Si llegan los «días gloriosos»

Enric Sopena (ABC, 01/02/05).

Nadie en su sano juicio podía contestar de forma afirmativa a la pregunta del lendakari Juan José Ibarretxe, al declarar públicamente: «Si no se negocia, ¿cómo lo resolvemos, a tortas?». Cierto es que él mismo se apresuró a puntualizar que «ése no es el camino». Sin embargo, un mínimo reflejo de prudencia -virtud que con fundamento es catalogada como cardinal- tendría que haberle impedido, al presidente del Ejecutivo vasco, incorporar a su repertorio argumental el vocablo «tortas».

Más le hubiera valido, desde luego, no mentar -siquiera leve o tangencialmente- la bicha. ¿Cómo puede un político sensato, que desempeña las más altas responsabilidades de Gobierno, aludir a la violencia respecto al contencioso vasco -aunque la palabra seleccionada parezca extraída de un noviciado de monjas-, cuando una parte importante de la historia de Euskadi está teñida de tanta sangre inocente? Y ello incluso desde muchos años antes de que comenzara ETA su miserable actividad asesina. El propio Ibarretxe, tras salir de su prolongada entrevista con el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, precisó a los periodistas que el problema de Euskadi se remonta a 1839.

¿Qué pasó ese año? Pues que el 31 de agosto, mediante el famoso Abrazo de Vergara entre el derrotado general Maroto y el vencedor general Espartero, acabó la primera guerra carlista con el triunfo por fortuna de los liberales y con un balance por desgracia de miles de muertos. El País Vasco perdió entonces parte de sus antiguos fueros en aras del intento -no culminado más tarde de modo satisfactorio- de construir un Estado moderno. El profesor Manuel Fernández Álvarez en su libro «Jovellanos, el patriota» asegura que este honorable político asturiano, hijo de la Ilustración, «sabía muy bien que la historia nada es si no sirve para proyectar el futuro». El futuro de Euskadi, en todo caso, no puede proyectarse en base a un pasado dominado por demasiadas guerras -guerras no sólo exclusivas de esa comunidad, justo es subrayarlo- y por un terrorismo estremecedor. Tales factores sólo deben tenerse en cuenta a efectos de vacuna o antídoto.

Nada mediante el recurso a las bofetadas o a la fuerza. Nada tampoco mediante la imposición de un bloque -en este caso, el nacionalista- sobre otro. He aquí, y por encima de cualquier consideración adicional, el aspecto más vulnerable del plan Ibarretxe. El proyecto no cuenta, a día de hoy, con más respaldo que el estrictamente aritmético, conseguido además in extremis y gracias a la polémica pirueta de Arnaldo Otegui en el Parlamento vasco. Ahí radica su máxima debilidad porque en política nada sustantivo -con voluntad vertebradora y afán de convivencia pacífica- puede erigirse sin contar con el soporte mayoritario, y a ser posible trasversal, de la ciudadanía.

Cuando no se ha buscado el consenso en Euskadi, nulo sentido tiene pretender encontrarlo en el conjunto de España por medio de un pormenorizado debate en el Congreso de los Diputados, salvo que se pretenda una operación electoralista a pocos meses de los próximos comicios autonómicos. No adviertan en estas reflexiones, los representantes del nacionalismo vasco, brizna alguna de afrenta. El timón de Euskadi no puede estar en manos únicamente de los nacionalistas. Pero tampoco puede intentarse una travesía contra los nacionalistas o con la exclusión de éstos. Quede este género de valoraciones para ciertos foros a menudo especializados en «relatos de cagadero», según la expresión utilizada por Erich María Remarque en su célebre novela «Sin novedad en el frente».

Para que el futuro de Euskadi sea lo más sólido y trabado posible se requieren sin duda determinadas condiciones previas. La primera es que se recomponga el proceso del futuro Estatuto, olvidando el plan Ibarretxe como equivocada hoja de ruta, y dando paso a una dinámica nueva, basada en el acuerdo -o mínimo común denominador irrenunciable- entre nacionalistas y no nacionalistas. Borrón, pues, y cuenta nueva. Incluso cabe intentar lo que a muchos se les antoja misión imposible: que ETA diga, como en la novela de Ernest Hemingway -otro libro antibelicista, como el de Remarque, sobre la I Guerra Mundial-, «adiós a las armas».

No se trata de forjarse ilusiones vacuas ni de incurrir en la actitud bobática de los ilusos, lo que favorece sobre todo a los violentos. Pero sería asimismo necio no explorar con exquisito cuidado todas las posibilidades existentes. No le faltaba razón a Rodríguez Zapatero al afirmar en TVE sobre ETA: «Si hay una mínima oportunidad, como hicieron otros gobiernos, el actual intentará que fructifique». Un diario por lo general tan solvente como Financial Times publicó hace unos días un artículo firmado por Leslie Crawford que, oportunamente, fue reproducido por ABC en sus aspectos más sobresalientes. Citando a Roberto Seijo, líder sindical de la Policía vasca, Crawford apuntaba lo siguiente: «La masacre (del 11-M) provocó tal repulsa que ETA no ha osado realizar un gran atentado desde entonces. Incluso entre quienes apoyan a ETA no hay estómago para continuar el uso del terror como instrumento político».

Incluyendo otros matices, Rafael Vera, ex secretario de Estado de Seguridad -cuya tarea fue notoriamente eficaz, más allá de episodios condenados que no corresponde ahora evaluar-, se mostraba el pasado 22 de enero, en conversación con este periódico, cautamente partidario de dialogar con ETA: «Creo que la situación actual es una situación privilegiada para que el Gobierno busque una solución definitiva a este problema (...) Más que voluntad en ETA hay necesidad de acabar con el problema (...) En este sentido, los atentados del 11-M han supuesto un antes y un después también para ellos».

Cuanta más discreción, mejor. Cuanto mayor tiento, mejor. Kazuo Ishiguro, un escritor japonés instalado en Gran Bretaña, es el autor de Los restos del día. A raíz del asunto que nos ocupa, bueno será leer este párrafo de Ishiguro: «Las decisiones importantes (...) no se toman, en realidad, en las cámaras parlamentarias o en los congresos internacionales (...), abiertos al público y a la prensa. Antes bien, es en los ambientes íntimos y tranquilos (...) donde se discuten los problemas y se toman decisiones cruciales». No abogo, válgame Dios, por el oscurantismo. Pero sí -en la fase presente- por un sabio mutismo oficial. Tiempo habrá luego, si va adelante el empeño, para que con luz y taquígrafos los diputados expongan sus criterios y ratifiquen, o no, las propuestas que crean más pertinentes.

Nos estamos jugando todos demasiado como para permitirnos cualquier movimiento en falso en una u otra dirección. Ni es tiempo aún para la euforia ni tampoco para el derrotismo. Constituiría una irresponsabilidad manifiesta que alguien con autoridad hiciera suyas las palabras que Robert Graves puso en boca del padre de Marie Powell, en la historia de quien fuera mujer del poeta John Milton: «Son éstos en verdad los días gloriosos, más que ningunos otros lo fueron». Además, si por ventura estuviéramos cerca del ocaso definitivo de ETA y, en paralelo, como ha señalado Otegui -cuyo crédito sigue siendo no obstante ínfimo-, Batasuna se transformara en un partido democrático, capaz de contribuir a la quiebra de la lógica monopolística en el bloque nacionalista, no debería perderse de vista que la gloria habría que concedérsela a todas las víctimas. Porque si llegan esos «días gloriosos», los muertos podrán por fin descansar en paz.