Si la gente importara

En 1973 vio la luz el libro de E.F. Schumacher Small is beautiful (lo pequeño es hermoso), que estuvo muy de moda en su día y que aún hoy se edita. Hay que lamentar, sin embargo, que sea considerado como el libro de cabecera del movimiento ecologista, porque no trata de los problemas de los que estos se ocupan más que de pasada. El subtítulo –“Un estudio de la economía como si las personas tuvieran importancia”– es mucho más elocuente, y nos recuerda que tanto en el estudio como en la práctica de la economía seguimos sin conceder a las personas la importancia que merecen. Como ha sucedido con otros puntos negros de nuestro tiempo, la crisis se ha encargado de poner de relieve esa disonancia.

Hace ya más de un siglo que está admitido que, si bien se puede esperar que la economía de mercado que conocemos sea eficiente, no se le puede pedir, en cambio, que sea equitativa, porque puede dar lugar a un reparto de los bienes que todos consideraríamos injusto. Como en la lógica del mercado no entra la posibilidad de compartir ni la de regalar se encomienda al Estado la tarea de redistribuir, y así llegamos a la situación actual: el mercado da a cada cual lo que ha ganado, y el Estado tiene la capacidad de exigir que parte de esas ganancias pasen, mediante impuestos, a una bolsa que el Estado se encarga de repartir vía transferencias. La crisis nos está haciendo ver que esta es una solución radicalmente imperfecta, como lo hace ver el que la desigualdad haya aumentado durante los años malos, en lugar de disminuir, y el que todo el mundo se queje de exceso de impuestos, por un lado, y de falta de recursos para atender a las necesidades, por otro. Pero esos son sólo síntomas, porque el esquema está viciado de raíz, y nos lleva a una sociedad de la que todo el mundo desea escapar.

Las rentas más altas lo dejan bien claro, pidiendo sus perceptores reducciones de impuestos en nombre de la eficiencia o, sencillamente, buscando refugio en países donde el ánimo redistributivo es menos intenso. Pero no hay que pensar que el esquema sea más atractivo para los pobres: estos también desean escapar. El responsable de una entidad social decía no hace mucho que nadie ha sido educado para pedir limosna o para vivir del subsidio (habrá excepciones, pero no las elevemos a categorías). Es natural que quien ha de acudir al Banc dels Aliments o a los servicios sociales del Ayuntamiento sienta, por bueno que sea el trato recibido, que no es un ciudadano de pleno derecho. Dostoyevski resumía esos sentimientos en una frase terrible: “Nada le resulta más penoso a un desgraciado que ver como todos se consideran bienhechores”. En última instancia, el pobre recibe casi como un desprecio lo que el rico considera casi como una extorsión. ¡Decididamente, nuestro arreglo no ha tenido muy en cuenta a las personas! Si la gente importara, si les preguntáramos qué es lo que necesitan, veríamos que el problema más grave de nuestra situación no es la pobreza sino la causa principal de la pobreza, que es el paro. Los economistas tenemos la costumbre de postular que el trabajo es algo que se hace porque no hay más remedio, y sólo por un sueldo. Si eso fuera verdad, la pérdida del trabajo se vería compensada con el subsidio de paro. Pero el trabajo da mucho más que el sueldo, y la pérdida del trabajo significa mucho más que la pérdida del sueldo.

Decía en un artículo anterior que el 40 por ciento de nuestro paro, 2,4 millones, se concentra en personas comprendidas entre los 30 y los 44 años; el 89 por ciento de ellos tiene estudios superiores a la enseñanza primaria; todos habrán tenido algún trabajo anterior; la mayoría tendrá hijos de corta edad. Este es un colectivo que puede considerarse crítico, ya que los más jóvenes pueden simultanear trabajo y formación, y los mayores, libres en muchos casos de dependencias familiares, pueden resignarse a realizar trabajos más o menos ocasionales: son situaciones desagradables, dolorosas a veces, pero a fin de cuentas soportables. La situación del grupo de 30 a 44 años es distinta: para empezar, no hay ningún supuesto razonable que permita pensar en una absorción en el mercado de trabajo de esos dos millones y medio de parados críticos en poco tiempo sólo por la mejora de la coyuntura. Por otra parte, la formación no puede ser una solución, en algunos casos por razones de eficiencia (no todo el mundo es reciclable) y en todos por escasez de recursos (las ayudas deberían ser muy elevadas). Todo indica que la generalización del trabajo fijo pero a tiempo parcial debe ser una solución mejor. Países como Holanda o Alemania han alcanzado esa generalización, con un nivel de paro muy bajo. Ya se imagina uno que contra ella debe haber obstáculos e intereses. Pero el asunto es tan grave que ni obstáculos ni intereses deberían prevalecer, y la energía del Gobierno debería estar enfocada a la solución de este problema con exclusión de otros si es necesario. Si no se encarrila, dentro de diez años ya no tendrá solución, y habrá que admitir que hemos fracasado como colectividad. Los que vengan después podrán decirnos, con razón, que la gente no nos importaba.

Alfredo Pastor, profesor de Economía del Iese.

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