Si las cosas funcionan, ¿qué más da la democracia?

Hace tiempo escribí sobre el futuro de la democracia recordando la importante obra de Norberto Bobbio, quien optó por desarrollar unas observaciones sobre los regímenes democráticos más que aventurar su devenir.

Se preguntaba por el desafío de la pluralidad, el papel de las oligarquías o poderes invisibles, el nivel educativo de los ciudadanos, el gobierno de los técnicos, el aumento de la estructura gubernamental, la distinción entre democracia representativa y democracia directa o el gobierno de las leyes en contraposición al gobierno de los hombres.

Lo cierto es que llevamos décadas opinando sobre el estado de la cuestión y preocupados por el eventual fin de la democracia. Elie Halévy teorizó sobre la nueva era de los tiranos al final de la I Guerra Mundial y sin embargo la democracia acabó convirtiéndose en el común denominador. Tras la II Guerra Mundial el sistema democrático no gozaba de buena salud, pero ninguno de los regímenes democráticos europeos fue desplazado por una dictadura.

La caída del Muro de Berlín supuso un nuevo impulso en favor de las democracias de corte liberal tal y como se habían entendido en Occidente. Y ahí siguen, de momento, sobreviviendo de modo aceptable muchas de las que surgieron tras la disolución del bloque comunista.

Hoy se sigue escribiendo frecuentemente con preocupación sobre la democracia. En El Salvador se preguntaba hace no mucho su actual presidente, Nayib Bukele, a qué democracia se referían los críticos con algunas de sus decisiones si en su país nunca había habido democracia.

En otros lugares, como Colombia o Venezuela, acreditados antidemócratas desgastan a diario la palabra democracia. Algo que sucede también en España con nuestros comunistas y bolivarianos, que son más demócratas que nadie según ellos mismos.

En la Iberosfera sabemos que el estándar democrático ha oscilado porque periódicamente alcanzan el poder personas que poco o nada creen en la democracia. Muchos de ellos, desde que toman posesión del poder no hacen más que socavarla, condenando a esos países a cíclicos procesos de corte revolucionario.

En cuanto pueden, algunos plantan un proceso constituyente para llevar a la Constitución su programa de partido sin que esto ya despierte gran crítica o malestar, otros captan el Poder Judicial para conseguir el mismo resultado.

Por su parte, en Estados Unidos, el país que ha disfrutado más tiempo y de una mejor democracia, resulta que ahora está en serio peligro porque llega de nuevo Trump. Más allá de los desquiciantes análisis y teorías de gente que poco o nada conoce Norteamérica, lo cierto es que los líderes del Partido Demócrata han deteriorado la convivencia y las instituciones gravemente y a nadie parecía importarle mucho, salvo a los estadounidenses.

Como ha explicado Niall Ferguson, el Estado de derecho ya ha resistido a Trump, pero no parecía estar en condiciones de resistir a los demócratas una legislatura más porque habían entrado en la dinámica bolivariana de destrozar el sistema desde dentro.

El caso estadounidense nos recuerda que el sistema democrático depende en cierto modo de la salud del mercado de opinión pública. En esto no salen muy bien los profesionales del periodismo y las empresas de medios de comunicación, para qué nos vamos a engañar.

No tengamos esperanza, eso sí, en una profunda reflexión o autocrítica porque no va a suceder. Hay norias que llevan siempre la misma agua.

En Europa no estamos mejor. Los ecos de lo que venía sucediendo al otro lado del Atlántico han llegado a esta parte. Junto a otros delirios, aquí han inventado eso de la polarización para esconder que en verdad pretenden acabar con el pluralismo.

No podíamos imaginar que pudiera ser tan sencillo mermar gravemente uno de los fundamentos de toda democracia constitucional. Llamas machaconamente a alguien fascista o incluso nazi y ya crees dejarle fuera del sistema. Un cordón sanitario, dicen otros, porque son fascistas y extremistas de derecha.

Esto se ha aceptado y generalizado sin pudor entre nosotros. Una obscenidad sin precedentes que tanto prensa como hemiciclos y otros foros donde se forma la opinión pública han interiorizado de modo militante.

No queda ahí la cosa. Porque mientras se mira con angustia al enfant terrible que vuelve a la Casa Blanca, la voladura de los equilibrios propios y tan necesarios en un sistema que pretenda reconocerse como democrático, en muchos otros sitios es un hecho.

Véase sin ir más lejos nuestro país, donde tenemos un Tribunal Constitucional con ínfulas de poder constituyente y no sabemos aún cómo acabará el asalto al poder judicial. La dinámica de las instituciones europeas, cada vez más identificables como elefantiásico artilugio de propaganda ideológica que cualquier otra cosa, tampoco parece esperanzadora.

Sin olvidar que en Occidente existe un amplio espectro político, una nueva clase, los verdaderamente demócratas, que han tolerado e incluso admirado durante años regímenes como el de Cuba y que piensan que el futuro seguramente será más asiático.

Es decir, que irá en la senda marcada por China, esa reconocidísima democracia.

Gracias a ellos una parte de la opinión pública empieza a aceptar que, si las cosas funcionan bien, lo de la democracia como la entienden los occidentales, así como los controles a la función de gobierno, deviene accesorio.

O no, porque este razonamiento no sirve para Milei en Argentina. Tampoco en Italia, donde ahora es muy importante que los jueces limiten, controlen y reviertan las decisiones del Gobierno Meloni.

Pero si esto sucede en España, entonces es inaceptable lawfare y los jueces merecen todo tipo de improperios.

Hace unos años, un afamado entrenador de fútbol catalán se refirió a Catar como un sitio donde no había democracia, pero todo funcionaba mejor, así que no veía mayor problema.

Y en esto parece que estas estamos, en el desplazamiento de los fundamentos de las democracias liberales por razones de comodidad o imperiosas necesidades determinadas por no se sabe quién.

Lo importante no es un sistema de libertad, justicia, legalidad, pluralismo e igualdad jurídica. Es la satisfacción del grupo que lidera la opinión, que ya se ocupa de justificar lo injustificable y llamarlo, incluso enfáticamente, democracia.

Juan José Gutiérrez Alonso es profesor de Derecho administrativo de la Universidad de Granada.

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