Si no se nombra, no existe

Maravillas del pensamiento mágico: si en lugar de pronunciar su apellido le llaman “esa persona” es como si desapareciese; si en lugar de “España” dicen “Estado español” irán logrando que se extinga ese país; si en lugar de “cadena perpetua” escriben “máxima pena posible”, pueden ya firmar el texto antes rechazado. Es que son como niños. ¿O quizá es que, en el fondo, todos somos así?

Amos Oz escribió un breve ensayo que en castellano lleva el insípido título de Contra el fanatismo. La versión en inglés se llama How To Cure a Fanatic, que el editor francés acertó a traducir por Comment guérir un fanatique. Recuerda allí Oz las primeras décadas del conflicto israelí-palestino, en las que “los palestinos y otros árabes tenían verdadera dificultad para pronunciar la sucia palabra ‘Israel’. Solían llamarlo la ‘entidad sionista’, la ‘criatura artificial’, la ‘intrusión’, la ‘infección’, aldaula al-mazuuma (el ‘Estado o ser artificial’)”. Y, con la ecuanimidad que le caracteriza, añade Oz que sus propios compatriotas hacían lo mismo para no mencionar al pueblo palestino: “Solíamos recurrir a eufemismos como los ‘lugareños’ o los ‘habitantes árabes del país”. No hará falta recordar aquel entretenido juego de los periodistas que intentaban hacerle pronunciar a Zapatero la palabra “crisis” mientras él repetía lo de la “desaceleración acelerada” debida a que “ahora las cosas van menos bien” y ocurrencias por el estilo.

Pero los apóstoles del lenguaje políticamente correcto no son los únicos convencidos de que se logra cambiar la realidad sin más que cambiarle el nombre. A principios del siglo XX eran frecuentes los análisis de algo que hoy está muy mal visto: los elementos comunes que se pueden observar en el pensamiento mágico de los pueblos primitivos (perdón, quise decir “cazadores-recolectores”), de los borrachos (perdón, me refería a las “personas con intoxicación etílica aguda”), de algunos enfermos mentales (perdón, quería decir las “personas que padecen un trastorno mental”) y de los niños pequeños (lo siento, pero ya no sé cómo hay que llamarles este año; ¿quizá “personitas en vías de desarrollo”?). Esos elementos comunes son llamativamente constantes: convicción de que dos cosas análogas pueden sustituirse entre sí, de que dos cosas que han estado en contacto pueden después influirse a distancia entre sí, de que dos palabras parecidas se refieren a la misma cosa (o a dos profundamente relacionadas), de que a través de un nombre se puede actuar mágicamente sobre el objeto nombrado (por ejemplo, eliminándolo de la existencia)… El abuelo de la Antropología, Georges Frazer, describió brillantemente en La rama dorada todos esos mecanismos (en el caso concreto del pensamiento mágico de los pueblos “cazadores-recolectores”, que el muy miserable no llamaba como es debido, claro está). Y Wittgenstein anotó, con la lucidez que le caracterizaba: “Cuando leo a Frazer me gustaría decir continuamente: todos esos procesos, esos cambios de significado los seguimos teniendo ante nosotros, en nuestro lenguaje hablado”.

Exacto: esos procesos están en todos nosotros porque son la base misma de la asociación de ideas, de las metáforas y las metonimias, del razonamiento analógico, de la imaginación, de la fantasía y de las creencias religiosas. Diversos autores se han acercado a ellos con perspectivas parciales, pero seguramente complementarias; por ejemplo Freud, cuando describió los mecanismos básicos del inconsciente (la condensación metafórica y el desplazamiento metonímico), o Jakobson cuando planteó que el lenguaje tiene dos grandes ejes: el paradigmático (en el que se realiza la selección de un término descartando con ello otros más o menos semejantes que podrían haber sido seleccionados en su lugar) y el sintagmático (en el que se realiza una yuxtaposición de los términos seleccionados estableciendo entre ellos una relación de contigüidad que permite construir el discurso lineal). En España revisó el tema Eugenio Trías, en su temprana obra Metodología del pensamiento mágico.

Lo relevante es que esos mecanismos asociativos profundos están en todos nosotros y pueden fácilmente observarse en la vida cotidiana. A veces toman el control del habla y pueden llegar a producir la poesía de Góngora o el delirio. Otras veces se infiltran sutilmente en el discurso lógico y revelan su verdad oculta: le ocurrió hace muchos años a un locutor que informó sobre los parlamentarios electos de Herri Batasuna que, para tomar posesión de sus escaños en el Congreso, habían usado la formula “por imperativo legal, para acatar la Constitución”. Y también le pasó a un profesor que al explicar en clase las terroríficas plagas medievales de ergotismo fue interrumpido por risitas inexplicables… hasta que un alumno piadoso le señaló que en la pizarra había escrito “erotismo”.

Sí, Wittgenstein tenía razón: el pensamiento mágico lo usamos (y lo padecemos) todos, inevitablemente, cada día. En la medida en que logramos controlarlo podemos argumentar con lógica. En la medida en que nos abandonamos a él podemos convertirnos en poetas, en psicóticos o hacernos como niños. Pero cuando un político lo usa sin darse cuenta siquiera de la inocencia con que lo está usando, solo consigue reforzar una opinión cada día más extendida: la política es una de las pocas profesiones que dan prestigio a quien la abandona.

José Lázaro es profesor de Humanidades Médicas en la UAM. Autor de Vidas y muertes de Luis Martín-Santos y de La violencia de los fanáticos.

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