la hora de recrear los hechos, habían pasado más o menos inadvertidas. Sin embargo, «The Crown» relata ahora su versión de las desavenencias matrimoniales de los príncipes de Gales, desvelando no pocos trapos sucios de la pareja. Todos los protagonistas de aquellos acontecimientos, salvo la princesa Diana, están vivos y el retrato que se ofrece del príncipe (y no digamos de Camila, su actual cónyuge) es todo menos halagador. «El truco de la serie» -opina Hugo Vickers, biógrafo y experto en la familia real británica-, «consiste en que su producción es tan lujosa y cara, tan bellamente interpretada e inteligentemente escrita, que a los espectadores se les hace creer que todo lo que ven realmente sucedió así. Al final, se trata de una ficción que modifica la realidad».

He aquí una vieja polémica. ¿Puede la ficción tomar partido y contar hechos verídicos reinterpretándolos como convenga a intereses artísticos, comerciales y/o políticos? La respuesta simple -o mejor dicho simplista- es que sí. La literatura, sin ir más lejos, no ha hecho otra cosa a lo largo de su dilatada y por otro lado espléndida andadura. ¿Eran tan atroces los personajes a los que Dante condenó a los infiernos o resulta que aprovechó su talento para hacer un personal ajuste de cuentas? ¿Fueron Marco Antonio y Bruto tal como los describe Shakespeare? ¿Y el Richelieu que aparece en «Los tres mosqueteros»? ¿No es más cierto que el cardenal, lejos de ser el tipo atrabiliario y criminal que Alejandro Dumas pinta en su novela, fue un gran estadista? En las portadas de las novelas, sobre todo en las del mundo anglosajón y también francófono, suelen incluirse los términos roman o a novel para que no quede duda de que aquello es solo ficción. Pero, aun así, la literatura es tan poderosa que, al final, la idea que pervive de los personajes históricos es la que ella crea. Cuando se trata de situaciones del pasado la confusión entre realidad y ficción resulta inofensiva. ¿Qué más da que el público lector de novelas piense que Richelieu cometió todas las tropelías que le adjudica Dumas? Los historiadores y la gente pensante saben que no es así y con eso basta. Incluso, en la propia serie «The Crown», rige tal premisa. No importa demasiado que al personaje de Eduardo VIII se lo presente como ese ya proverbial rey romántico que renunció al trono por amor, omitiendo otras muchas circunstancias que no le favorecen tanto. Los protagonistas principales de aquel episodio, en su momento muy relevante de la historia, están muertos y por tanto nadie sale perjudicado. ¿Pero qué ocurre cuando se ficcionalizan e inventan hechos que tienen como protagonistas a personas vivas? ¿Puede la ficción hacer su propia interpretación de lo ocurrido, repartir papeles de héroes y villanos, escenificar diálogos y situaciones que nunca tuvieron lugar más que en la imaginación de sus guionistas?

Una vez más la respuesta es sí. Al menos legalmente. En 2018 la actriz Olivia de Havilland interpuso una demanda contra la serie televisiva «Feud», que retrataba la tormentosa relación que había mantenido con su hermana, Joan Fontaine, y también con otros actores y actrices de Hollywood. De Havilland alegó que la serie relataba escenas y situaciones del todo falsas y ofensivas. De poco le sirvió. A pesar de ganar el pleito en primera instancia, la Corte de Apelaciones de Los Ángeles consideró que, en su caso y por ser un personaje público, prevalecía por encima de su derecho al honor la Primera Enmienda constitucional, que protege la libertad de expresión. Cuando colisionan estos dos derechos fundamentales, en las sociedades avanzadas se tiende a priorizar la libertad de expresión sobre el derecho al honor. Y se hace amparándose en el hecho de que, en cualquier sociedad democrática, el interés general debe prevalecer siempre sobre el interés particular.

No soy abogada, ni jurista, ni constitucionalista pero, usando el más elemental sentido común, me pregunto si, en este conflicto entre la libertad de expresión y el derecho al honor (un conflicto, por cierto, que va mucho más allá de la serie «The Crown») no se estará confundiendo seriamente la gimnasia con la magnesia. Para averiguarlo basta, pienso yo, preguntarse si a usted (o a mí, o al vecino del quinto) le gustaría que se reinterpretara su vida de modo que quede como un cobarde y un maltratador, tal como ocurre en la serie con el príncipe Carlos. Habrá quien piense que este es un problema de ricos, de privilegiados, pero las redes sociales nos han vuelto a todos igualmente vulnerables en ese sentido. Vivimos tiempos en los que cualquiera puede convertirse en generador de información y por tanto también de desinformación. Tal vez por eso, la palabra verdad está siendo poco a poco sustituida por el término relato. Como bien saben los creadores de opinión, y por supuesto todos los políticos, los hechos importan poco, lo único que importa es su «relato», utilísima palabra que describe una nueva era en la que la verdad no existe, la verdad se fabrica.

Semanas atrás, Oliver Dowden, ministro británico de Asuntos Digitales y Cultura, se atrevió a comentar que le gustaría que Netflix aclarase que lo que se cuenta en «The Crown» es solo ficción. De inmediato multitud de voces airadas de todos los estamentos se apresuraron a tachar su petición de ridícula. «¿Acaso piensa este señor tan paternalista que un espectador medianamente sensato no distingue verdad de mentira?» -clamaron. Las encuestas en cambio no lo tienen tan claro. Sondeos realizados tras la emisión de la serie revelan que la popularidad del príncipe Carlos está en mínimos y la de su consorte no digamos.

Hasta ahora, solía decirse que solo los locos y los niños confunden verdad y ficción. En tiempos de la posverdad, de bulos y de «relatos», tal vez convenga revisar un poco tal afirmación.

Carmen Posadas es escritora.

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